Misioneros

Escrito por Juan Manuel de Prada

Rezando el Rosario. Fátima (Portugal)Esta mañana, cuando apenas rayaba el alba, ha entrado mi hija de tres años en la habitación, pidiéndome que apoquine un donativo para la Jornada de la Infancia Misionera. En su colegio, regentado por hermanas concepcionistas, le han hablado de otros niños de Guinea Ecuatorial o el Congo, Brasil o Filipinas, atendidos como ella por esta congregación misionera; niños que habrían muerto víctimas de enfermedades feroces o de pura inanición si esas monjas heroicas no hubiesen mediado en su tragedia.
Como las hermanas concepcionistas, son miles los hombres y mujeres, religiosos y seglares, que un día cualquiera decidieron inmolarse en la salvación de otras vidas que languidecían en los arrabales del atlas; hombres y mujeres que, como cualquiera de nosotros, hubiesen preferido envejecer entre los suyos, disfrutando de las ventajas de una vida regalada, pero que respondieron sin rechistar a su vocación.

«¿Y qué es la vocación?», me interrumpe mi hija. «Es una llamada de Dios», empiezo un poco atolondradamente, pero como compruebo que mi hija no acaba de entenderme añado: «Dios nos habla a través de los niños que sufren». Y como temo que mi hija confunda a Dios con un ventrílocuo, trato de explicarme: «En realidad, Dios está dentro de cada niño que sufre, Dios es cada niño que sufre.

Pero sólo algunas personas elegidas saben verlo; mientras los demás miramos para otro lado, los misioneros miran a Dios a los ojos, lo toman entre sus brazos, le dan un trozo de pan, le curan las heridas...». «¿Y también le cantan para que se duerma?», me interrumpe mi hija, empezando a comprender. «Todas las noches», le respondo. «¿Y cuándo se duerme ellos también descansan?», insiste.
«No, ellos siempre están despiertos, porque apenas han conseguido que uno de estos niños se duerma otro empieza a llorar». Mi hija frunce el entrecejo: «¿Dios también llora?». «También. Dios está llorando siempre», le contesto.

Y estos misioneros, centinelas perpetuos de su llanto, se dedican a apaciguarlo, sabiendo que su misión es incontable como las arenas del desierto. Están hechos del mismo barro que nosotros, incluso parecen más frágiles que nosotros, más adelgazados por las noches de insomnio, por el recuerdo de las muchas vidas que han visto consumirse, por el llanto que no cesa y la rabia de no ser omnipotentes; pero en sus cuerpos curtidos por el sol y adelgazados de vigilias se esconde un incendio de benditas pasiones que mantiene caldeada la temperatura del mundo.

Quizá mañana mismo se den de bruces con la muerte, que les tenderá su emboscada bajo la forma de un contagio, o de una ráfaga de plomo; pero, entretanto, perseveran en su epopeya silenciosa, sin aguardar otra recompensa que la sonrisa de un anciano famélico, la mirada palúdica de un niño que apenas se sostiene en pie, la caricia exhausta de una mujer que los contempla entre las neblinas de la fiebre. Ellos saben que en esa sonrisa claudicante, en esa mirada desvanecida, en esa caricia de rendida gratitud se esconde Dios. Son veinte mil españoles, entre los cientos de miles que se reparten allá donde las hambrunas y las guerras endémicas trituran vidas ante la indiferencia de los politicastros y los noticieros televisivos. Si mañana dimitieran de su misión, la noche se abalanzaría sobre el mundo. Seguimos vivos porque el fuego que los enardece no declina su llama.

Son veinte mil españoles para atender la muchedumbre del dolor, para apaciguar el llanto multitudinario de Dios que se copia en las lágrimas de cada hombre que sufre, para llevar el Reino a los parajes más arrasados del planeta. Son veinte mil hombres y mujeres salvando cada día a millones de niños. Y necesitan nuestra ayuda: nuestro aliento, nuestra gratitud y también nuestro dinero. Así que a ver si apoquinamos.

Fuente: Diario ABC, Madrid 21 de enero de 2006

Campana en una iglesia ruralSu epopeya silenciosa no suele atraer la atención de la prensa. Resulta mucho más rentable regodearse en tal o cual episodio de pederastia en el clero; resulta más llamativo inventarse tal o cual intriga vaticana, cuanto más rocambolesca o tremebunda, mejor. Cierto periodismo contemporáneo ha encontrado un suculento filón en la exhumación de escándalos, reales o ficticios, que contribuyan al escarnio de la Iglesia católica. Por supuesto, en esta visión caricaturesca, jaleada por quienes han hecho del anticlericalismo su estandarte y su negociete, no tienen cabida los misioneros, a quienes en todo caso se despacha con condescendencia, como si fueran una tropa de iluminados con pretensiones mesiánicas
. Reportajes como el que Carlos Manuel Sánchez les dedicaba en estas mismas páginas hace un par de semanas se han convertido en una rareza incómoda, enojosa, puesto que contrarían esa imagen infectada de insidias y calumnias que se pretende trasladar al público.

Aquel reportaje admirable recolectaba los testimonios de un puñado de hombres y mujeres dispuestos a entregar su hálito en una misión sobrehumana. Hombres y mujeres de aspecto fragilísimo que un día cualquiera decidieron liar el petate e inmolarse en la salvación de otras vidas que languidecían en los arrabales del atlas; hombres y mujeres que, como cualquiera de nosotros, hubiesen preferido envejecer entre los suyos, disfrutar de las seguridades que les procuraba una existencia más o menos regalada, pero que respondieron sin ambages a su vocación, dejándolo todo en el camino. Descubrieron que Dios se copia en el rostro de cada hombre que sufre; y decidieron acudir a contemplarlo, sabiendo que no les aguardaba otra recompensa que calcinarse en una tarea tan vasta como incalculablemente hermosa.
Q
uizá mañana mismo se tropiecen con la muerte, que les tenderá su emboscada bajo la forma de una epidemia incurable, o de una ráfaga de ametralladora que los vacíe de sangre; pero, mientras llega ese momento, prosiguen su epopeya silenciosa, apartados de los reflectores de la notoriedad, sin aguardar otra recompensa que la sonrisa de un anciano famélico, la mirada de un niño acribillado de moscas, la pudorosa caricia de una mujer que deambula por los pasadizos inciertos de la fiebre. Ellos saben que en esa sonrisa extenuada, en esa mirada claudicante, en esa caricia de rendida gratitud se agazapa Dios. Y con eso les basta.

Son más de veinte mil españoles, entre los cientos de miles que reparten pan y penicilina y consuelo espiritual por los parajes más inhóspitos del mapa, allá donde el mayor pecado del hombre es haber nacido, allá donde las guerras endémicas trituran vidas ante la indiferencia de los gerifaltes de la política, allá donde ni siquiera llegan las cámaras de los noticieros televisivos. Pero, como afirma en el reportaje de Carlos Manuel Sánchez el padre José Carlos Rodríguez, inmerso desde hace trece años en el infierno de Uganda, «el resto del mundo mira para otra parte; Dios, no». Le faltó añadir, por modestia, que el resto del mundo se salva gracias a quienes, como él, se han echado sobre los hombros el dolor innumerable de los olvidados, cumpliendo un designio divino.

Están hechos del mismo barro que nosotros, incluso parecen más débiles que nosotros, más adelgazados por las noches de insomnio, por el agotamiento sin descanso, por el recuerdo de las muchas vidas que han visto extinguirse ante sus ojos, por el llanto que no cesa y la rabia de no ser omnipotentes; pero en sus cuerpos entecos, lastimados de cicatrices, temblorosos como hojas que zarandea el viento, se esconde un incendio de benditas pasiones que mantiene la temperatura del universo. Si mañana dimitieran de su misión, los planetas interrumpirían su órbita y la noche nos cerraría los párpados. Seguimos vivos porque el fuego que los impulsa no se extingue. Son los misioneros, la vanguardia de la humanidad.

Fuente: Revista “El Semanal”, Madrid, del 4 al 10 de abril de 2004