Los curas de pueblo, héroes secretos

Escrito por Juan Manuel de Prada


HEROES SECRETOS



Se ha puesto de moda, en los últimos años, divulgar las podredumbres del clero, con regodeo en los detalles escabrosos. Son siempre casos aislados, que no hacen sino confirmarnos la debilidad de la naturaleza humana; estamos hechos de barro -los curas no son una excepción- y acechados por las pasiones más oscuras y mezquinas. Pero en la exposición de estos casos excepcionales nunca descubro el deseo legítimo de denunciar un atropello, sino más bien una viscosa inquina anticlerical, un afán por extender la mancha de la sospecha a quienes diariamente ejercen, desde la discreción y el anonimato, su vocación de servicio.

Empieza a ser frecuente que se estrenen películas protagonizadas por curas pederastas o represores, o por monjas sádicas que desahogan sus más bestiales apetitos con las pupilas que se hallan bajo su protección; son, casi siempre, películas burdas y caricaturescas, inspiradas por el más aciago resentimiento, que invariablemente son jaleadas por quienes reparten las bendiciones en el cotarro cultural. En cambio, nadie se preocupa de dedicar una película a los muchos curas y monjas que han agotado sus vidas educando niños, consolando enfermos, haciendo más respirables los días de quienes vivían a su alrededor. Lo mismo podría predicarse de los medios de comunicación, empeñados en propagar a los cuatro vientos los deslices de tal o cual cura que equivocó su misión o sucumbió a las tentaciones de la carne; en cambio, no se preocupan de aproximar a su público los desvelos de tantos miles de curas y monjas que, desde una parroquia de barrio, un hospital o una choza escondida en cualquier paraje extramuros del atlas, calcinan su salud en el cumplimiento de aquella encomienda del Nazareno: «Porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; peregrino fui, y me acogisteis; estaba desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; preso, y vinisteis a verme». A estos curas y monjas –que, por lo demás, constituyen una inmensa mayoría– nadie les presta su voz, quizá porque la virtud no vende en el mercado de la carnaza, quizá porque su ejemplo callado, su heroísmo silencioso, refuta esa imagen siniestra que se pretende ofrecer de la Iglesia.

A veces, recibo cartas de estos curas y monjas que alegremente se desgastan en beneficio del prójimo, sin aguardar ninguna recompensa terrenal. Hoy quiero traer a este rincón de papel y tinta el testimonio de dos de ellos que a buen seguro hubiesen preferido mantenerse en el anonimato. Sor Antonia Azpilicueta, de la Congregación de Hermanas de la Caridad de Santa Ana, me escribe desde Zaragoza, donde ahora reside después de haberse paseado por Ruanda, el Congo, Costa de Marfil, Ghana y Filipinas: «Te podría hablar de la hermana Mari Cruz, que ha venido a morir a casa, después de haber sido infectada por el sida en Ruanda. O de Angelita, que murió en Ghana muy joven, entregada a la causa de los más perdidos. O de las hermanas Carmen y Alfonsina, asesinadas por bombas-lapa. O de las hermanas Rosa y Sagrario, secuestradas en Ruanda y que, al no poder volver a ese país, hoy viven en una selva del Congo, entregando la vida a jirones. Y más y más, anónimos para la noticia y el mundo del ruido y la farándula». Don Manuel Garrido, cura de pueblo, me escribe desde la comarca de La Cabrera, en León: «Apenas quedamos cuatro pelagatos. Es una tragedia. En la misa del Gallo de la pasada Nochebuena, estábamos en la iglesia unas quince personas, todas de edad provecta, y hacía tanto frío que casi hacía daño respirar, casi dolía el aire en los pulmones. Pero después vino la primavera. No hace mucho todavía, subía yo las escaleras del campanario para tocar a la misa y convocar así a la media docena que estaban en el pueblecito más o menos disponibles para ir. Y, cuando ya iba a empuñar las cadenas, cantó el cuco. Era una mañana soleada y cálida. ¿Se imagina usted? Esas dos únicas notas, las más musicales y melancólicas que se puedan soñar. Yo convocaba a un puñado de personas medio inválidas y él llamaba a todo el mundo, a todo un mundo que se fue».

Queridos don Manuel y sor Antonia: el mundo no se irá del todo, mientras alienten personas como ustedes. Gracias por seguir existiendo.

Fuente: El Semanal, Madrid del 20 al 26 de junio de 2004




EL CURA DE PUEBLO


En otro tiempo, según nos cuentan, era agasajado por el cacique del lugar y reverenciado por los lugareños que le ofrecían a cada poco la gallina más cebada de su corral, los frutos más lozanos de su huerta. Cumplía con el precepto de la misa diaria, lanzaba diatribas desde el púlpito que mantenían a raya a la feligresía y por cada pecado que absolvía en el confesionario aumentaba su ascendiente sobre las beatas del lugar, que lo convertían en depositario de sus más innombrables anhelos. De regreso a casa, el ama le había aliñado una comida opípara que se embaulaba parsimoniosamente, para esquivar las asechanzas de la gula; la maledicencia popular (que acierta tantas veces como desbarra) gustaba de insinuar algún contubernio carnal entre el cura y su ama, que solía ser una señora jocunda y jamona, brava y hacendosa.

Tras la reparadora siesta se juntaba en la rebotica con las otras 'fuerzas vivas' del pueblo (el médico, el boticario, el alcalde, el secretario del ayuntamiento), con quienes mataba las horas manoseando los naipes, conversando una botella de coñá que le encendía los coloretes (el cura solía ser hombre de complexión sanguínea) y excitaba la facundia. En aquellas reuniones se discutía de todo lo divino y lo humano; y el cura, que aún mantenía fresco el latín del seminario, aprovechaba para endilgar de vez en cuando alguna sentencia, auténtica o apócrifa, que abrillantaba su conversación cazurra y dejaba suspensos o anonadados a sus contertulios. Por supuesto, si alguna de las 'fuerzas vivas' osaba contradecirlo, el cura lo elegía como diana de sus anatemas en la homilía del domingo, revolviendo a los lugareños contra él. Cascarrabias o seráfico, asténico o glotón, el cura de pueblo ejercía sobre el rebaño que pastoreaba una influencia que fundía el miedo supersticioso y la devoción a machamartillo. Como las estaciones que delimitaban el tiempo de la siembra y la cosecha, como el sol que establecía los confines de cada jornada, el cura del pueblo simbolizaba los ciclos vitales: bendecía los nacimientos, santificaba los matrimonios, expedía salvoconductos a ultratumba.

El signo de los tiempos ha cambiado mucho desde entonces. El cura del pueblo ya no desempeña aquel papel totémico de antaño; su labor ya no es recompensada con las remuneraciones espirituales y materiales de otras épocas. Ahora el cura de pueblo, último mohicano de una fe incombustible, recorre en coche carreteras que apenas figuran en los mapas, para extender su oficio a varios pueblos de la comarca; sus feligreses se han hecho más remolones, más refractarios a sus prédicas, más sordos también. Se han hecho, sobre todo, más viejos; y el cura de pueblo celebra sus liturgias en iglesias casi vacías, heladoras, en las que sus palabras brotan empenachadas de vaho y se golpean contra las paredes, como pájaros ateridos.

El cura de pueblo hace ya muchos años que bautizó al último niño nacido en el lugar; en cambio, apenas da abasto para repartir la extremaunción entre los pocos supervivientes de las mil y una diásporas que han soportado las zonas rurales. Mientras reza los responsos fúnebres, en cualquier cementerio de tapias derruidas y cruces que sucumben a la herrumbre, el cura rehuye la tentación del desistimiento buscando en las recámaras de su fe una reserva de gasolina que mantenga encendida la llama de la esperanza.

El cura de pueblo, quizá sin pretenderlo, se ha convertido en notario de un mundo en vías de extinción; nunca se la había propuesto, pero ha convertido su vocación en una mística de la renuncia y el sacrificio. Algún día no muy lejano, cerrará los ojos de su último feligrés; entonces levantará la vista al horizonte y descubrirá que se ha quedado definitivamente solo en el pueblo, solo ante el silencio de Dios. Recorrerá las calles desiertas que pregonan el triunfo de la muerte; y en sus pasos, al principio derrotados, luego sostenidos por la resignación, finalmente briosos y resueltos, encontrará una secreta cadencia que acompaña y alienta los latidos de su corazón. Y el cura de pueblo seguirá caminando hasta el lugar más próximo, dispuesto a seguir propagando su evangelio. Aunque no lo sabe, el cura de pueblo es un héroe.

Fuente: Revista “El Semanal”, Madrid, del 15 al 21 de febrero de 2004


LOS CURAS

Una encuesta publicada por la revista «21RS» entre sacerdotes diocesanos ha proporcionado durante los últimos días diversas excusas para la comidilla periodística. Se ha insistido mucho, por ejemplo, en que hay curas que se declaran partidarios del celibato opcional, curas que adoptan posturas contrarias cuando se les pregunta sobre la recepción del Concilio Vaticano II, curas que se declaran de izquierdas o de derechas. Se descuida, en cambio, el dato esencial de la encuesta, el dato que hace palidecer todos los demás: noventa y siete de cada cien curas encuestados afirman sin dubitación que, si volvieran a nacer, elegirían otra vez el ministerio sacerdotal, volverían a dejarlo todo y a seguir la llamada que un día los convocó. Y esta respuesta tan abrumadoramente unánime nos sitúa ante la grandeza y generosidad de su decisión: más allá de cualquier discrepancia, más allá de preferencias ideológicas, estos curas se saben y se sienten curas, saben y sienten que no podrían ser otra cosa, saben y sienten que el sentido de su elección ha dado sentido a su vida y que, sin esa elección, su vida resultaría estéril e ininteligible.

La banalidad contemporánea puede regocijarse analizando los pareceres encontrados que esa encuesta manifiesta; en el fondo, ese regocijo es la expresión de una incomprensión supina. No hay personas tan radicalmente libres como los curas: la decisión que un día adoptaron los convirtió en hombres a contracorriente, hombres capaces de escuchar una voz interior entre el tumulto de voces confusas con que nuestra época nos aturde, hombres dispuestos a renunciar a formas de vida mucho menos exigentes a cambio de una felicidad difícil y puesta a prueba cada día; cuando se ha sido libre hasta tal extremo en lo esencial, es natural que se sea libre también en lo accesorio. Quienes hemos tenido la suerte de tropezarnos en nuestro camino con curas que desempeñan su ministerio con alegría y denuedo sabemos, sin necesidad de encuestas, que participan de las pasiones humanas, y que por lo tanto poseen opiniones muy diversas sobre asuntos que afectan accesoriamente a su ministerio; pero también sabemos que el fuego que alimenta su vocación es el mismo, sabemos que en lo que verdaderamente importa no hay entre ellos disensiones ni titubeos. Todos se saben, con orgullo y humildad, pescadores de hombres, ungidos por Dios para predicar la buena nueva. Se saben depositarios de una gracia que es testimonio de la fidelidad de Dios al hombre; y esa certeza les basta para vivir.

Sólo cuando entendemos la razón última de su vocación podemos comprender la naturaleza de su servicio. Sólo entonces entendemos el sacrificio de esos curas rurales que atienden media docena de parroquias en pueblos que ni siquiera figuran en el mapa; sólo entonces entendemos el pundonor de esos curas ya achacosos que siguen levantándose de la cama cuando suena un teléfono en mitad de la noche y una voz les requiere para administrar los sacramentos a un moribundo; sólo entonces entendemos el coraje de esos chavales que ingresan en un seminario, contrariando las inercias de una época que ha renunciado al espíritu; sólo entonces entendemos la epopeya anónima de tantos curas que se desvelan por los pobres, que se vuelcan en los ancianos y en los enfermos, que encuentran siempre un rato libre para donarlo a quienes se acercan a ellos en busca de consuelo espiritual. Yo he tenido la suerte de conocer a algunos de estos curas, he tenido la suerte de disfrutar de su amistad y de sentirme querido por ellos, de sentirme salvado por ellos. He tenido la suerte de compartir sus tribulaciones y de escuchar sus inquietudes; y he comprobado que, en su rica e inabarcable diversidad, son todos uno y lo mismo: hombres que han elegido servir a otros hombres, hombres que renuevan cada día el misterio de la Redención, que se calcinan en el desempeño de su ministerio sin pedir nada a cambio, en un ejercicio de generosidad insomne que nunca dejará de asombrarme. Son curas, sin adjetivos ni aderezos. El día en que dejaran de existir el mundo se apagaría, habría perdido la esperanza.

Fuente: Diario Abc, Madrid, 4 de abril de 2007