Su santidad Benedicto XVI y el sacerdocio

Su Santidad Benedicto XVI y el sacerdocio
-recopilación de textos-

Benedicto XVI - Wikipedia, la enciclopedia libre
Índice

2005________________________________________ 2

Mensaje los sacerdotes su primer Mensaje como Romano Pontífice
Homilía en la Misa de inauguración del Pontificado
Discurso a los presbíteros y diáconos de Roma
Homilía en la Misa de ordenación sacerdotal
Homilía en la Misa de Corpus Christi
Homilía en la Misa de Clausura del Congreso Eucarístico Italiano
Angelus__________________________________
Discurso a los sacerdotes de la diócesis de Aosta
Discurso a los seminaristas en Colonia en el viaje apostólico a Alemania
Homilía en Colonia, Alemania_________________
Angelus__________________________________
Angelus__________________________________
Discurso a los Obispos nombrados el último año
Angelus__________________________________
Encuentro de catequesis y de oración con los niños de primera comunión

2006_______________________________________

Discurso a la comunidad del colegio Capránica
Discurso a la comunidad del Seminario Romano Mayor
Discurso a un grupo de sacerdotes seminaristas de la Iglesia Ortodoxa de Grecia
Encuentro con los sacerdotes y diáconos de la diócesis de Roma
Mensaje para la XLIII Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones
Homilía en la Misa Crismal__________________
Homilía en la Santa Misa «in Cena Domini»_____
Mensaje para la XLIII jornada mundial de oración por las vocaciones
Homilía en la ordenación sacerdotal de 15 diáconos de la diócesis de Roma
Regina Caeli_____________________________
Discurso al primer grupo de obispos de Canadá en visita “Ad Limina”
Discurso en su encuentro con el Clero de Polonia
Discurso a los religiosos, religiosas y seminaristas representantes de los movimientos eclesiales en Polonia________________________________________
Homilía en la Misa de Corpus Christi__________
Angelus_________________________________
Encuentro con los sacerdotes de la diócesis de Albano
Homilía en las Vísperas Marianas con religiosos y seminaristas

2005


En este año, por lo tanto, se tendrá que celebrar con relieve particular la solemnidad del Corpus Christi. La Eucaristía será el centro de la Jornada Mundial de la Juventud en Colonia y en octubre, de la Asamblea Ordinaria del Sínodo de los Obispos, cuyo tema será: «La Eucaristía, fuente y cumbre de la vida y la misión de la Iglesia». Les pido a todos que intensifiquen en los próximos meses el amor y la devoción a Jesús Eucaristía y que expresen con valentía y claridad la fe en la esperanza real del Señor, sobre todo mediante la solemnidad y la dignidad de las celebraciones.

Lo pido de modo especial a los sacerdotes, en los que pienso en este momento con gran afecto. El sacerdocio ministerial nació en el Cenáculo, junto con la Eucaristía, como tantas veces subrayó mi venerado predecesor Juan Pablo II. "La existencia sacerdotal ha de tener, por un título especial, 'forma eucarística', escribió en su última carta para el Jueves Santo. A este fin contribuye sobre todo la devota celebración cotidiana de la Santa Misa, centro de la vida y de la misión del cada sacerdote.
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Roma, 24 de abril de 2005

El Palio indica primeramente que Cristo nos lleva a todos nosotros. Pero, al mismo tiempo, nos invita a llevarnos unos a otros. Se convierte así en el símbolo de la misión del pastor del que hablan la segunda lectura y el Evangelio de hoy.

La santa inquietud de Cristo ha de animar al pastor: no es indiferente para él que muchas personas vaguen por el desierto. Y hay muchas formas de desierto: el desierto de la pobreza, el desierto del hambre y de la sed; el desierto del abandono, de la soledad, del amor quebrantado. Existe también el desierto de la oscuridad de Dios, del vacío de las almas que ya no tienen conciencia de la dignidad y del rumbo del hombre. Los desiertos exteriores se multiplican en el mundo, porque se han extendido los desiertos interiores. Por eso, los tesoros de la tierra ya no están al servicio del cultivo del jardín de Dios, en el que todos puedan vivir, sino subyugados al poder de la explotación y la destrucción.

La Iglesia en su conjunto, así como sus Pastores, han de ponerse en camino como Cristo para rescatar a los hombres del desierto y conducirlos al lugar de la vida, hacia la amistad con el Hijo de Dios, hacia Aquel que nos da la vida, y la vida en plenitud. El símbolo del cordero tiene todavía otro aspecto. Era costumbre en el antiguo Oriente que los reyes se llamaran a sí mismos pastores de su pueblo. Era una imagen de su poder, una imagen cínica: para ellos, los pueblos eran como ovejas de las que el pastor podía disponer a su agrado. Por el contrario, el pastor de todos los hombres, el Dios vivo, se ha hecho él mismo cordero, se ha puesto de la parte de los corderos, de los que son pisoteados y sacrificados. Precisamente así se revela Él como el verdadero pastor: "Yo soy el buen pastor [...]. Yo doy mi vida por las ovejas", dice Jesús de sí mismo (Jn 10, 14s.).
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Basílica de San Juan de Letrán, 13 de mayo de 2005

Queridos sacerdotes y diáconos, que prestáis vuestro servicio pastoral a la diócesis de Roma: Me alegra encontrarme con vosotros al comienzo de mi ministerio de Obispo de esta Iglesia, "que preside en el amor". Saludo con afecto al cardenal vicario, al que agradezco las amables palabras que me ha dirigido, al vicegerente y a los obispos auxiliares. Os saludo cordialmente a cada uno de vosotros, y deseo expresaros desde este primer encuentro mi gratitud por vuestro trabajo diario en la viña del Señor.

La extraordinaria experiencia de fe que vivimos con ocasión de la muerte de nuestro amadísimo Papa Juan Pablo II nos mostró una Iglesia de Roma profundamente unida, llena de vida y de fervor: todo esto es también fruto de vuestra oración y de vuestro apostolado. Así, en la humilde adhesión a Cristo, único Señor, podemos y debemos promover juntos la "ejemplaridad" de la Iglesia de Roma, que es servicio genuino a las Iglesias hermanas presentes en el mundo entero. En efecto, el vínculo indisoluble entre romanum y petrinum implica y requiere la participación de la Iglesia de Roma en la solicitud universal de su Obispo. Pero la responsabilidad de esta participación os incumbe de modo especial a vosotros, queridos sacerdotes y diáconos, unidos a vuestro Obispo por el vínculo sacramental y constituidos sus valiosos colaboradores. Por eso, cuento con vosotros, con vuestra oración, con vuestra acogida y vuestra entrega, para que nuestra amada diócesis corresponda cada vez más generosamente a la vocación que el Señor le ha encomendado. Por mi parte, os digo: a pesar de mis límites, podéis contar con la sinceridad de mi afecto paterno por todos vosotros.

Queridos sacerdotes, la calidad de vuestra vida y de vuestro servicio pastoral parece indicar que, tanto en esta diócesis como en muchas otras del mundo, ya ha pasado el tiempo de la crisis de identidad que afectó a tantos sacerdotes. Pero están aún muy presentes las causas de "desierto espiritual" que afligen a la humanidad de nuestro tiempo y, consiguientemente, minan también a la Iglesia que vive en esta humanidad. ¿Cómo no temer que puedan asechar también la vida de los sacerdotes? Por tanto, es indispensable volver siempre de nuevo a la raíz de nuestro sacerdocio. Como bien sabemos, esta raíz es una sola: Jesucristo nuestro Señor. Él es el enviado del Padre, él es la piedra angular (cf. 1 P 2, 7). En él, en el misterio de su muerte y resurrección, viene el reino de Dios y se realiza la salvación del género humano. Pero este Jesús no tiene nada que le pertenezca; es totalmente del Padre y para el Padre. Por eso, dice que su doctrina no es suya, sino de aquel que lo envió (cf. Jn 7, 16): el Hijo no puede hacer nada por su cuenta (cf. Jn 5, 19. 30).

Queridos amigos, esta es también la verdadera naturaleza de nuestro sacerdocio. En realidad, todo lo que constituye nuestro ministerio no puede ser producto de nuestra capacidad personal. Esto vale para la administración de los sacramentos, pero vale también para el servicio de la Palabra: no hemos sido enviados a anunciarnos a nosotros mismos o nuestras opiniones personales, sino el misterio de Cristo y, en él, la medida del verdadero humanismo. Nuestra misión no consiste en decir muchas palabras, sino en hacernos eco y ser portavoces de una sola "Palabra", que es el Verbo de Dios hecho carne por nuestra salvación.

Por tanto, valen también para nosotros las palabras de Jesús: "Mi doctrina no es mía, sino del que me ha enviado" (Jn 7, 16). Queridos sacerdotes de Roma, el Señor nos llama amigos, nos hace amigos suyos, confía en nosotros, nos encomienda su cuerpo en la Eucaristía, nos encomienda su Iglesia. Así pues, debemos ser en verdad sus amigos, tener sus mismos sentimientos, querer lo que él quiere y no querer lo que él no quiere. Jesús mismo nos dice: "Si me amáis, guardaréis mis mandamientos" (Jn 15, 14). Este debe ser nuestro propósito común: hacer todos juntos su santa voluntad, en la que está nuestra libertad y nuestra alegría.

Al tener su raíz en Cristo, el sacerdocio es, por su misma naturaleza, en la Iglesia y para la Iglesia. En efecto, la fe cristiana no es algo puramente espiritual e interior, y nuestra relación con Cristo no es sólo subjetiva y privada. Al contrario, es una relación totalmente concreta y eclesial. A su vez, el sacerdocio ministerial tiene una relación constitutiva con el cuerpo de Cristo, en su doble e inseparable dimensión de Eucaristía e Iglesia, de cuerpo eucarístico y cuerpo eclesial. Por eso, nuestro ministerio es amoris officium (san Agustín, In Ioannis evangelium tractatus 123, 5), es el oficio del buen pastor, que da su vida por la ovejas (cf. Jn 10, 14-15).

En el misterio eucarístico, Cristo se entrega siempre de nuevo, y precisamente en la Eucaristía aprendemos el amor de Cristo y, por consiguiente, el amor a la Iglesia. Así pues, repito con vosotros, queridos hermanos en el sacerdocio, las inolvidables palabras de Juan Pablo II: "La santa misa es, de modo absoluto, el centro de mi vida y de toda mi jornada" (Discurso con ocasión del trigésimo aniversario del decreto Presbyterorum ordinis, 27 de octubre de 1995, n. 4: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 3 de noviembre de 1995, p. 6). Y cada uno de nosotros puede repetir estas palabras como si fueran suyas: "La santa misa es, de modo absoluto, el centro de mi vida y de toda mi jornada".

Del mismo modo, la obediencia a Cristo, que corrige la desobediencia de Adán, se concreta en la obediencia eclesial, que para el sacerdote, en la práctica diaria, es ante todo obediencia a su obispo. Pero en la Iglesia la obediencia no es algo formal; es obediencia a aquel que, a su vez, es obediente y representa a Cristo obediente. Todo esto no anula ni atenúa las exigencias concretas de la obediencia, sino que asegura su profundidad teologal y su dimensión católica: en el obispo obedecemos a Cristo y a la Iglesia, que él representa en este lugar.

Jesucristo fue enviado por el Padre, con la fuerza del Espíritu, para la salvación de toda la familia humana, y los sacerdotes, a través de la gracia del sacramento, participamos en su misión. Como escribe el apóstol san Pablo, "Dios (...) nos confió el ministerio de la reconciliación. (...) Somos, pues, embajadores de Cristo, como si Dios exhortara por medio de nosotros. En nombre de Cristo os suplicamos: ¡reconciliaos con Dios!" (2 Co 5, 18-20). Así describe san Pablo nuestra misión de sacerdotes. Por eso, en la homilía que pronuncié antes del Cónclave, hablé de una "santa inquietud" que debe animarnos, la inquietud por llevar a todos el don de la fe, por ofrecer a todos la salvación, la única que permanece eternamente. En una ciudad tan grande como Roma, que, por una parte, está tan impregnada de la fe y, sin embargo, hay tantas personas que no han percibido realmente en su corazón el anuncio de la fe, con mayor razón debemos estar animados por esta inquietud por llevar esta alegría, este centro de la vida, que le da sentido y orientación.

Queridos hermanos sacerdotes de Roma, Cristo resucitado nos llama a ser sus testigos y nos da la fuerza de su Espíritu para serlo verdaderamente. Por consiguiente, es necesario estar con él (cf. Mc 3, 14; Hch 1, 21-23). Como en la primera descripción del "munus apostolicum", en el capítulo 3 de san Marcos, se describe lo que el Señor pensaba que debería ser el significado de un apóstol: estar con él y estar disponible para la misión. Las dos cosas van juntas y sólo estando con él estamos también siempre en movimiento con el Evangelio hacia los demás. Por tanto, es esencial estar con él y así sentimos la inquietud y somos capaces de llevar la fuerza y la alegría de la fe a los demás, de dar testimonio con toda nuestra vida y no sólo con las palabras.

Valen para nosotros las palabras del apóstol san Pablo: "Predicar el Evangelio no es para mí ningún motivo de gloria; es más bien un deber que me incumbe. Y ¡ay de mí si no predicara el Evangelio! (...) Efectivamente, siendo libre de todos, me he hecho esclavo de todos para ganar a los más que pueda. (...) Me he hecho todo a todos para salvar a toda costa a algunos" (1 Co 9, 16-22). Estas palabras, que son el autorretrato del apóstol, nos presentan también el retrato de todo sacerdote. Este "hacerse todo a todos" se manifiesta en la cercanía diaria, en la atención a toda persona y familia: al respecto, vosotros, sacerdotes de Roma, tenéis una gran tradición —lo digo con profunda convicción—, y la estáis honrando también hoy, que la ciudad se ha extendido tanto y ha cambiado profundamente. Como bien sabéis, es decisivo que la cercanía y la atención a todos se realicen siempre en nombre de Cristo y tiendan constantemente a llevar a él.

Naturalmente, para cada uno de vosotros, de nosotros, esta cercanía y esta entrega tienen un coste personal: significan tiempo, preocupaciones, gasto de energías. Conozco vuestro trabajo diario, y quiero daros las gracias de parte del Señor. Pero también quisiera ayudaros, en la medida de mis posibilidades, a no ceder ante este trabajo. Para poder resistir y, más aún, para crecer, como personas y como sacerdotes, es fundamental ante todo la comunión íntima con Cristo, cuyo alimento era hacer la voluntad del Padre (cf. Jn 4, 34): todo lo que hacemos, lo hacemos en comunión con él, y así recobramos siempre de nuevo la unidad de nuestra vida entre tantas dispersiones, favorecidas por las diversas ocupaciones de cada día.

Del Señor Jesucristo, que se sacrificó a sí mismo para hacer la voluntad del Padre, aprendemos además el arte de la ascesis sacerdotal, que también hoy es necesaria: no hay que situarla junto a la acción pastoral, como un fardo añadido que hace aún más pesada nuestra jornada. Al contrario, en la acción misma debemos aprender a superarnos, a dejar y dar nuestra vida.

Pero, para que todo eso se realice realmente en nosotros, para que realmente nuestra acción sea en sí misma nuestra ascesis y nuestra entrega, para que todo eso no se quede sólo en un deseo, necesitamos sin duda momentos para recuperar nuestras energías, también físicas, y, sobre todo, para orar y meditar, volviendo a entrar en nuestra interioridad y encontrando dentro de nosotros al Señor. Por eso, el tiempo para estar en presencia de Dios en la oración es una verdadera prioridad pastoral; no es algo añadido al trabajo pastoral; estar en presencia del Señor es una prioridad pastoral: en definitiva, la más importante. Nos lo mostró del modo más concreto y luminoso Juan Pablo II en todas las circunstancias de su vida y de su ministerio.

Queridos sacerdotes, jamás destacaremos suficientemente cuán fundamental y decisiva es nuestra respuesta personal a la llamada a la santidad. Esta es la condición no sólo para que nuestro apostolado personal sea fecundo, sino también, y más ampliamente, para que el rostro de la Iglesia refleje la luz de Cristo (cf. Lumen Gentium, 1), induciendo así a los hombres a reconocer y adorar al Señor. Debemos acoger la exhortación del apóstol san Pablo a reconciliarnos con Dios (cf. 2 Co 5, 20), ante todo en nosotros mismos, pidiendo al Señor, con corazón sincero y con espíritu decidido y valiente, que aleje de nosotros todo lo que nos separa de él y está en contraste con la misión que hemos recibido. Tenemos la seguridad de que el Señor, que es misericordioso, nos lo concederá.

Mi ministerio de Obispo de Roma se sitúa en la línea del de mis predecesores, acogiendo en particular la valiosa herencia que ha dejado Juan Pablo II: por este sendero, queridos sacerdotes y diáconos, caminamos juntos con serenidad y confianza. Seguiremos tratando de hacer crecer la comunión dentro de la gran familia de la Iglesia diocesana y colaborando para incrementar la orientación misionera de nuestra pastoral, de acuerdo con las líneas de fondo del Sínodo romano, traducidas con particular eficacia en la experiencia de la Misión ciudadana.

Roma es una diócesis muy grande, y es una diócesis realmente especial, por la solicitud universal que el Señor ha encomendado a su Obispo. Por eso, queridos sacerdotes, vuestra relación con el Obispo diocesano, que por desgracia soy yo, no puede tener la inmediatez diaria que yo desearía y que es posible en otras situaciones. Pero a través de la obra del cardenal vicario y de los obispos auxiliares, a los que expreso mi profunda gratitud, puedo estar concretamente cerca de cada uno de vosotros, en las alegrías y en las dificultades que acompañan el camino de todo sacerdote.

Sobre todo, deseo aseguraros la cercanía más profunda y decisiva que une al Obispo con sus sacerdotes y sus diáconos, en la oración diaria. Y tened la seguridad de que realmente el clero de Roma está particularmente presente en mi oración. Y estamos cercanos en la fe y en el amor a Cristo y en nuestra consagración a María, Madre del único y Sumo Sacerdote. Precisamente de nuestra unión con Cristo y con la Virgen se alimentan la serenidad y la confianza que todos necesitamos, tanto para el trabajo apostólico como para nuestra existencia personal.

Queridos sacerdotes y diáconos, estas son algunas consideraciones que deseaba proponer a vuestra atención. Ahora, antes de daros la palabra a vosotros, para vuestras preguntas y reflexiones, quiero anunciar también una noticia muy alegre. Tenemos una comunicación que ha llegado hoy. La escribe el cardenal Saraiva Martins, prefecto de la Congregación para las causas de los santos, juntamente con su excelencia Nowak, secretario de la misma Congregación.

A petición del eminentísimo y reverendísimo señor cardenal Camillo Ruini, vicario general de Su Santidad para la diócesis de Roma, el Sumo Pontífice Benedicto XVI, teniendo en cuenta las peculiares circunstancias expuestas, en la audiencia concedida al mismo cardenal vicario general el día 28 del mes de abril de este año 2005, ha dispensado del tiempo de cinco años de espera después de la muerte del siervo de Dios Juan Pablo II (Karol Wojtyla), Sumo Pontífice, de modo que la causa de beatificación y canonización del mismo siervo de Dios pueda comenzar enseguida.
No obstante cualquier cosa en contrario.

Dado en Roma, en la sede de esta Congregación para las causas de los santos, el día 9 del mes de mayo del año del Señor 2005.

Cardenal JOSÉ SARAIVA MARTINS
Prefecto

EDWARD NOWAK
Arzobispo titular de Luni
Secretario

Ahora os doy la palabra a vosotros. Al final, trataré de dar una respuesta en la medida de las posibilidades.

Terminadas las intervenciones, el Papa improvisó el siguiente discurso

Al final, sólo puedo dar las gracias por la riqueza y la profundidad de estas aportaciones, en las que se refleja un presbiterio lleno de entusiasmo, de amor a Cristo y de amor a la grey que nos ha sido encomendada, de amor a los pobres. Y no sólo de la ciudad de Roma, sino realmente de la Iglesia universal, de todos nuestros hermanos. Gracias también por el afecto que me habéis expresado, que para mí constituye una gran ayuda.

No quiero ahora entrar en detalles de lo que se ha dicho. Sería útil continuar una verdadera discusión, y espero que se presenten oportunidades de entablar una discusión concreta, con preguntas y respuestas. En este momento expreso simplemente mi gratitud por todo. Conozco realmente vuestro compromiso pastoral; sé que queréis construir la Iglesia de Cristo aquí en Roma; sé que buscáis también la manera de trabajar mejor, y que todo brota de un gran amor al Señor y a la Iglesia.

Quisiera sólo aludir a tres o cuatro puntos que he retenido en la memoria. Habéis hablado de unión entre romanidad y universalidad. Me parece un punto muy importante. Por una parte, esta es una verdadera Iglesia local, que debe vivir como tal. Hay personas que sufren, que viven, que quieren creer o no logran creer. Aquí debe crecer en las parroquias la Iglesia de Roma con su gran responsabilidad por el mundo, porque, en cierto modo, lleva en sí el mandato de "ejemplaridad", a fin de que en la Iglesia de Roma se refleje el rostro de la Iglesia como tal y sea un modelo para las demás Iglesias locales. Para poder ser modelo, nosotros mismos debemos ser una Iglesia local que se comprometa todos los días en el trabajo humilde que exige el ser Iglesia en un lugar determinado y en un tiempo determinado.

Habéis hablado de la parroquia como estructura fundamental, ayudada y enriquecida por los movimientos. Y me parece que precisamente durante el pontificado del Papa Juan Pablo II se creó una fecunda unión entre el elemento constante de la estructura parroquial y el elemento —digamos— "carismático", que ofrece nuevas iniciativas, nuevas inspiraciones, nuevas animaciones. Bajo la sabia guía del cardenal vicario y de los obispos auxiliares, todos los párrocos pueden juntos ser realmente responsables del crecimiento de la parroquia, asumiendo todos los elementos que pueden venir de los movimientos y de la realidad viva de la Iglesia en diversas dimensiones.

Pero quería hablar también de esta relación entre romanidad y universalidad. Uno de nuestros hermanos ha hablado de nuestra responsabilidad con respecto a África. Hemos visto cómo en Roma está presente África, está presente la India, está presente el mundo entero. Y esta presencia de nuestros hermanos no sólo nos obliga a pensar en nosotros, sino también a sentir, precisamente en este momento histórico, en todas estas circunstancias que conocemos, la presencia de los demás continentes. Me parece que en este momento tenemos una responsabilidad particular con respecto a África, a América Latina y Asia, donde el cristianismo —con excepción de Filipinas— se encuentra aún en gran minoría, aunque crece con fuerza en la India y se presenta como una fuerza del futuro.

Así pues, pensemos también precisamente en esta responsabilidad. África es un continente de grandísimas potencialidades, de grandísima generosidad por parte de la gente, con una fe viva que impresiona. Pero debemos confesar que Europa no sólo ha exportado la fe en Cristo, sino también todos los vicios del viejo continente. Ha exportado el sentido de la corrupción, ha exportado la violencia, que ahora está devastando África. Y debemos reconocer nuestra responsabilidad de hacer que la exportación de la fe, que responde a la espera íntima de todo ser humano, sea más fuerte que la exportación de los vicios de Europa. Me parece que esta es una gran responsabilidad.

Aún se realiza comercio de armas. Se explotan los tesoros de esa tierra. Por eso los cristianos debemos hacer todo lo posible para que llegue la fe y con la fe la fuerza para resistir a esos vicios y reconstruir un África cristiana, que sea un África feliz, un gran continente del nuevo humanismo.

Se ha hablado asimismo de que, por una parte, existe la necesidad de anunciar, hablar, pero también de escuchar. Y me parece que esto es importante, en dos sentidos. Por una parte, el sacerdote, el diácono, el catequista, el religioso, la religiosa, deben anunciar, ser testigos. Pero, precisamente por esto deben escuchar, en dos sentidos: por una parte, con el alma abierta a Cristo, escuchando interiormente su palabra, a fin de asimilarla de modo que transforme y forme mi ser; y, por otra, escuchando a la humanidad de hoy, al prójimo, al hombre de mi parroquia, al hombre con respecto al cual yo tengo cierta responsabilidad. Naturalmente, al escuchar al mundo de hoy, que existe también en nosotros, escuchamos todos los problemas, todas las dificultades que se oponen a la fe. Y debemos ser capaces de tomar en serio esos problemas.

San Pedro, primer obispo de Roma, en su primera carta dice que los cristianos debemos estar dispuestos a dar razón de nuestra fe. Esto supone que nosotros mismos hemos comprendido la razón de la fe, hemos "digerido" en realidad, también racionalmente, con el corazón, con la sabiduría del corazón, esta palabra, que puede realmente ser una respuesta para los demás.

En la primera carta de san Pedro, en el texto griego, con un hermoso juego de palabras, se dice: "apología", respuesta del "logos", de la razón de nuestra fe. Es decir, el "logos", la razón de la fe, la palabra de la fe debe transformarse en respuesta de la fe. Y sabemos bien que para la gente de hoy el lenguaje de la fe a menudo resulta lejano; sólo puede resultar cercano si en nosotros se transforma en lenguaje de nuestro tiempo. Nosotros somos contemporáneos, vivimos en este tiempo, con estos pensamientos, con estos afectos. Si está transformado en nosotros, puede encontrar respuesta.

Naturalmente, reconozco —lo sabemos todos— que muchos no son inmediatamente capaces de identificarse, de comprender, de asimilar toda la doctrina de la Iglesia. Me parece importante primero despertar esta intención de creer con la Iglesia, aunque personalmente alguno pueda no haber asimilado aún muchos detalles. Es necesario tener esta voluntad de creer con la Iglesia, confiar en que esta Iglesia —la comunidad no sólo de dos mil años de peregrinación del pueblo de Dios, sino también la comunidad que abraza el cielo y la tierra, la comunidad en la que están presentes asimismo todos los justos de todos los tiempos—, animada por el Espíritu Santo, está realmente guiada por el Espíritu, y, por tanto, es el verdadero sujeto de la fe. Y cada persona se inserta en este sujeto, se adhiere a él y, por consiguiente, aunque no esté totalmente penetrada por él, confía y participa en la fe de la Iglesia, quiere creer con la Iglesia.

Me parece que esta es la peregrinación permanente de nuestra vida: llegar con nuestro pensamiento, con nuestro afecto, con toda nuestra vida, a la comunión de la fe. Esto lo podemos ofrecer a todos, para que poco a poco se identifiquen y sobre todo para que den siempre de nuevo este paso fundamental: confiar en la fe de la Iglesia, insertarse en esta peregrinación de la fe, de forma que puedan recibir la luz de la fe.

Por último, quisiera agradecer una vez más la contribución que se ha dado aquí con respecto al cristocentrismo, a la necesidad de que nuestra fe esté siempre alimentada por el encuentro personal con Cristo, por una amistad personal con Jesús. Romano Guardini dijo con razón, hace setenta años, que la esencia del cristianismo no es una idea, sino una Persona. Grandes teólogos habían intentado describir las ideas esenciales constitutivas del cristianismo. Pero el cristianismo que habían delineado, al final resultaba algo poco convincente. Porque el cristianismo es, en primer lugar, un Acontecimiento, una Persona. Y en la Persona encontramos luego la riqueza de los contenidos. Esto es importante.

Me parece que aquí hallamos también una respuesta a una dificultad que se escucha a menudo hoy sobre la dimensión misionera de la Iglesia. Muchos señalan la tentación de pensar con respecto a los demás de esta manera: "Pero, ¿por qué no los dejamos en paz? Tienen su autenticidad, su verdad. Nosotros tenemos la nuestra. Por tanto, convivamos pacíficamente, dejando a cada uno como es, para que busque del mejor modo posible su autenticidad".

Pero, ¿cómo podemos encontrar nuestra autenticidad si realmente en lo más profundo de nuestro corazón existe la expectativa de Jesús, y la verdadera autenticidad de cada uno se encuentra precisamente en la comunión con Cristo, y no sin Cristo? Dicho de otra manera: si nosotros hemos encontrado al Señor y si él es la luz y la alegría de nuestra vida, ¿estamos seguros de que a quien no ha encontrado a Cristo no le falta algo esencial y de que no tenemos el deber de ofrecerle esa realidad esencial?

Luego, dejemos al Espíritu Santo y a la libertad de cada uno lo que suceda. Pero, si estamos convencidos y tenemos la experiencia de que sin Cristo la vida es incompleta, de que falta algo, la realidad fundamental, también debemos estar convencidos de que no cometemos ninguna injusticia contra nadie si le mostramos a Cristo y le ofrecemos la posibilidad de encontrar así también su verdadera autenticidad, la alegría de haber hallado la vida.

Al final, quisiera dar las gracias a todos los miembros del presbiterio y de la comunidad eclesial de Roma, a los párrocos, a los vicepárrocos, a todos los colaboradores en las diversas funciones, a los diáconos, a los catequistas, sobre todo a los religiosos y a las religiosas, que son como el corazón también de la vida eclesial de una diócesis. Gracias por el testimonio que nos han dado. Sigamos adelante todos juntos, animados por el amor a Cristo. Y así iremos bien.
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Solemnidad de Pentecostés, Domingo 15 de mayo de 2005

Queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio; queridos ordenandos; queridos hermanos y hermanas:

La primera lectura y el evangelio del domingo de Pentecostés nos presentan dos grandes imágenes de la misión del Espíritu Santo. La lectura de los Hechos de los Apóstoles narra cómo el Espíritu Santo, el día de Pentecostés, bajo los signos de un viento impetuoso y del fuego, irrumpe en la comunidad orante de los discípulos de Jesús y así da origen a la Iglesia.

Para Israel, Pentecostés se había transformado de fiesta de la cosecha en fiesta conmemorativa de la conclusión de la alianza en el Sinaí. Dios había mostrado su presencia al pueblo a través del viento y del fuego, después le había dado su ley, los diez mandamientos. Sólo así la obra de liberación, que comenzó con el éxodo de Egipto, se había cumplido plenamente: la libertad humana es siempre una libertad compartida, un conjunto de libertades. Sólo en una armonía ordenada de las libertades, que muestra a cada uno el propio ámbito, puede mantenerse una libertad común.

Por eso el don de la ley en el Sinaí no fue una restricción o una abolición de la libertad, sino el fundamento de la verdadera libertad. Y, dado que un justo ordenamiento humano sólo puede mantenerse si proviene de Dios y si une a los hombres en la perspectiva de Dios, a una organización ordenada de las libertades humanas no pueden faltarle los mandamientos que Dios mismo da. Así, Israel llegó a ser pueblo de forma plena precisamente a través de la alianza con Dios en el Sinaí. El encuentro con Dios en el Sinaí podría considerarse como el fundamento y la garantía de su existencia como pueblo.

El viento y el fuego, que bajaron sobre la comunidad de los discípulos de Cristo reunida en el Cenáculo, constituyeron un desarrollo ulterior del acontecimiento del Sinaí y le dieron nueva amplitud. En aquel día, como refieren los Hechos de los Apóstoles, se encontraban en Jerusalén, "judíos piadosos (...) de todas las naciones que hay bajo el cielo" (Hch 2, 5). Y entonces se manifestó el don característico del Espíritu Santo: todos ellos comprendían las palabras de los Apóstoles: "La gente (...) les oía hablar cada uno en su propia lengua" (Hch 2, 6).

El Espíritu Santo da el don de comprender. Supera la ruptura iniciada en Babel -la confusión de los corazones, que nos enfrenta unos a otros-, y abre las fronteras. El pueblo de Dios, que había encontrado en el Sinaí su primera configuración, ahora se amplía hasta la desaparición de todas las fronteras. El nuevo pueblo de Dios, la Iglesia, es un pueblo que proviene de todos los pueblos. La Iglesia, desde el inicio, es católica, esta es su esencia más profunda.

San Pablo explica y destaca esto en la segunda lectura, cuando dice: "Porque en un solo Espíritu hemos sido todos bautizados, para no formar más que un cuerpo, judíos y griegos, esclavos y libres. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu" (1 Co 12, 13). La Iglesia debe llegar a ser siempre nuevamente lo que ya es: debe abrir las fronteras entre los pueblos y derribar las barreras entre las clases y las razas. En ella no puede haber ni olvidados ni despreciados. En la Iglesia hay sólo hermanos y hermanas de Jesucristo libres.

El viento y el fuego del Espíritu Santo deben abrir sin cesar las fronteras que los hombres seguimos levantando entre nosotros; debemos pasar siempre nuevamente de Babel, de encerrarnos en nosotros mismos, a Pentecostés. Por tanto, debemos orar siempre para que el Espíritu Santo nos abra, nos otorgue la gracia de la comprensión, de modo que nos convirtamos en el pueblo de Dios procedente de todos los pueblos; más aún, san Pablo nos dice: en Cristo, que como único pan nos alimenta a todos en la Eucaristía y nos atrae a sí en su cuerpo desgarrado en la cruz, debemos llegar a ser un solo cuerpo y un solo espíritu.

La segunda imagen del envío del Espíritu Santo, que encontramos en el evangelio, es mucho más discreta. Pero precisamente así permite percibir toda la grandeza del acontecimiento de Pentecostés. El Señor resucitado, a través de las puertas cerradas, entra en el lugar donde se encontraban los discípulos y los saluda dos veces diciendo: "La paz con vosotros".

Nosotros cerramos continuamente nuestras puertas; continuamente buscamos la seguridad y no queremos que nos molesten ni los demás ni Dios. Por consiguiente, podemos suplicar continuamente al Señor sólo para que venga a nosotros, superando nuestra cerrazón, y nos traiga su saludo. "La paz con vosotros": este saludo del Señor es un puente, que él tiende entre el cielo y la tierra. Él desciende por este puente hasta nosotros, y nosotros podemos subir por este puente de paz hasta él.

Por este puente, siempre junto a él, debemos llegar también hasta el prójimo, hasta aquel que tiene necesidad de nosotros. Precisamente abajándonos con Cristo, nos elevamos hasta él y hasta Dios: Dios es amor y, por eso, el descenso, el abajamiento que nos pide el amor, es al mismo tiempo la verdadera subida. Precisamente así, al abajarnos, al salir de nosotros mismos, alcanzamos la altura de Jesucristo, la verdadera altura del ser humano.

Al saludo de paz del Señor siguen dos gestos decisivos para Pentecostés; el Señor quiere que su misión continúe en los discípulos: "Como el Padre me envió, también yo os envío" (Jn 20, 21).
Después de lo cual, sopla sobre ellos y dice: "Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos" (Jn 20, 23). El Señor sopla sobre sus discípulos, y así les da el Espíritu Santo, su Espíritu. El soplo de Jesús es el Espíritu Santo.

Aquí reconocemos, ante todo, una alusión al relato de la creación del hombre en el Génesis, donde se dice: "El Señor Dios formó al hombre con polvo del suelo, e insufló en sus narices aliento de vida" (Gn 2, 7). El hombre es esta criatura misteriosa, que proviene totalmente de la tierra, pero en la que se insufló el soplo de Dios. Jesús sopla sobre los Apóstoles y les da de modo nuevo, más grande, el soplo de Dios. En los hombres, a pesar de todos sus límites, hay ahora algo absolutamente nuevo, el soplo de Dios. La vida de Dios habita en nosotros. El soplo de su amor, de su verdad y de su bondad.

Así, también podemos ver aquí una alusión al bautismo y a la confirmación, a esta nueva pertenencia a Dios, que el Señor nos da. El texto del evangelio nos invita a vivir siempre en el espacio del soplo de Jesucristo, a recibir la vida de él, de modo que él inspire en nosotros la vida auténtica, la vida que ya ninguna muerte puede arrebatar.

Al soplo, al don del Espíritu Santo, el Señor une el poder de perdonar. Hemos escuchado antes que el Espíritu Santo une, derriba las fronteras, conduce a unos hacia los otros. La fuerza, que abre y permite superar Babel, es la fuerza del perdón. Jesús puede dar el perdón y el poder de perdonar, porque él mismo sufrió las consecuencias de la culpa y las disolvió en las llamas de su amor. El perdón viene de la cruz; él transforma el mundo con el amor que se entrega. Su corazón abierto en la cruz es la puerta a través de la cual entra en el mundo la gracia del perdón. Y sólo esta gracia puede transformar el mundo y construir la paz.

Si comparamos los dos acontecimientos de Pentecostés, el viento impetuoso del quincuagésimo día y el soplo leve de Jesús en el atardecer de Pascua, podemos pensar en el contraste entre dos episodios que sucedieron en el Sinaí, de los que nos habla el Antiguo Testamento. Por una parte, está el relato del fuego, del trueno y del viento, que preceden a la promulgación de los diez mandamientos y a la conclusión de la alianza (cf. Ex 19 ss); por otra, el misterioso relato de Elías en el Horeb. Después de los dramáticos acontecimientos del monte Carmelo, Elías había escapado de la ira de Ajab y Jezabel. Luego, cumpliendo el mandato de Dios, había peregrinado hasta el monte Horeb.

El don de la alianza divina, de la fe en el Dios único, parecía haber desaparecido en Israel. Elías, en cierto modo, debía reavivar en el monte de Dios la llama de la fe y llevarla a Israel. En aquel lugar experimenta el huracán, el temblor de tierra y el fuego. Pero Dios no está presente en todo ello. Entonces, percibe el susurro de una brisa suave. Y Dios le habla desde esa brisa suave (cf. 1 R 19, 11-18).

¿No es precisamente lo que sucedió en la tarde de Pascua, cuando Jesús se apareció a sus Apóstoles, lo que nos enseña qué es lo que se quiere decir aquí? ¿No podemos ver aquí una prefiguración del siervo de Yahveh, del que Isaías dice: "No vociferará ni alzará el tono, y no hará oír en la calle su voz"? (Is 42, 2) ¿No se presenta así la humilde figura de Jesús como la verdadera revelación en la que Dios se manifiesta a nosotros y nos habla? ¿No son la humildad y la bondad de Jesús la verdadera epifanía de Dios?

Elías, en el monte Carmelo, había tratado de combatir el alejamiento de Dios con el fuego y con la espada, matando a los profetas de Baal. Pero, de ese modo no había podido restablecer la fe. En el Horeb debe aprender que Dios no está ni en el huracán, ni en el temblor de tierra ni en el fuego; Elías debe aprender a percibir el susurro de Dios y, así, a reconocer anticipadamente a aquel que ha vencido el pecado no con la fuerza, sino con su Pasión; a aquel que, con su sufrimiento, nos ha dado el poder del perdón. Este es el modo como Dios vence.

Queridos ordenandos, de este modo el mensaje de Pentecostés se dirige ahora directamente a vosotros. La escena de Pentecostés, en el evangelio de san Juan, habla de vosotros y a vosotros. A cada uno de vosotros, de modo muy personal, el Señor le dice: ¡la paz con vosotros!, ¡la paz contigo! Cuando el Señor dice esto, no da algo, sino que se da a sí mismo, pues él mismo es la paz (cf. Ef 2, 14).

En este saludo del Señor podemos vislumbrar también una referencia al gran misterio de la fe, a la santa Eucaristía, en la que él se nos da continuamente a sí mismo y, de este modo, nos da la verdadera paz. Así, este saludo se sitúa en el centro de vuestra misión sacerdotal: el Señor os confía el misterio de este sacramento. En su nombre podéis decir: "este es mi cuerpo", "esta es mi sangre". Dejaos atraer siempre de nuevo a la santa Eucaristía, a la comunión de vida con Cristo. Considerad como centro de toda jornada el poder celebrarla de modo digno. Conducid siempre de nuevo a los hombres a este misterio. A partir de ella, ayudadles a llevar la paz de Cristo al mundo.

En el evangelio que acabamos de escuchar resuena también una segunda expresión del Resucitado: "Como el Padre me envió, también yo os envío" (Jn 20, 21). Cristo os dice esto, de modo muy personal, a cada uno de vosotros. Con la ordenación sacerdotal, os insertáis en la misión de los Apóstoles. El Espíritu Santo es viento, pero no es amorfo. Es un Espíritu ordenado. Se manifiesta precisamente ordenando la misión, en el sacramento del sacerdocio, con la que continúa el ministerio de los Apóstoles. A través de este ministerio, os insertáis en la gran multitud de quienes, desde Pentecostés, han recibido la misión apostólica. Os insertáis en la comunión del presbiterio, en la comunión con el obispo y con el Sucesor de san Pedro, que aquí, en Roma, es también vuestro obispo.

Todos nosotros estamos insertados en la red de la obediencia a la palabra de Cristo, a la palabra de aquel que nos da la verdadera libertad, porque nos conduce a los espacios libres y a los amplios horizontes de la verdad. Precisamente en este vínculo común con el Señor podemos y debemos vivir el dinamismo del Espíritu. Como el Señor salió del Padre y nos dio luz, vida y amor, así la misión debe ponernos continuamente en movimiento, impulsarnos a llevar la alegría de Cristo a los que sufren, a los que dudan y también a los reacios.

Por último, está el poder del perdón. El sacramento de la penitencia es uno de los tesoros preciosos de la Iglesia, porque sólo en el perdón se realiza la verdadera renovación del mundo.
Nada puede mejorar en el mundo, si no se supera el mal. Y el mal sólo puede superarse con el perdón. Ciertamente, debe ser un perdón eficaz. Pero este perdón sólo puede dárnoslo el Señor. Un perdón que no aleja el mal sólo con palabras, sino que realmente lo destruye. Esto sólo puede suceder con el sufrimiento, y sucedió realmente con el amor sufriente de Cristo, del que recibimos el poder del perdón.

Finalmente, queridos ordenandos, os recomiendo el amor a la Madre del Señor. Haced como san Juan, que la acogió en lo más íntimo de su corazón. Dejaos renovar constantemente por su amor materno. Aprended de ella a amar a Cristo. Que el Señor bendiga vuestro camino sacerdotal. Amén.
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Basílica de San Juan de Letrán, Jueves 26 de mayo de 2005

Queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio; amados hermanos y hermanas:

En la fiesta del Corpus Christi la Iglesia revive el misterio del Jueves santo a la luz de la Resurrección. También el Jueves santo se realiza una procesión eucarística, con la que la Iglesia repite el éxodo de Jesús del Cenáculo al monte de los Olivos. En Israel, la noche de Pascua se celebraba en casa, en la intimidad de la familia; así, se hacía memoria de la primera Pascua, en Egipto, de la noche en que la sangre del cordero pascual, asperjada sobre el arquitrabe y sobre las jambas de las casas, protegía del exterminador. En aquella noche, Jesús sale y se entrega en las manos del traidor, del exterminador y, precisamente así, vence la noche, vence las tinieblas del mal. Sólo así el don de la Eucaristía, instituida en el Cenáculo, se realiza en plenitud: Jesús da realmente su cuerpo y su sangre. Cruzando el umbral de la muerte, se convierte en Pan vivo, verdadero maná, alimento inagotable a lo largo de los siglos. La carne se convierte en pan de vida.

En la procesión del Jueves santo la Iglesia acompaña a Jesús al monte de los Olivos: la Iglesia orante desea vivamente velar con Jesús, no dejarlo solo en la noche del mundo, en la noche de la traición, en la noche de la indiferencia de muchos. En la fiesta del Corpus Christi reanudamos esta procesión, pero con la alegría de la Resurrección. El Señor ha resucitado y va delante de nosotros.

En los relatos de la Resurrección hay un rasgo común y esencial; los ángeles dicen: el Señor "irá delante de vosotros a Galilea; allí le veréis" (Mt 28, 7). Reflexionando en esto con atención, podemos decir que el hecho de que Jesús "vaya delante" implica una doble dirección. La primera es, como hemos escuchado, Galilea. En Israel, Galilea era considerada la puerta hacia el mundo de los paganos. Y en realidad, precisamente en Galilea, en el monte, los discípulos ven a Jesús, el Señor, que les dice: "Id... y haced discípulos a todas las gentes" (Mt 28, 19).

La otra dirección del "ir delante" del Resucitado aparece en el evangelio de san Juan, en las palabras de Jesús a Magdalena: "No me toques, que todavía no he subido al Padre" (Jn 20, 17). Jesús va delante de nosotros hacia el Padre, sube a la altura de Dios y nos invita a seguirlo. Estas dos direcciones del camino del Resucitado no se contradicen; ambas indican juntamente el camino del seguimiento de Cristo. La verdadera meta de nuestro camino es la comunión con Dios; Dios mismo es la casa de muchas moradas (cf. Jn 14, 2 s). Pero sólo podemos subir a esta morada yendo "a Galilea", yendo por los caminos del mundo, llevando el Evangelio a todas las naciones, llevando el don de su amor a los hombres de todos los tiempos.

Por eso el camino de los Apóstoles se ha extendido hasta los "confines de la tierra" (cf. Hch 1, 6 s); así, san Pedro y san Pablo vinieron hasta Roma, ciudad que por entonces era el centro del mundo conocido, verdadera "caput mundi".

La procesión del Jueves santo acompaña a Jesús en su soledad, hacia el "via crucis". En cambio, la procesión del Corpus Christi responde de modo simbólico al mandato del Resucitado: voy delante de vosotros a Galilea. Id hasta los confines del mundo, llevad el Evangelio al mundo. Ciertamente, la Eucaristía, para la fe, es un misterio de intimidad. El Señor instituyó el sacramento en el Cenáculo, rodeado por su nueva familia, por los doce Apóstoles, prefiguración y anticipación de la Iglesia de todos los tiempos. Por eso, en la liturgia de la Iglesia antigua, la distribución de la santa comunión se introducía con las palabras: Sancta sanctis, el don santo está destinado a quienes han sido santificados. De este modo, se respondía a la exhortación de san Pablo a los Corintios: "Examínese, pues, cada cual, y coma así este pan y beba de este cáliz" (1 Co 11, 28). Sin embargo, partiendo de esta intimidad, que es don personalísimo del Señor, la fuerza del sacramento de la Eucaristía va más allá de las paredes de nuestras iglesias. En este sacramento el Señor está siempre en camino hacia el mundo. Este aspecto universal de la presencia eucarística se aprecia en la procesión de nuestra fiesta. Llevamos a Cristo, presente en la figura del pan, por los calles de nuestra ciudad. Encomendamos estas calles, estas casas, nuestra vida diaria, a su bondad. Que nuestras calles sean calles de Jesús. Que nuestras casas sean casas para él y con él. Que nuestra vida de cada día esté impregnada de su presencia. Con este gesto, ponemos ante sus ojos los sufrimientos de los enfermos, la soledad de los jóvenes y los ancianos, las tentaciones, los miedos, toda nuestra vida. La procesión quiere ser una gran bendición pública para nuestra ciudad: Cristo es, en persona, la bendición divina para el mundo. Que su bendición descienda sobre todos nosotros.

En la procesión del Corpus Christi, como hemos dicho, acompañamos al Resucitado en su camino por el mundo entero. Precisamente al hacer esto respondemos también a su mandato: "Tomad, comed... Bebed de ella todos" (Mt 26, 26 s). No se puede "comer" al Resucitado, presente en la figura del pan, como un simple pedazo de pan. Comer este pan es comulgar, es entrar en comunión con la persona del Señor vivo. Esta comunión, este acto de "comer", es realmente un encuentro entre dos personas, es dejarse penetrar por la vida de Aquel que es el Señor, de Aquel que es mi Creador y Redentor.

La finalidad de esta comunión, de este comer, es la asimilación de mi vida a la suya, mi transformación y configuración con Aquel que es amor vivo. Por eso, esta comunión implica la adoración, implica la voluntad de seguir a Cristo, de seguir a Aquel que va delante de nosotros. Por tanto, adoración y procesión forman parte de un único gesto de comunión; responden a su mandato: "Tomad y comed".

Nuestra procesión termina ante la basílica de Santa María la Mayor, en el encuentro con la Virgen, llamada por el amado Papa Juan Pablo II "Mujer eucarística". En verdad, María, la Madre del Señor, nos enseña lo que significa entrar en comunión con Cristo: María dio su carne, su sangre a Jesús y se convirtió en tienda viva del Verbo, dejándose penetrar en el cuerpo y en el espíritu por su presencia. Pidámosle a ella, nuestra santa Madre, que nos ayude a abrir cada vez más todo nuestro ser a la presencia de Cristo; que nos ayude a seguirlo fielmente, día a día, por los caminos de nuestra vida. Amén.
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Solemnidad del "Corpus Christi", Bari, Domingo 29 de mayo de 2005

Amadísimos hermanos y hermanas:

"Glorifica al Señor, Jerusalén; alaba a tu Dios, Sión" (Salmo responsorial). La invitación del salmista, que resuena también en la Secuencia, expresa muy bien el sentido de esta celebración eucarística: nos hemos reunido para alabar y bendecir al Señor. Esta es la razón que ha impulsado a la Iglesia italiana a congregarse aquí, en Bari, para el Congreso eucarístico nacional.

Yo también he querido unirme hoy a todos vosotros para celebrar con particular relieve la solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo, y así rendir homenaje a Cristo en el sacramento de su amor, y reforzar al mismo tiempo los vínculos de comunión que me unen a la Iglesia que está en Italia y a sus pastores. Como sabéis, también mi venerado y amado predecesor, el Papa Juan Pablo II, habría querido estar presente en esta importante cita eclesial. Todos sentimos que está cerca de nosotros y con nosotros glorifica a Cristo, buen Pastor, a quien ahora puede contemplar directamente.

Saludo con afecto a todos los que participan en esta solemne liturgia: al cardenal Camillo Ruini y a los demás cardenales presentes; al arzobispo de Bari, monseñor Francesco Cacucci, a quien agradezco sus cordiales palabras; a los obispos de Pulla y a los que han venido en gran número de todas las partes de Italia; a los sacerdotes, a los religiosos, a las religiosas y a los laicos; en particular, a los jóvenes, y naturalmente a cuantos de diferentes modos han colaborado en la organización del Congreso. Saludo asimismo a las autoridades, que con su grata presencia muestran cómo también los congresos eucarísticos forman parte de la historia y de la cultura del pueblo italiano.

Este Congreso eucarístico, que hoy se concluye, ha querido volver a presentar el domingo como "Pascua semanal", expresión de la identidad de la comunidad cristiana y centro de su vida y de su misión. El tema elegido, "Sin el domingo no podemos vivir", nos remite al año 304, cuando el emperador Diocleciano prohibió a los cristianos, bajo pena de muerte, poseer las Escrituras, reunirse el domingo para celebrar la Eucaristía y construir lugares para sus asambleas.

En Abitina, pequeña localidad de la actual Túnez, 49 cristianos fueron sorprendidos un domingo mientras, reunidos en la casa de Octavio Félix, celebraban la Eucaristía desafiando así las prohibiciones imperiales. Tras ser arrestados fueron llevados a Cartago para ser interrogados por el procónsul Anulino. Fue significativa, entre otras, la respuesta que un cierto Emérito dio al procónsul que le preguntaba por qué habían transgredido la severa orden del emperador. Respondió: "Sine dominico non possumus"; es decir, sin reunirnos en asamblea el domingo para celebrar la Eucaristía no podemos vivir. Nos faltarían las fuerzas para afrontar las dificultades diarias y no sucumbir. Después de atroces torturas, estos 49 mártires de Abitina fueron asesinados. Así, con la efusión de la sangre, confirmaron su fe. Murieron, pero vencieron; ahora los recordamos en la gloria de Cristo resucitado.

Sobre la experiencia de los mártires de Abitina debemos reflexionar también nosotros, cristianos del siglo XXI. Ni siquiera para nosotros es fácil vivir como cristianos, aunque no existan esas prohibiciones del emperador. Pero, desde un punto de vista espiritual, el mundo en el que vivimos, marcado a menudo por el consumismo desenfrenado, por la indiferencia religiosa y por un secularismo cerrado a la trascendencia, puede parecer un desierto no menos inhóspito que aquel "inmenso y terrible" (Dt 8, 15) del que nos ha hablado la primera lectura, tomada del libro del Deuteronomio.

En ese desierto, Dios acudió con el don del maná en ayuda del pueblo hebreo en dificultad, para hacerle comprender que "no sólo de pan vive el hombre, sino que el hombre vive de todo lo que sale de la boca del Señor" (Dt 8, 3). En el evangelio de hoy, Jesús nos ha explicado para qué pan Dios quería preparar al pueblo de la nueva alianza mediante el don del maná. Aludiendo a la Eucaristía, ha dicho: "Este es el pan que ha bajado del cielo; no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron: el que come este pan vivirá para siempre" (Jn 6, 58). El Hijo de Dios, habiéndose hecho carne, podía convertirse en pan, y así ser alimento para su pueblo, para nosotros, que estamos en camino en este mundo hacia la tierra prometida del cielo.

Necesitamos este pan para afrontar la fatiga y el cansancio del viaje. El domingo, día del Señor, es la ocasión propicia para sacar fuerzas de él, que es el Señor de la vida. Por tanto, el precepto festivo no es un deber impuesto desde afuera, un peso sobre nuestros hombros. Al contrario, participar en la celebración dominical, alimentarse del Pan eucarístico y experimentar la comunión de los hermanos y las hermanas en Cristo, es una necesidad para el cristiano; es una alegría; así el cristiano puede encontrar la energía necesaria para el camino que debemos recorrer cada semana. Por lo demás, no es un camino arbitrario: el camino que Dios nos indica con su palabra va en la dirección inscrita en la esencia misma del hombre. La palabra de Dios y la razón van juntas. Seguir la palabra de Dios, estar con Cristo, significa para el hombre realizarse a sí mismo; perderlo equivale a perderse a sí mismo.

El Señor no nos deja solos en este camino. Está con nosotros; más aún, desea compartir nuestra suerte hasta identificarse con nosotros. En el coloquio que acaba de referirnos el evangelio, dice: "El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él" (Jn 6, 56). ¿Cómo no alegrarse por esa promesa? Pero hemos escuchado que, ante aquel primer anuncio, la gente, en vez de alegrarse, comenzó a discutir y a protestar: ¿Cómo puede este darnos a comer su carne?" (Jn 6, 52).

En realidad, esta actitud se ha repetido muchas veces a lo largo de la historia. Se podría decir que, en el fondo, la gente no quiere tener a Dios tan cerca, tan a la mano, tan partícipe en sus acontecimientos. La gente quiere que sea grande y, en definitiva, también nosotros queremos que esté más bien lejos de nosotros. Entonces, se plantean cuestiones que quieren demostrar, al final, que esa cercanía sería imposible. Pero son muy claras las palabras que Cristo pronunció en esa circunstancia: "Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre no tenéis vida en vosotros" (Jn 6, 53). Realmente, tenemos necesidad de un Dios cercano.

Ante el murmullo de protesta, Jesús habría podido conformarse con palabras tranquilizadoras. Habría podido decir: "Amigos, no os preocupéis. He hablado de carne, pero sólo se trata de un símbolo. Lo que quiero decir es que se trata sólo de una profunda comunión de sentimientos". Pero no, Jesús no recurrió a esa dulcificación. Mantuvo firme su afirmación, todo su realismo, a pesar de la defección de muchos de sus discípulos (cf. Jn 6, 66). Más aún, se mostró dispuesto a aceptar incluso la defección de sus mismos Apóstoles, con tal de no cambiar para nada lo concreto de su discurso: "¿También vosotros queréis marcharos?" (Jn 6, 67), preguntó. Gracias a Dios, Pedro dio una respuesta que también nosotros, hoy, con plena conciencia, hacemos nuestra: "Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna" (Jn 6, 68). Tenemos necesidad de un Dios cercano, de un Dios que se pone en nuestras manos y que nos ama.

En la Eucaristía, Cristo está realmente presente entre nosotros. Su presencia no es estática. Es una presencia dinámica, que nos aferra para hacernos suyos, para asimilarnos a él. Cristo nos atrae a sí, nos hace salir de nosotros mismos para hacer de todos nosotros uno con él. De este modo, nos inserta también en la comunidad de los hermanos, y la comunión con el Señor siempre es también comunión con las hermanas y los hermanos. Y vemos la belleza de esta comunión que nos da la santa Eucaristía.

Aquí tocamos una dimensión ulterior de la Eucaristía, a la que también quisiera referirme antes de concluir. El Cristo que encontramos en el Sacramento es el mismo aquí, en Bari, y en Roma; en Europa y en América, en África, en Asia y en Oceanía. El único y el mismo Cristo está presente en el pan eucarístico de todos los lugares de la tierra. Esto significa que sólo podemos encontrarlo junto con todos los demás. Sólo podemos recibirlo en la unidad. ¿No es esto lo que nos ha dicho el apóstol san Pablo en la lectura que acabamos de escuchar? Escribiendo a los Corintios, afirma:"El pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos del mismo pan" (1 Co 10, 17).

La consecuencia es clara: no podemos comulgar con el Señor, si no comulgamos entre nosotros. Si queremos presentaros ante él, también debemos ponernos en camino para ir al encuentro unos de otros. Por eso, es necesario aprender la gran lección del perdón: no dejar que se insinúe en el corazón la polilla del resentimiento, sino abrir el corazón a la magnanimidad de la escucha del otro, abrir el corazón a la comprensión, a la posible aceptación de sus disculpas y al generoso ofrecimiento de las propias.

La Eucaristía -repitámoslo- es sacramento de la unidad. Pero, por desgracia, los cristianos están divididos, precisamente en el sacramento de la unidad. Por eso, sostenidos por la Eucaristía, debemos sentirnos estimulados a tender con todas nuestras fuerzas a la unidad plena que Cristo deseó ardientemente en el Cenáculo. Precisamente aquí, en Bari, feliz Bari, ciudad que custodia los restos de san Nicolás, tierra de encuentro y de diálogo con los hermanos cristianos de Oriente, quisiera reafirmar mi voluntad de asumir el compromiso fundamental de trabajar con todas mis energías en favor del restablecimiento de la unidad plena y visible de todos los seguidores de Cristo.

Soy consciente de que para eso no bastan las manifestaciones de buenos sentimientos. Hacen falta gestos concretos que entren en los corazones y sacudan las conciencias, estimulando a cada uno a la conversión interior, que es el requisito de todo progreso en el camino del ecumenismo (cf. Mensaje a la Iglesia universal, en la capilla Sixtina, 20 de abril de 2005: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 22 de abril de 2005, p. 6). Os pido a todos vosotros que emprendáis con decisión el camino del ecumenismo espiritual, que en la oración abre las puertas al Espíritu Santo, el único que puede crear la unidad.

Queridos amigos que habéis venido a Bari desde diversas partes de Italia para celebrar este Congreso eucarístico, debemos redescubrir la alegría del domingo cristiano. Debemos redescubrir con orgullo el privilegio de participar en la Eucaristía, que es el sacramento del mundo renovado. La resurrección de Cristo tuvo lugar el primer día de la semana, que en la Escritura es el día de la creación del mundo. Precisamente por eso, la primitiva comunidad cristiana consideraba el domingo como el día en que había iniciado el mundo nuevo, el día en que, con la victoria de Cristo sobre la muerte, había iniciado la nueva creación.

Al congregarse en torno a la mesa eucarística, la comunidad iba formándose como nuevo pueblo de Dios. San Ignacio de Antioquía se refería a los cristianos como "aquellos que han llegado a la nueva esperanza", y los presentaba como personas "que viven según el domingo" ("iuxta dominicam viventes"). Desde esta perspectiva, el obispo antioqueno se preguntaba: "¿Cómo podríamos vivir sin él, a quien incluso los profetas esperaron?" (Ep. ad Magnesios, 9, 1-2).

"¿Cómo podríamos vivir sin él?". En estas palabras de san Ignacio resuena la afirmación de los mártires de Abitina: "Sine dominico non possumus". Precisamente de aquí brota nuestra oración: que también nosotros, los cristianos de hoy, recobremos la conciencia de la importancia decisiva de la celebración dominical y tomemos de la participación en la Eucaristía el impulso necesario para un nuevo empeño en el anuncio de Cristo, "nuestra paz" (Ef 2, 14), al mundo. Amén.
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5 de junio de 2005

Queridos hermanos y hermanas:

El viernes pasado celebramos la solemnidad del Sacratísimo Corazón de Jesús, devoción profundamente arraigada en el pueblo cristiano. En el lenguaje bíblico el "corazón" indica el centro de la persona, la sede de sus sentimientos y de sus intenciones. En el corazón del Redentor adoramos el amor de Dios a la humanidad, su voluntad de salvación universal, su infinita misericordia. Por tanto, rendir culto al Sagrado Corazón de Cristo significa adorar aquel Corazón que, después de habernos amado hasta el fin, fue traspasado por una lanza y, desde lo alto de la cruz, derramó sangre y agua, fuente inagotable de vida nueva.

Con la fiesta del Sagrado Corazón coincidió la celebración de la Jornada mundial de oración por la santificación de los sacerdotes, ocasión propicia para orar a fin de que los presbíteros no antepongan nada al amor de Cristo. El beato Juan Bautista Scalabrini, obispo y patrono de los emigrantes, de cuya muerte el 1 de junio recordamos el centenario, tuvo una profunda devoción al Corazón de Cristo. Fundó los Misioneros y las Misioneras de San Carlos Borromeo, llamados "escalabrinianos", para el anuncio del Evangelio entre los emigrantes italianos. Al recordar a este gran obispo, dirijo mi pensamiento a quienes se hallan lejos de su patria y a menudo también de su familia, y les deseo que encuentren siempre en su camino rostros amigos y corazones acogedores, que puedan sostenerlos en las dificultades de cada día.

El corazón que más se asemeja al de Cristo es, sin duda alguna, el corazón de María, su Madre inmaculada, y precisamente por eso la liturgia los propone juntos a nuestra veneración. Respondiendo a la invitación dirigida por la Virgen en Fátima, encomendemos a su Corazón inmaculado, que ayer contemplamos en particular, el mundo entero, para que experimente el amor misericordioso de Dios y conozca la verdadera paz.
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Iglesia parroquial de Introd, 25 de julio de 2005

Excelencia; queridos hermanos:

Ante todo, quisiera expresar mi alegría y mi gratitud por esta posibilidad de encontrarme con vosotros. Al ser Papa, tengo el peligro de estar un poco lejos de la vida real, de la vida diaria, sobre todo de los sacerdotes que trabajan en primera línea, precisamente en el Valle, en tantas parroquias, y ahora, como ha dicho su excelencia, con la falta de vocaciones, también en condiciones de esfuerzo físico particularmente fuerte.

Así, para mí es una gracia poder encontrarme en esta hermosa iglesia con los sacerdotes y el presbiterio de este Valle. Y quisiera daros las gracias por haber venido, pues también para vosotros es tiempo de vacaciones. Veros reunidos, y así estar con vosotros, estar cerca de los sacerdotes que trabajan a diario por el Señor como sembradores de la Palabra, es para mí un consuelo y una alegría. Durante la semana pasada hemos escuchado dos o tres veces ―me parece― esta parábola del sembrador, que ya es una parábola de consolación en una situación diversa, pero en cierto sentido también semejante a la nuestra.

El trabajo del Señor había comenzado con gran entusiasmo. Había curado a los enfermos, todos escuchaban con alegría la palabra: "El reino de Dios está cerca". Parecía que, de verdad, el cambio del mundo y la llegada del reino de Dios sería inminente; que, por fin, la tristeza del pueblo de Dios se transformaría en alegría. Se estaba a la espera de un mensajero de Dios que tomara en su mano el timón de la historia. Ciertamente, veían que los enfermos habían sido curados, que los demonios habían sido expulsados, que el Evangelio había sido anunciado; pero, por otra parte, el mundo continuaba como antes. Nada cambiaba. Los romanos seguían dominando. A pesar de esos signos, de esas hermosas palabras, la vida era difícil cada día. Y así el entusiasmo se apagaba y, al final, como nos dice el capítulo sexto del evangelio de san Juan, también los discípulos abandonaron a este Predicador que predicaba, pero no cambiaba el mundo.

En definitiva, todos se preguntan: ¿qué mensaje es este?, ¿qué mensaje trae este profeta de Dios? El Señor habla del sembrador que siembra en el campo del mundo. Y la semilla, como su palabra, como sus curaciones, parece algo insignificante en comparación con la realidad histórica y política. Del mismo modo que la semilla es pequeña, insignificante, así es también la Palabra.

Sin embargo ―dice―, en la semilla está presente el futuro, porque la semilla contiene en sí el pan de mañana, la vida de mañana. En apariencia, la semilla no es casi nada y, a pesar de ello, es la presencia del futuro, es promesa ya presente hoy. Y así, con esta parábola, dice: "Estamos en el tiempo de la siembra; la palabra de Dios parece sólo una palabra, casi nada. Pero ¡ánimo!, esta palabra contiene en sí la vida. Y da fruto". La parábola dice también que gran parte de la semilla no da fruto porque cayó en el camino, entre piedras, etc. Pero la parte que cayó en tierra buena dio fruto: el treinta, el sesenta, el ciento por uno.

Eso nos da a entender que debemos ser valientes, aunque en apariencia la palabra de Dios, el reino de Dios, no tenga importancia histórico-política. Al final, en cierto sentido, Jesús, el domingo de Ramos, sintetizó todas estas enseñanzas sobre la semilla de la palabra: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda solo, pero si cae en tierra y muere, da mucho fruto. Así dio a entender que él mismo es el grano de trigo que cae en tierra y muere. En la crucifixión todo parece un fracaso; pero precisamente así, cayendo en tierra, muriendo, en el camino de la cruz, da fruto para todos los tiempos. Aquí tenemos también la finalización cristológica según la cual Cristo mismo es la semilla, es el Reino presente; y, a la vez, la dimensión eucarística: este grano de trigo cae en tierra y así crece hasta formar el nuevo Pan, el Pan de la vida futura, la sagrada Eucaristía, que nos alimenta y que se abre a los misterios divinos, para la vida nueva.

Me parece que en la historia de la Iglesia, de formas diversas, siempre se plantean estas cuestiones, que nos preocupan realmente. ¿Qué hacer? La gente da la impresión de no necesitar de nosotros; parece inútil todo lo que hacemos. Y, sin embargo, la palabra del Señor nos enseña que sólo esta semilla transforma siempre de nuevo la tierra y la abre a la verdadera vida.

Aunque sea brevemente, en la medida de mis posibilidades, quisiera responder a las palabras de su excelencia, pero también quisiera decir que el Papa no es un oráculo; como sabemos, sólo es infalible en situaciones rarísimas. Por tanto, comparto con vosotros estas preguntas, estas cuestiones. Yo también sufro. Pero, por una parte, todos juntos queremos sufrir con estos problemas, y sufriendo también transformar los problemas, porque precisamente el sufrimiento es el camino de la transformación, y sin sufrimiento no se transforma nada.

Este es también el sentido de la parábola del grano de trigo que cae en tierra: sólo con un proceso de dolorosa transformación se llega a dar fruto y se abre a la solución. Y si la aparente ineficacia de nuestra predicación no fuera para nosotros un sufrimiento, sería signo de falta de fe, de compromiso auténtico. Debemos tomar a pecho estas dificultades de nuestro tiempo y transformarlas sufriendo con Cristo y así transformarnos a nosotros mismos. Y en la medida en que nosotros mismos nos transformamos, podemos también responder a la pregunta planteada antes, podemos ver asimismo la presencia del reino de Dios y hacer que los demás la vean.

El primer punto es un problema que se plantea en todo el mundo occidental: la falta de vocaciones. En las últimas semanas he recibido en visita "ad limina" a los obispos de Sri Lanka y de la parte sur de África. Allí hay vocaciones; más aún, son tantas que no pueden construir suficientes seminarios como para acoger a esos jóvenes que quieren llegar a ser sacerdotes. Naturalmente, también esta alegría implica cierta tristeza, porque al menos una parte va al seminario con la esperanza de una promoción social. Al hacerse sacerdotes consiguen casi el rango de jefes de tribu, naturalmente son privilegiados, tienen otra forma de vida, etc. Por tanto, la cizaña y el grano de trigo están juntos en este hermoso aumento del número de las vocaciones, y los obispos deben estar muy atentos para hacer un discernimiento: no deben contentarse con tener muchos sacerdotes futuros; deben analizar cuáles son realmente las auténticas vocaciones, discernir entre la cizaña y el trigo.

Con todo, hay cierto entusiasmo de la fe, porque se encuentran en un momento determinado de la historia, es decir, en la hora en que las religiones tradicionales obviamente resultan insuficientes. Y se comprende, se ve que estas religiones tradicionales contienen una promesa, pero esperan algo. Esperan una nueva respuesta que purifique, que asuma en sí todo lo hermoso, que anule los aspectos insuficientes y negativos. En este momento de paso, en el que realmente su cultura tiende hacia una nueva etapa de la historia, las dos propuestas ―cristianismo e islam― son las posibles respuestas históricas.

Por eso, en cierto sentido, en aquellos países se está produciendo una primavera de la fe, pero naturalmente en el marco de la competición entre estas dos respuestas, sobre todo en el contexto del sufrimiento de las sectas, que se presentan como la mejor respuesta cristiana, la más fácil, la más cómoda. Por tanto, también en una historia de promesa, en un momento de primavera, sigue siendo difícil la tarea de quien debe sembrar con Cristo la Palabra, construyendo así la Iglesia.

Es diferente la situación en el mundo occidental, un mundo cansado de su propia cultura, un mundo que ha llegado a un momento en el cual ya no se siente la necesidad de Dios, y mucho menos de Cristo, y en el cual, por consiguiente, parece que el hombre podría construirse a sí mismo. En este clima de un racionalismo que se cierra en sí mismo, que considera el modelo de las ciencias como único modelo de conocimiento, todo lo demás es subjetivo. Naturalmente, también la vida cristiana resulta una opción subjetiva y, por ello, arbitraria; ya no es el camino de la vida. Así pues, como es obvio, resulta difícil creer; y, si es difícil creer, mucho más difícil es entregar la vida al Señor para ponerse a su servicio.

Ciertamente, este es un sufrimiento propio de nuestro tiempo histórico, en el que por lo general las así llamadas grandes Iglesias parece que se están muriendo. Así sucede sobre todo en Australia, también en Europa, un poco menos en Estados Unidos.

En cambio, crecen las sectas, que se presentan con la certeza de un mínimo de fe, pues el hombre busca certezas. Por tanto, las grandes Iglesias, sobre todo las grandes Iglesias tradicionales protestantes, se encuentran realmente en una crisis profundísima. Las sectas están prevaleciendo, porque se presentan con certezas sencillas, pocas; y dicen: esto es suficiente.

La Iglesia católica no está tan mal como las grandes Iglesias protestantes históricas, pero naturalmente comparte el problema de nuestro momento histórico. Yo creo que no hay un sistema para hacer un cambio rápido. Debemos seguir avanzando para salir de este túnel, con paciencia, con la certeza de que Cristo es la respuesta y que al final resplandecerá de nuevo su luz.

Así pues, la primera respuesta es la paciencia, con la certeza de que el mundo no puede vivir sin Dios, el Dios de la Revelación ―y no cualquier Dios, pues puede ser peligroso un Dios cruel, un Dios falso―, el Dios que en Jesucristo nos mostró su rostro, un rostro que sufrió por nosotros, un rostro de amor que transforma el mundo como el grano de trigo que cae en tierra.

Por consiguiente, tenemos esta profundísima certeza: Cristo es la respuesta y, sin el Dios concreto, el Dios con el rostro de Cristo, el mundo se autodestruye y resulta aún más evidente que un racionalismo cerrado, que piensa que el hombre por sí solo podría reconstruir el auténtico mundo mejor, no tiene la verdad. Al contrario, si no se tiene la medida del Dios verdadero, el hombre se autodestruye. Lo constatamos con nuestros propios ojos.

Debemos tener una certeza renovada: él es la Verdad y sólo caminando tras sus huellas vamos en la dirección correcta, y debemos caminar y guiar a los demás en esta dirección.

El primer punto de mi respuesta es: en todo este sufrimiento no sólo no debemos perder la certeza de que Cristo es realmente el rostro de Dios, sino también profundizar esta certeza y la alegría de conocerla y de ser así realmente ministros del futuro del mundo, del futuro de todo hombre. Y hemos de profundizar esta certeza en una relación personal y profunda con el Señor. Porque la certeza puede crecer también con consideraciones racionales. Realmente, me parece muy importante una reflexión sincera que convenza también racionalmente, pero llega a ser personal, fuerte y exigente en virtud de una amistad con Cristo vivida personalmente cada día.

Por consiguiente, la certeza exige esta personalización de nuestra fe, de nuestra amistad con el Señor; así surgen también nuevas vocaciones. Lo vemos en la nueva generación después de la gran crisis de esta lucha cultural que estalló en 1968, donde realmente parecía que había pasado la época histórica del cristianismo. Vemos que las promesas del '68 no se han cumplido; y renace la convicción de que hay otro modo, más complejo, porque exige estas transformaciones de nuestro corazón, pero más verdadero, y así surgen también nuevas vocaciones. Nosotros mismos también debemos tener creatividad para buscar formas de ayudar a los jóvenes a encontrar este camino para el futuro. Asimismo, esto resultó evidente en el diálogo con los obispos africanos. A pesar del número de sacerdotes, muchos están condenados a una terrible soledad, y moralmente muchos no sobreviven.

Así pues, es importante tener a su alrededor la realidad del presbiterio, de la comunidad de sacerdotes que se ayudan, que están juntos siguiendo un camino común, con solidaridad en la fe común. También esto me parece importante porque, si los jóvenes ven sacerdotes muy aislados, tristes, cansados, piensan: si este es mi futuro, no podré resistir. Se debe crear realmente esta comunión de vida, que convenza a los jóvenes: "sí, este puede ser un futuro también para mí, así se puede vivir".

Me he alargado demasiado, aunque me parece que ya he dicho algo sobre el segundo punto. Es verdad: a la gente, sobre todo a los responsables del mundo, la Iglesia les parece un poco anticuada; nuestras propuestas no les parecen necesarias. Se comportan como si pudieran y quisieran vivir sin nuestra palabra, y piensan siempre que no tienen necesidad de nosotros. No buscan nuestra palabra.

Esto es verdad, y nos hace sufrir, pero también forma parte de esta situación histórica de cierta visión antropológica, según la cual el hombre debe hacer las cosas como dijo Karl Marx: "La Iglesia ha tenido 1800 años para demostrar que cambiaría el mundo y no lo ha hecho; ahora lo haremos nosotros".

Esta es una idea muy generalizada, y se apoya también en filosofías. Así se comprende que mucha gente tenga la impresión de que se puede vivir sin la Iglesia, a la cual presentan como algo del pasado. Pero cada vez resulta más claro que sólo los valores morales y las convicciones fuertes dan la posibilidad, aunque con sacrificios, de vivir y construir el mundo. No se puede construir de modo mecánico, como proponía Karl Marx con la teoría del capital y de la propiedad, etc.

Si no existen las fuerzas morales en los corazones y no se está dispuesto a sufrir también por estos valores, no se construye un mundo mejor; al contrario, el mundo empeora cada día; el egoísmo lo domina y destruye todo. Ante esta realidad, surge de nuevo la pregunta: ¿De dónde vienen las fuerzas que dan la capacidad de sufrir también por el bien, de sufrir por el bien que ante todo me hiere a mí, que no tiene una utilidad inmediata? ¿Dónde están los recursos, las fuentes? ¿De dónde viene la fuerza para vivir estos valores?

Se ve que la moralidad como tal no se realiza, no es eficiente, si no tiene un fundamento más profundo en convicciones que realmente den certeza y también fuerza para sufrir, porque, al mismo tiempo, forman parte de un amor, un amor que en el sufrimiento crece y es sustancia de la vida. En efecto, al final sólo el amor nos hace vivir y el amor es siempre también sufrimiento: madura en el sufrimiento y da la fuerza para sufrir por el bien sin tener en cuenta nuestro momento actual.

Me parece que esta conciencia está aumentando, porque ya se ven los efectos de una condición en la que no se tienen las fuerzas que provienen de un amor que es sustancia de mi vida y que me da fuerza para seguir librando la lucha por el bien. También aquí, naturalmente, necesitamos paciencia, pero se trata de una paciencia activa, en el sentido de que hay que ayudar a la gente para que comprenda: necesitáis esto.

Y, aunque no se conviertan en seguida, al menos se acercan a los que, en la Iglesia, poseen esta fuerza interior. En la Iglesia siempre ha existido este grupo fuerte interiormente, que lleva de verdad la fuerza de la fe; y también hay personas que se acercan a ella y se dejan llevar, y así participan. Pienso en la parábola del Señor sobre el grano de mostaza, muy pequeño, pero que luego se convierte en un árbol muy grande, hasta el punto de que las aves del cielo anidan en sus ramas. Esas aves pueden ser las personas que, aunque todavía no se convierten, al menos se posan en las ramas del árbol de la Iglesia. He hecho esta reflexión: en el tiempo del Iluminismo, los católicos y los protestantes, aunque no compartían la misma fe, pensaban que debían conservar los valores morales comunes, dándoles un fundamento suficiente. Pensaban: debemos hacer que los valores morales sean independientes de las confesiones religiosas, de forma que se mantengan "etsi Deus non daretur".

Hoy nos encontramos en una situación opuesta; se ha invertido la situación. Ya no resultan evidentes los valores morales. Sólo resultan evidentes si Dios existe. Por eso, he sugerido que los "laicos", los así llamados "laicos", deberían reflexionar si para ellos no vale hoy lo contrario: debemos vivir "quasi Deus daretur"; aunque no tengamos la fuerza para creer, debemos vivir basándonos en esta hipótesis, pues de lo contrario el mundo no funciona. Y, a mi parecer, este sería un primer paso para acercarse a la fe. En muchos contactos veo que, gracias a Dios, aumenta el diálogo al menos con parte del laicismo.

Tercer punto: la situación de los sacerdotes, los cuales, al ser pocos, deben ocuparse de tres, cuatro y a veces cinco parroquias, y están agotados. Creo que el obispo, juntamente con su presbiterio, está buscando la mejor solución posible. Cuando yo era arzobispo de Munich, habían creado este modelo de celebraciones de la Palabra sin sacerdote, para que la comunidad se mantuviera presente en su propia iglesia. Decían: cada comunidad se mantiene, y donde no hay sacerdote hacemos estas celebraciones de la Palabra.

Los franceses encontraron la palabra adecuada para estas asambleas dominicales: "en absence du prêtre" (en ausencia del sacerdote); pero, después de cierto tiempo, comprendieron que esto puede acabar mal, entre otras cosas porque se pierde el sentido del Sacramento, se realiza una "protestantización" y, en definitiva, si sólo hay celebración de la Palabra, puedo celebrarla también en mi casa.

Recuerdo, cuando yo era profesor en Tubinga, al gran exegeta Kelemann ―no sé si conocéis este nombre―, alumno de Bultmann, que era un gran teólogo. Aunque era protestante convencido, nunca iba a la iglesia. Decía: también en mi casa puedo meditar en las sagradas Escrituras.

Los franceses cambiaron luego la fórmula de las asambleas dominicales "en absence du prêtre" por la fórmula: "en attente du prêtre" ("en espera del sacerdote"). O sea, debe ser una espera del sacerdote; normalmente la liturgia de la Palabra debería ser una excepción el domingo, porque el Señor quiere venir corporalmente. Por tanto, esa no debe ser la solución.

Se instituyó el domingo porque el Señor resucitó y entró en la comunidad de los Apóstoles para estar con ellos. Así comprendieron que el día litúrgico ya no es el sábado, sino el domingo, en el que el Señor siempre de nuevo quiere estar corporalmente con nosotros y alimentarnos con su Cuerpo, para que nosotros mismos nos convirtamos en su cuerpo en el mundo.

Es necesario encontrar el modo de ofrecer a muchas personas de buena voluntad esta posibilidad. Ahora no me atrevo a dar recetas. En Munich proponía, pero no conozco la situación de aquí, que ciertamente es un poco diferente. Nuestra población es increíblemente móvil, flexible. Si los jóvenes hacen cincuenta o más kilómetros para ir a una discoteca, ¿por qué no pueden hacer cinco kilómetros para acudir a una iglesia común? Pero, esto es algo muy concreto, práctico, y no me atrevo a dar recetas. Sin embargo, se debe tratar de suscitar en el pueblo este sentimiento: necesito estar con la Iglesia, estar con la Iglesia viva y con el Señor.

Se debe dar esta impresión de importancia; si yo lo considero importante, esto crea también las premisas para una solución. Pero, excelencia, debo dejar abierta la cuestión en concreto.

Sucesivamente, tomaron la palabra algunos sacerdotes, que hicieron al Papa preguntas sobre la educación de los jóvenes, sobre el papel de la escuela católica y sobre la vida consagrada. El Santo Padre respondió así:

La educación de los jóvenes

Son preguntas muy concretas, a las que no es fácil dar respuestas igualmente concretas.
Ante todo, quisiera dar las gracias por haber llamado nuestra atención sobre la necesidad de atraer hacia la Iglesia a los jóvenes, que en cambio se sienten fácilmente atraídos por otras cosas, por un estilo de vida bastante alejado de nuestras convicciones. La Iglesia antigua eligió como camino crear comunidades de vida alternativas, sin fracturas necesarias. Entonces, diría que es importante que los jóvenes descubran la belleza de la fe, que es hermoso tener una orientación, que es hermoso tener un Dios amigo que nos sabe decir realmente las cosas esenciales de la vida.

Este factor intelectual debe ir luego acompañado de un factor afectivo y social, es decir, de una socialización en la fe, porque la fe sólo puede realizarse si tiene también un cuerpo, y eso implica al hombre en sus modos de vida. Por eso, en el pasado, cuando la fe era decisiva para la vida común, podía bastar enseñar el catecismo, que sigue siendo importante también hoy.

Pero, dado que la vida social se ha alejado de la fe ―porque a menudo las familias tampoco ofrecen una socialización de la fe―, debemos proponer modos de socializar la fe, para que la fe forme comunidades, ofrezca lugares de vida y convenza con un conjunto de pensamiento, afecto, amistad de vida.

Me parece que estos niveles deban ir unidos, porque el hombre tiene un cuerpo, es un ser social. En este sentido, por ejemplo, es muy hermoso poder ver aquí que numerosos párrocos se reúnen con grupos de jóvenes para pasar juntos las vacaciones. De este modo, los jóvenes comparten la alegría de las vacaciones y la viven juntamente con Dios y con la Iglesia, en la persona del párroco o del vicepárroco. Me parece que la Iglesia de hoy, también en Italia, brinda alternativas y posibilidades de una socialización en la que los jóvenes, juntos, pueden caminar con Cristo y formar Iglesia. Por eso, se les debe acompañar con respuestas inteligentes a las cuestiones de nuestro tiempo: ¿hay aún necesidad de Dios?, ¿sigue siendo razonable creer en Dios?, ¿Cristo es sólo una figura de la historia de las religiones o es realmente el rostro de Dios, que todos necesitamos?, ¿podemos vivir bien sin conocer a Cristo?

Es preciso comprender que construir la vida, el futuro, exige también paciencia y sufrimiento. En la vida de los jóvenes no puede faltar tampoco la cruz; y no es fácil hacer comprender esto. Los montañeros saben que para realizar una gran escalada deben afrontar sacrificios y entrenarse; del mismo modo, también los jóvenes deben comprender que en la ascensión al futuro de la vida es necesario el ejercicio de una vida interior.

Así pues, personalización y socialización son las dos indicaciones necesarias para afrontar las situaciones concretas de los desafíos actuales: los desafíos del afecto y de la comunión. En efecto, estas dos dimensiones permiten abrirse al futuro y, asimismo, enseñar que el Dios a veces difícil de la fe es también para mi bien en el futuro.

La escuela católica

Con respecto a la escuela católica, puedo decir que muchos obispos que han venido para realizar la visita "ad limina" han destacado su importancia. La escuela católica, en situaciones como la africana, se transforma en instrumento indispensable para la promoción cultural, para los primeros pasos de la alfabetización y para elevar el nivel cultural, en el que se forma una nueva cultura. Gracias a ella es posible responder también a los desafíos de la técnica que se afrontan en una cultura pre-técnica destruyendo antiguas formas de vida tribal con su contenido moral.

Entre nosotros la situación es diversa, pero lo que aquí me parece importante es el conjunto de una formación intelectual, que haga comprender bien también cómo el cristianismo hoy no está alejado de la realidad.

Como hemos dicho en la primera parte, en la línea del Iluminismo y del "segundo Iluminismo" del '68, muchos pensaban que el tiempo histórico de la Iglesia y de la fe ya había concluido, que se había entrado en una nueva era, donde estas cosas se podrían estudiar como la mitología clásica. Al contrario, es preciso hacer comprender que la fe es de actualidad permanente y de gran racionalidad. Por tanto, una afirmación intelectual en la que se comprende también la belleza y la estructura orgánica de la fe.

Esta era una de las intenciones fundamentales del Catecismo de la Iglesia católica, ahora condensado en el Compendio. No debemos pensar en un paquete de reglas que cargamos sobre los hombros, como una mochila pesada en el camino de la vida. En último término, la fe es sencilla y rica: creemos que Dios existe, que Dios tiene que ver con nosotros. Pero, ¿qué Dios? Un Dios con un rostro, con un rostro humano, un Dios que reconcilia, que vence el odio y da la fuerza para la paz que nadie más puede dar. Es necesario hacer comprender que en realidad el cristianismo es muy sencillo y, por consiguiente, muy rico.

La escuela es una institución cultural, para la formación intelectual y profesional. Por tanto, es preciso hacer comprender la organicidad, la lógica de la fe, y por tanto conocer los grandes elementos esenciales; comprender qué es la Eucaristía, qué sucede en el Domingo, en el matrimonio cristiano. Naturalmente, por otra parte, es necesario hacer comprender que la disciplina de la religión no es una ideología puramente intelectual e individualista, como tal vez sucede en otras disciplinas: por ejemplo, en matemáticas sé cómo se debe hacer un cálculo determinado. Pero también otras disciplinas, al final, tienen una tendencia práctica, una tendencia a la profesionalidad, a la aplicabilidad en la vida. Así, es necesario comprender que la fe esencialmente crea asamblea, une.

Es precisamente esta esencia de la fe la que nos libra del aislamiento del yo y nos une en una gran comunidad, una comunidad muy completa ―en la parroquia, en la asamblea dominical― y universal, en la que todos formamos una familia.

Es preciso comprender esta dimensión católica de la comunidad que se reúne cada domingo en la parroquia. Por tanto, si, por una parte, conocer la fe es una finalidad, por otra, socializar en la Iglesia o "ecclesializar" significa insertarse en la gran comunidad de la Iglesia, lugar de vida, donde sé que también en los grandes momentos de mi vida, sobre todo en el sufrimiento y en la muerte, no estoy solo.

Su excelencia ha dicho que mucha gente no parece tener necesidad de nosotros, pero los enfermos y los que sufren sí. Y se debería entender desde el inicio que nunca estaré sólo en la vida. La fe me redime de la soledad. Siempre me llevará la comunidad, pero al mismo tiempo yo también debo ser portador de la comunidad y enseñar desde el inicio también la responsabilidad con respecto a los enfermos, a los abandonados, a los que sufren; así se compensa el don que yo hago. Por tanto, es necesario despertar en el hombre, que lleva en su interior esta disponibilidad al amor y a la entrega, este gran don, dando así la garantía de que también yo tendré hermanos y hermanas que me sostengan en estas situaciones de dificultad, en las que necesito de una comunidad que no me abandone.

La importancia de la vida religiosa

Con respecto a la importancia de la vida religiosa, sabemos que la vida monástica y contemplativa atrae frente al estrés de este mundo, presentándose como un oasis en el que se puede vivir realmente. También aquí se trata de una visión romántica: por eso, es necesario el discernimiento de las vocaciones. Sin embargo, la situación histórica confiere cierta atracción hacia la vida contemplativa, pero no tanto a la vida religiosa activa.

Esto sucede especialmente en la rama masculina, donde hay religiosos, también sacerdotes, que realizan un apostolado importante en la educación, con los enfermos, etc. Por desgracia, se ve menos cuando se trata de vocaciones femeninas, donde la profesionalidad parece hacer superflua la vocación religiosa. Hay enfermeras diplomadas, hay maestras de escuela diplomadas; por tanto, ya no aparece como una vocación religiosa, y será difícil reanudar esa actividad si se interrumpe la cadena de las vocaciones.

Con todo, cada vez se ve más claro que la profesionalidad no basta para ser buenas enfermeras. Es necesario el corazón. Es necesario el amor a la persona que sufre. Esto tiene una profunda dimensión religiosa. Así sucede también en la enseñanza. Ahora existen nuevas formas, como los institutos seculares, cuyas comunidades demuestran con su vida que hay un estilo de vida bueno para la persona, pero sobre todo necesario para la comunidad, para la fe, y para la comunidad humana. Por tanto, yo creo que, aun cambiando las formas ―gran parte de nuestras comunidades femeninas activas fueron fundadas en el siglo XVIII para afrontar el preciso desafío social de ese período y hoy los desafíos son un poco diversos―, la Iglesia hace comprender que servir a los que sufren y defender la vida son vocaciones con una profunda dimensión religiosa, y que son formas para vivir esas vocaciones. Surgen nuevos modos, y se puede esperar que también hoy el Señor concederá las vocaciones necesarias para la vida de la Iglesia y del mundo.

A la intervención del capellán de una cárcel cercana, donde se hallan 260 reclusos de más de treinta nacionalidades, el Papa Benedicto XVI respondió así:

Gracias por sus palabras, muy importantes y también muy conmovedoras. Poco antes de mi partida, pude hablar con el cardenal Martino, presidente del Consejo pontificio Justicia y paz, que está elaborando un documento sobre el problema de nuestros hermanos y hermanas reclusos, los cuales sufren, a veces se sienten poco respetados en sus derechos humanos, se sienten incluso despreciados y viven en una situación en la que realmente hace falta la presencia de Cristo. Y Jesús, en el capítulo 25 del evangelio de san Mateo, anticipando el Juicio final, habla explícitamente de esta situación: "Estuve en la cárcel y no me visitasteis"; "estuve en la cárcel y me visitasteis".

Por eso, le doy las gracias por haber hablado de estas amenazas contra la dignidad humana en esas circunstancias, para aprender que, como sacerdotes, también debemos ser hermanos de estos "pequeños"; asimismo, es muy importante ver en ellos al Señor que nos espera. Tengo la intención de decir, juntamente con el cardenal Martino, unas palabras también públicas sobre estas situaciones particulares, que son un mandato para la Iglesia, para la fe, para su amor. Por último, le doy las gracias por haber dicho que lo importante no es tanto lo que hacemos, cuanto lo que somos en nuestro ministerio sacerdotal. Sin duda, debemos hacer muchas cosas y no caer en la pereza, pero todo nuestro compromiso sólo dará fruto si es expresión de lo que somos, si en nuestra actividad mostramos estar profundamente unidos a Cristo, si somos instrumentos de Cristo, bocas por las que habla Cristo, manos con las que actúa Cristo. El ser convence y el obrar sólo convence si es realmente fruto y expresión del ser.

La Comunión a los fieles divorciados que se han vuelto a casar

Todos sabemos que este es un problema particularmente doloroso para las personas que viven en situaciones en las que se ven excluidos de la Comunión eucarística y, naturalmente, para los sacerdotes que quieren ayudar a esas personas a amar a la Iglesia, a amar a Cristo. Esto plantea un problema.

Ninguno de nosotros tiene una receta hecha, entre otras razones porque las situaciones son siempre diversas. Yo diría que es particularmente dolorosa la situación de los que se casaron por la Iglesia, pero no eran realmente creyentes y lo hicieron por tradición, y luego, hallándose en un nuevo matrimonio inválido se convierten, encuentran la fe y se sienten excluidos del Sacramento. Realmente se trata de un gran sufrimiento. Cuando era prefecto de la Congregación para la doctrina de la fe, invité a diversas Conferencias episcopales y a varios especialistas a estudiar este problema: un sacramento celebrado sin fe. No me atrevo a decir si realmente se puede encontrar aquí un momento de invalidez, porque al sacramento le faltaba una dimensión fundamental. Yo personalmente lo pensaba, pero los debates que tuvimos me hicieron comprender que el problema es muy difícil y que se debe profundizar aún más. Dada la situación de sufrimiento de esas personas, hace falta profundizarlo.

No me atrevo a dar ahora una respuesta. En cualquier caso, me parecen muy importantes dos aspectos. El primero: aunque no pueden acudir a la Comunión sacramental, no están excluidos del amor de la Iglesia y del amor de Cristo. Ciertamente, una Eucaristía sin la Comunión sacramental inmediata no es completa, le falta algo esencial. Sin embargo, también es verdad que participar en la Eucaristía sin Comunión eucarística no es igual a nada; siempre implica verse involucrados en el misterio de la cruz y de la resurrección de Cristo. Siempre implica participar en el gran Sacramento, en su dimensión espiritual y pneumática; también en su dimensión eclesial, aunque no sea estrictamente sacramental.

Y, dado que es el Sacramento de la pasión de Cristo, el Cristo sufriente abraza de un modo particular a estas personas y se comunica con ellas de otro modo; por tanto, pueden sentirse abrazadas por el Señor crucificado que cae en tierra y muere, y sufre por ellas, con ellas. Así pues, es necesario hacer comprender que, aunque por desgracia falta una dimensión fundamental, no están excluidos del gran misterio de la Eucaristía, del amor de Cristo aquí presente. Esto me parece importante, como es importante que el párroco y las comunidades parroquiales ayuden a estas personas a comprender que, por una parte, debemos respetar la indivisibilidad del Sacramento y, por otra, que amamos a estas personas que sufren también por nosotros. Asimismo debemos sufrir con ellas, porque dan un testimonio importante; ya sabemos que cuando se cede por amor, se comete una injusticia contra el Sacramento mismo y la indisolubilidad aparece siempre menos verdadera.

Conocemos el problema no sólo de las comunidades protestantes, sino también de las Iglesias ortodoxas, que a menudo se presentan como modelo, en las que existe la posibilidad de volverse a casar. Pero sólo el primer matrimonio es sacramental: también ellas reconocen que los demás no son sacramento; son matrimonios de forma reducida, redimensionada, en una situación penitencial; en cierto sentido, pueden ir a la Comunión, pero sabiendo que esto se les concede "in economía" ―como dicen― por una misericordia que, sin embargo, no quita el hecho de que su matrimonio no es un sacramento. El otro punto en las Iglesias orientales es que para estos matrimonios han concedido la posibilidad de divorcio con gran ligereza y que, por tanto, queda gravemente herido el principio de la indisolubilidad, verdadera sacramentalidad del matrimonio.

Así pues, por una parte está el bien de la comunidad y el bien del Sacramento, que debemos respetar; y, por otra, el sufrimiento de las personas, a las que debemos ayudar.

El segundo punto que debemos enseñar y hacer creíble también para nuestra vida es que el sufrimiento, en sus diversas formas, es necesariamente parte de nuestra vida. Yo diría que se trata de un sufrimiento noble. De nuevo, es preciso hacer comprender que el placer no lo es todo; que el cristianismo nos da alegría, como el amor da alegría. Sin embargo, el amor también siempre es renuncia a sí mismo. El Señor mismo nos dio la fórmula de lo que es amor: el que se pierde a sí mismo, se encuentra; el que se gana y conserva a sí mismo, se pierde.

Siempre es un éxodo y, por tanto, un sufrimiento. La auténtica alegría es algo diferente del placer; la alegría crece, madura siempre en el sufrimiento, en comunión con la cruz de Cristo. Sólo aquí brota la verdadera alegría de la fe, de la que incluso ellos no están excluidos si aprenden a aceptar su sufrimiento en comunión con el de Cristo.

Administración del bautismo en situaciones particulares

La primera pregunta es muy difícil, y ya trabajé en este tema cuando era arzobispo de Munich, porque tuvimos casos como estos.

Ante todo, es necesario analizar caso por caso: si el obstáculo contra el bautismo es tal que no se podría dar sin despilfarro del sacramento, o si la situación permite decir, aunque sea en un contexto de problemas: este hombre se ha convertido realmente, tiene toda la fe, quiere vivir la fe de la Iglesia, quiere ser bautizado. Yo creo que dar ahora una fórmula general no respondería a las diversas situaciones reales. Naturalmente, tratemos de hacer todo lo posible para dar el bautismo a una persona que lo solicita con plena fe, pero digamos que los detalles se deben estudiar caso por caso.

Si una persona da muestras de haberse convertido realmente y quiere recibir el bautismo, dejarse incorporar en la comunión de Cristo y de la Iglesia, el deseo de la Iglesia debe ser secundarla. La Iglesia debe estar abierta, si no hay obstáculos que realmente hagan contradictorio el bautismo. Por tanto, hay que buscar la posibilidad y, si la persona está realmente convencida, si cree con todo su corazón, no estamos en el relativismo.

Actualización de la catequesis

Segundo punto: todos sabemos que, en la situación cultural e intelectual de la que hablamos al inicio, la catequesis resulta mucho más difícil. Por una parte, necesita nuevos contextos para que pueda entenderse; necesita ser contextualizada para que se pueda ver que esto es verdad y que concierne al hoy y al mañana; y, por otra, ya se ha hecho una contextualización necesaria en los Catecismos de las diversas Conferencias episcopales.

Ahora bien, por otra parte, hacen falta respuestas claras para que se pueda ver que esta es la fe y las otras son contextualizaciones, un simple modo de ayudar a comprender. Así ha nacido un nuevo "conflicto" dentro del mundo catequístico, entre catecismo en sentido clásico y los nuevos instrumentos de catequesis. Por un lado ―ahora hablo sólo de la experiencia alemana―, es verdad que muchos de estos libros no han llegado hasta la meta: siempre han preparado el terreno, pero estaban tan dedicados a preparar el terreno para el camino por el que avanza la persona, que al final no han llegado a la respuesta que se debía dar. Por otro, los catecismos clásicos resultaban tan cerrados en sí mismos, que la respuesta verdadera ya no tocaba la mente del catecúmeno de hoy.

Por fin, hemos llevado a cabo este compromiso pluridimensional: hemos elaborado el Catecismo de la Iglesia católica, que, por una parte, da las necesarias contextualizaciones culturales, pero también da respuestas precisas. Lo hemos escrito conscientes de que desde ese Catecismo hasta la catequesis concreta hay un trecho no fácil de recorrer. Pero también hemos comprendido que las situaciones, tanto lingüísticas como culturales y sociales, son tan diversas en los diferentes países e incluso, dentro de los mismos países, en los diferentes estratos sociales, que allí corresponde al obispo o a la Conferencia episcopal, y al catequista mismo, recorrer ese último trecho y, por eso, nuestra posición fue: este es el punto de referencia para todos; aquí se ve lo que cree la Iglesia.

Luego, las Conferencias episcopales deben crear los instrumentos para aplicarlo a la situación cultural y deben recorrer el trecho que aún falta. Y, por último, el catequista mismo debe dar los últimos pasos; tal vez también para estos últimos pasos se ofrecen instrumentos adecuados.

Después de algunos años, celebramos una reunión, en la que catequistas de todo el mundo nos dijeron que el Catecismo estaba muy bien, que era un libro necesario, que ayuda brindando la belleza, la organicidad y la integridad de la fe, pero que les hacía falta una síntesis. El Santo Padre Juan Pablo II acogió el deseo manifestado en esa reunión y creó una comisión que elaborara ese Compendio, es decir, una síntesis del Catecismo grande, al que se refiere, recogiendo lo esencial.

Al inicio, en la redacción del Compendio queríamos ser aún más breves, pero al final comprendimos que para decir realmente, en nuestro tiempo, lo esencial, el material que necesitaba cada catequista era lo que habíamos dicho. También añadimos oraciones. Y creo que es un libro realmente muy útil; en él se recoge la "suma" de todo lo que se contiene en el gran Catecismo y, en este sentido, me parece que puede corresponder hoy al Catecismo de san Pío X.

Los obispos individualmente y las Conferencias episcopales tienen siempre el deber de ayudar a los sacerdotes y a todos los catequistas en el trabajo con este libro, y de servir de puente a un grupo determinado, porque el modo de hablar, de pensar y de entender es muy diferente en Italia, en Francia, en Alemania, en África...; incluso dentro de un mismo país es recibido de modo muy diverso. Por tanto, el Catecismo de la Iglesia católica y el Compendio, con lo esencial del Catecismo, siguen siendo instrumentos para la Iglesia universal.

Además, también necesitamos siempre la colaboración de los obispos, los cuales, en contacto con los sacerdotes y los catequistas, ayudan a encontrar todos los instrumentos necesarios para poder trabajar bien en esta siembra de la Palabra.

Al final, el Santo Padre dijo a los presentes:

Quisiera daros las gracias por vuestras preguntas, que me ayudan a reflexionar acerca del futuro, y sobre todo por esta experiencia de comunión con un gran presbiterio de una hermosísima diócesis. Gracias.
INDICE


Iglesia de San Pantaleón de Colonia, 19 de agosto de 2005

Queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio; queridos seminaristas:

Os saludo a todos con gran afecto, agradeciendo vuestra jovial acogida y, sobre todo, el que hayáis venido a este encuentro desde numerosos países de los cinco continentes: aquí formamos realmente una imagen de la Iglesia católica esparcida por el mundo. Doy gracias ante todo al seminarista, al sacerdote y al obispo que nos han presentado su testimonio personal, y quiero subrayar que me ha impresionado mucho constatar los caminos por los que el Señor ha llevado a estas personas de modo inesperado y contrario a sus proyectos. Gracias de corazón.

Me alegra tener este encuentro con vosotros. He querido que ―como ya se ha dicho― en el programa de estos días en Colonia hubiera un encuentro especial con los jóvenes seminaristas, para resaltar en toda su importancia la dimensión vocacional que desempeña un papel cada vez mayor en las Jornadas mundiales de la juventud. Me parece que la lluvia que está cayendo del cielo es también como una bendición. Sois seminaristas, es decir, jóvenes que con vistas a una importante misión en la Iglesia, se encuentran en un tiempo fuerte de búsqueda de una relación personal con Cristo y del encuentro con él. Esto es el seminario: más que un lugar, es un tiempo significativo en la vida de un discípulo de Jesús. Imagino el eco que pueden tener en vuestro interior las palabras del lema de esta vigésima Jornada mundial ―"Hemos venido a adorarlo"― y todo el impresionante relato de la búsqueda de los Magos y de su encuentro con Cristo. Cada uno a su modo ―pensemos en los tres testimonios que hemos escuchado― es como ellos una persona que ve una estrella, se pone en camino, experimenta también la oscuridad y, bajo la guía de Dios, puede llegar a la meta. Este pasaje evangélico sobre la búsqueda de los Magos y su encuentro con Cristo tiene un valor singular para vosotros, queridos seminaristas, precisamente porque estáis realizando un proceso de discernimiento ― y este es un verdadero camino― y comprobación de la llamada al sacerdocio. Sobre esto quisiera detenerme a reflexionar con vosotros.

¿Por qué los Magos fueron a Belén desde países lejanos? La respuesta está en relación con el misterio de la "estrella" que vieron "salir" y que identificaron como la estrella del "Rey de los judíos", es decir, como la señal del nacimiento del Mesías (cf. Mt 2, 2). Por tanto, su viaje fue motivado por una fuerte esperanza, que luego tuvo en la estrella su confirmación y guía hacia el "Rey de los judíos", hacia la realeza de Dios mismo. Porque este es el sentido de nuestro camino: servir a la realeza de Dios en el mundo. Los Magos partieron porque tenían un deseo grande que los indujo a dejarlo todo y a ponerse en camino. Era como si hubieran esperado siempre aquella estrella. Como si aquel viaje hubiera estado siempre inscrito en su destino, que ahora finalmente se cumplía. Queridos amigos, este es el misterio de la llamada, de la vocación; misterio que afecta a la vida de todo cristiano, pero que se manifiesta con mayor relieve en los que Cristo invita a dejarlo todo para seguirlo más de cerca. El seminarista vive la belleza de la llamada en el momento que podríamos definir de "enamoramiento". Su corazón, henchido de asombro, le hace decir en la oración: Señor, ¿por qué precisamente a mí? Pero el amor no tiene un "porqué", es un don gratuito al que se responde con la entrega de sí mismo.

El seminario es un tiempo destinado a la formación y al discernimiento. La formación, como bien sabéis, tiene varias dimensiones que convergen en la unidad de la persona: comprende el ámbito humano, espiritual y cultural. Su objetivo más profundo es el de dar a conocer íntimamente a aquel Dios que en Jesucristo nos ha mostrado su rostro. Por esto es necesario un estudio profundo de la sagrada Escritura como también de la fe y de la vida de la Iglesia, en la cual la Escritura permanece como palabra viva. Todo esto debe enlazarse con las preguntas de nuestra razón y, por tanto, con el contexto de la vida humana de hoy. Este estudio, a veces, puede parecer pesado, pero constituye una parte insustituible de nuestro encuentro con Cristo y de nuestra llamada a anunciarlo.

Todo contribuye a desarrollar una personalidad coherente y equilibrada, capaz de asumir válidamente la misión presbiteral y llevarla a cabo después responsablemente. El papel de los formadores es decisivo: la calidad del presbiterio en una Iglesia particular depende en buena parte de la del seminario y, por tanto, de la calidad de los responsables de la formación.

Queridos seminaristas, precisamente por eso rezamos hoy con viva gratitud por todos vuestros superiores, profesores y educadores, que sentimos espiritualmente presentes en este encuentro. Pidamos a Dios que desempeñen lo mejor posible la tarea tan importante que se les ha confiado. El seminario es un tiempo de camino, de búsqueda, pero sobre todo de descubrimiento de Cristo. En efecto, sólo si hace una experiencia personal de Cristo, el joven puede comprender en verdad su voluntad y por lo tanto su vocación. Cuanto más conoces a Jesús, más te atrae su misterio; cuanto más lo encuentras, más fuerte es el deseo de buscarlo. Es un movimiento del espíritu que dura toda la vida, y que en el seminario pasa, como una estación llena de promesas, su "primavera".

Al llegar a Belén, los Magos, como dice la Escritura, "entraron en la casa, vieron al niño con María, su madre, y cayendo de rodillas lo adoraron" (Mt 2, 11). He aquí por fin el momento tan esperado: el encuentro con Jesús. "Entraron en la casa": esta casa representa en cierto modo la Iglesia. Para encontrar al Salvador hay que entrar en la casa, que es la Iglesia. Durante el tiempo del seminario se produce una maduración particularmente significativa en la conciencia del joven seminarista: ya no ve a la Iglesia "desde fuera", sino que la siente, por decirlo así, "en su interior", como "su casa", porque es casa de Cristo, donde "habita" María, su madre. Y es precisamente la Madre quien le muestra a Jesús, su Hijo, quien se lo presenta; en cierto modo se lo hace ver, tocar, tomar en sus brazos. María le enseña a contemplarlo con los ojos del corazón y a vivir de él. En todos los momentos de la vida en el seminario se puede experimentar esta amorosa presencia de la Virgen, que introduce a cada uno al encuentro con Cristo en el silencio de la meditación, en la oración y en la fraternidad. María ayuda a encontrar al Señor sobre todo en la celebración eucarística, cuando en la Palabra y en el Pan consagrado se hace nuestro alimento espiritual cotidiano.

"Y cayendo de rodillas lo adoraron (...); le ofrecieron regalos: oro, incienso y mirra" (Mt 2, 11-12). Con esto culmina todo el itinerario: el encuentro se convierte en adoración, dando lugar a un acto de fe y amor que reconoce en Jesús, nacido de María, al Hijo de Dios hecho hombre. ¿Cómo no ver prefigurado en el gesto de los Magos la fe de Simón Pedro y de los Apóstoles, la fe de Pablo y de todos los santos, en particular de los santos seminaristas y sacerdotes que han marcado los dos mil años de historia de la Iglesia? El secreto de la santidad es la amistad con Cristo y la adhesión fiel a su voluntad. "Cristo es todo para nosotros", decía san Ambrosio; y san Benito exhortaba a no anteponer nada al amor de Cristo. Que Cristo sea todo para vosotros.

Especialmente vosotros, queridos seminaristas, ofrecedle a él lo más precioso que tenéis, como sugería el venerado Juan Pablo II en su Mensaje para esta Jornada mundial: el oro de vuestra libertad, el incienso de vuestra oración fervorosa, la mirra de vuestro afecto más profundo (cf. n. 4).

El seminario es un tiempo de preparación para la misión. Los Magos "se marcharon a su tierra", y ciertamente dieron testimonio del encuentro con el Rey de los judíos. También vosotros, después del largo y necesario itinerario formativo del seminario, seréis enviados para ser los ministros de Cristo; cada uno de vosotros volverá entre la gente como alter Christus. En el viaje de retorno, los Magos tuvieron que afrontar seguramente peligros, sacrificios, desorientación, dudas... ¡ya no tenían la estrella para guiarlos! Ahora la luz estaba dentro de ellos. Ahora tenían que custodiarla y alimentarla con el recuerdo constante de Cristo, de su rostro santo, de su amor inefable. ¡Queridos seminaristas! Si Dios quiere, también vosotros un día, consagrados por el Espíritu Santo, iniciaréis vuestra misión. Recordad siempre las palabras de Jesús: "Permaneced en mi amor" (Jn 15, 9). Si permanecéis cerca de Cristo, con Cristo y en Cristo, daréis mucho fruto, como prometió. No lo habéis elegido vosotros a él ―como acabamos de escuchar en los testimonios―, sino que él os ha elegido a vosotros (cf. Jn 15, 16). ¡He aquí el secreto de vuestra vocación y de vuestra misión!

Está guardado en el corazón inmaculado de María, que vela con amor materno sobre cada uno de vosotros. Recurrid frecuentemente a ella con confianza. A todos os aseguro mi afecto y mi oración cotidiana, y os bendigo de corazón.
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Colonia - Explanada de Marienfeld, 21 de agosto de 2005

Querido cardenal Meisner; queridos jóvenes:

Quisiera agradecerte cordialmente, querido hermano en el episcopado, tus conmovedoras palabras, que nos introducen tan oportunamente en esta celebración litúrgica. Habría querido recorrer en el coche descubierto toda la explanada, a lo largo y a lo ancho, para estar lo más cerca posible de cada uno.

El mal estado de los pasillos no lo ha permitido. Pero os saludo a cada uno de todo corazón. El Señor ve y ama a cada persona. Todos juntos formamos la Iglesia viva y damos gracias al Señor por esta hora en la que nos dona el misterio de su presencia y la posibilidad de estar en comunión con él.

Todos sabemos que somos imperfectos, que no podemos ser para él una casa adecuada. Por eso comenzamos la santa misa recogiéndonos y rogando al Señor que elimine en nosotros todo lo que nos separa de él y lo que nos separa unos de otros, y así nos conceda celebrar dignamente los santos misterios.

* * * * *

Queridos jóvenes:

Ante la sagrada Hostia, en la cual Jesús se ha hecho pan para nosotros, que interiormente sostiene y nutre nuestra vida (cf. Jn 6, 35), comenzamos ayer por la tarde el camino interior de la adoración. En la Eucaristía la adoración debe llegar a ser unión. Con la celebración eucarística nos encontramos en aquella "hora" de Jesús, de la cual habla el evangelio de san Juan. Mediante la Eucaristía, esta "hora" suya se convierte en nuestra hora, su presencia en medio de nosotros. Junto con los discípulos, él celebró la cena pascual de Israel, el memorial de la acción liberadora de Dios que había guiado a Israel de la esclavitud a la libertad. Jesús sigue los ritos de Israel. Pronuncia sobre el pan la oración de alabanza y bendición. Sin embargo, sucede algo nuevo. Da gracias a Dios no solamente por las grandes obras del pasado; le da gracias por la propia exaltación que se realizará mediante la cruz y la Resurrección, dirigiéndose a los discípulos también con palabras que contienen el compendio de la Ley y de los Profetas: "Esto es mi Cuerpo entregado en sacrificio por vosotros. Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi Sangre". Y así distribuye el pan y el cáliz, y, al mismo tiempo, les encarga la tarea de volver a decir y hacer siempre en su memoria aquello que estaba diciendo y haciendo en aquel momento.

¿Qué está sucediendo? ¿Cómo Jesús puede repartir su Cuerpo y su Sangre? Haciendo del pan su Cuerpo y del vino su Sangre, anticipa su muerte, la acepta en lo más íntimo y la transforma en una acción de amor. Lo que desde el exterior es violencia brutal ―la crucifixión―, desde el interior se transforma en un acto de un amor que se entrega totalmente. Esta es la transformación sustancial que se realizó en el Cenáculo y que estaba destinada a suscitar un proceso de transformaciones cuyo último fin es la transformación del mundo hasta que Dios sea todo en todos (cf. 1 Co 15, 28). Desde siempre todos los hombres esperan en su corazón, de algún modo, un cambio, una transformación del mundo. Este es, ahora, el acto central de transformación capaz de renovar verdaderamente el mundo: la violencia se transforma en amor y, por tanto, la muerte en vida. Dado que este acto convierte la muerte en amor, la muerte como tal está ya, desde su interior, superada; en ella está ya presente la resurrección. La muerte ha sido, por así decir, profundamente herida, tanto que, de ahora en adelante, no puede ser la última palabra.

Esta es, por usar una imagen muy conocida para nosotros, la fisión nuclear llevada en lo más íntimo del ser; la victoria del amor sobre el odio, la victoria del amor sobre la muerte. Solamente esta íntima explosión del bien que vence al mal puede suscitar después la cadena de transformaciones que poco a poco cambiarán el mundo. Todos los demás cambios son superficiales y no salvan. Por esto hablamos de redención: lo que desde lo más íntimo era necesario ha sucedido, y nosotros podemos entrar en este dinamismo. Jesús puede distribuir su Cuerpo, porque se entrega realmente a sí mismo.

Esta primera transformación fundamental de la violencia en amor, de la muerte en vida lleva consigo las demás transformaciones. Pan y vino se convierten en su Cuerpo y su Sangre. Llegados a este punto la transformación no puede detenerse, antes bien, es aquí donde debe comenzar plenamente. El Cuerpo y la Sangre de Cristo se nos dan para que también nosotros mismos seamos transformados. Nosotros mismos debemos llegar a ser Cuerpo de Cristo, sus consanguíneos. Todos comemos el único pan, y esto significa que entre nosotros llegamos a ser una sola cosa. La adoración, como hemos dicho, llega a ser, de este modo, unión. Dios no solamente está frente a nosotros, como el totalmente Otro. Está dentro de nosotros, y nosotros estamos en él. Su dinámica nos penetra y desde nosotros quiere propagarse a los demás y extenderse a todo el mundo, para que su amor sea realmente la medida dominante del mundo. Yo encuentro una alusión muy bella a este nuevo paso que la última Cena nos indica con la diferente acepción de la palabra "adoración" en griego y en latín. La palabra griega es proskynesis. Significa el gesto de sumisión, el reconocimiento de Dios como nuestra verdadera medida, cuya norma aceptamos seguir. Significa que la libertad no quiere decir gozar de la vida, considerarse absolutamente autónomo, sino orientarse según la medida de la verdad y del bien, para llegar a ser, de esta manera, nosotros mismos, verdaderos y buenos. Este gesto es necesario, aun cuando nuestra ansia de libertad se resiste, en un primer momento, a esta perspectiva. Hacerla completamente nuestra sólo será posible en el segundo paso que nos presenta la última Cena. La palabra latina para adoración es ad-oratio, contacto boca a boca, beso, abrazo y, por tanto, en resumen, amor. La sumisión se hace unión, porque aquel al cual nos sometemos es Amor. Así la sumisión adquiere sentido, porque no nos impone cosas extrañas, sino que nos libera desde lo más íntimo de nuestro ser.

Volvamos de nuevo a la última Cena. La novedad que allí se verificó, estaba en la nueva profundidad de la antigua oración de bendición de Israel, que ahora se hacía palabra de transformación y nos concedía el poder participar en la "hora" de Cristo. Jesús no nos ha encargado la tarea de repetir la Cena pascual que, por otra parte, en cuanto aniversario, no es repetible a voluntad. Nos ha dado la tarea de entrar en su "hora". Entramos en ella mediante la palabra del poder sagrado de la consagración, una transformación que se realiza mediante la oración de alabanza, que nos sitúa en continuidad con Israel y con toda la historia de la salvación, y al mismo tiempo nos concede la novedad hacia la cual aquella oración tendía por su íntima naturaleza.

Esta oración, llamada por la Iglesia "plegaria eucarística", hace presente la Eucaristía. Es palabra de poder, que transforma los dones de la tierra de modo totalmente nuevo en la donación de Dios mismo y que nos compromete en este proceso de transformación. Por eso llamamos a este acontecimiento Eucaristía, que es la traducción de la palabra hebrea beracha, agradecimiento, alabanza, bendición, y asimismo transformación a partir del Señor: presencia de su "hora". La hora de Jesús es la hora en la cual vence el amor. En otras palabras: es Dios quien ha vencido, porque él es Amor. La hora de Jesús quiere llegar a ser nuestra hora y lo será, si nosotros, mediante la celebración de la Eucaristía, nos dejamos arrastrar por aquel proceso de transformaciones que el Señor pretende. La Eucaristía debe llegar a ser el centro de nuestra vida.

No se trata de positivismo o ansia de poder, cuando la Iglesia nos dice que la Eucaristía es parte del domingo. En la mañana de Pascua, primero las mujeres y luego los discípulos tuvieron la gracia de ver al Señor. Desde entonces supieron que el primer día de la semana, el domingo, sería el día de él, de Cristo. El día del inicio de la creación sería el día de la renovación de la creación. Creación y redención caminan juntas. Por esto es tan importante el domingo. Está bien que hoy, en muchas culturas, el domingo sea un día libre o, juntamente con el sábado, constituya el denominado "fin de semana" libre. Pero este tiempo libre permanece vacío si en él no está Dios.

Queridos amigos, a veces, en principio, puede resultar incómodo tener que programar en el domingo también la misa. Pero si tomáis este compromiso, constataréis más tarde que es exactamente esto lo que da sentido al tiempo libre. No os dejéis disuadir de participar en la Eucaristía dominical y ayudad también a los demás a descubrirla. Ciertamente, para que de esa emane la alegría que necesitamos, debemos aprender a comprenderla cada vez más profundamente, debemos aprender a amarla. Comprometámonos a ello, ¡vale la pena!

Descubramos la íntima riqueza de la liturgia de la Iglesia y su verdadera grandeza: no somos nosotros los que hacemos fiesta para nosotros, sino que es, en cambio, el mismo Dios viviente el que prepara una fiesta para nosotros. Con el amor a la Eucaristía redescubriréis también el sacramento de la Reconciliación, en el cual la bondad misericordiosa de Dios permite siempre iniciar de nuevo nuestra vida.

Quien ha descubierto a Cristo debe llevar a otros hacia él. Una gran alegría no se puede guardar para uno mismo. Es necesario transmitirla. En numerosas partes del mundo existe hoy un extraño olvido de Dios. Parece que todo marche igualmente sin él. Pero al mismo tiempo existe también un sentimiento de frustración, de insatisfacción de todo y de todos. Dan ganas de exclamar: ¡No es posible que la vida sea así! Verdaderamente no. Y de este modo, junto al olvido de Dios existe como un "boom" de lo religioso. No quiero desacreditar todo lo que se sitúa en este contexto. Puede darse también la alegría sincera del descubrimiento. Pero, a menudo la religión se convierte casi en un producto de consumo. Se escoge aquello que agrada, y algunos saben también sacarle provecho. Pero la religión buscada a la "medida de cada uno" a la postre no nos ayuda. Es cómoda, pero en el momento de crisis nos abandona a nuestra suerte. Ayudad a los hombres a descubrir la verdadera estrella que nos indica el camino: Jesucristo.

Tratemos nosotros mismos de conocerlo cada vez mejor para poder guiar también, de modo convincente, a los demás hacia él. Por esto es tan importante el amor a la sagrada Escritura y, en consecuencia, conocer la fe de la Iglesia que nos muestra el sentido de la Escritura. Es el Espíritu Santo el que guía a la Iglesia en su fe creciente y la ha hecho y hace penetrar cada vez más en las profundidades de la verdad (cf. Jn 16, 13). El Papa Juan Pablo II nos ha dejado una obra maravillosa, en la cual la fe secular se explica sintéticamente: el Catecismo de la Iglesia católica. Yo mismo, recientemente, he presentado el Compendio de ese Catecismo, que ha sido elaborado a petición del difunto Papa. Son dos libros fundamentales que querría recomendaros a todos vosotros.

Obviamente, los libros por sí solos no bastan. Construid comunidades basadas en la fe. En los últimos decenios han nacido movimientos y comunidades en los cuales la fuerza del Evangelio se deja sentir con vivacidad. Buscad la comunión en la fe como compañeros de camino que juntos continúan el itinerario de la gran peregrinación que primero nos señalaron los Magos de Oriente. La espontaneidad de las nuevas comunidades es importante, pero es asimismo importante conservar la comunión con el Papa y con los obispos. Son ellos los que garantizan que no se están buscando senderos particulares, sino que a su vez se está viviendo en aquella gran familia de Dios que el Señor ha fundado con los doce Apóstoles.

Una vez más, debo volver a la Eucaristía. "Porque aun siendo muchos, somos un solo pan y un solo cuerpo, pues todos participamos de un solo pan", dice san Pablo (1 Co 10, 17). Con esto quiere decir: puesto que recibimos al mismo Señor y él nos acoge y nos atrae hacia sí, seamos también una sola cosa entre nosotros. Esto debe manifestarse en la vida. Debe mostrarse en la capacidad de perdón. Debe manifestarse en la sensibilidad hacia las necesidades de los demás. Debe manifestarse en la disponibilidad para compartir. Debe manifestarse en el compromiso con el prójimo, tanto con el cercano como con el externamente lejano, que, sin embargo, nos atañe siempre de cerca.

Existen hoy formas de voluntariado, modelos de servicio mutuo, de los cuales justamente nuestra sociedad tiene necesidad urgente. No debemos, por ejemplo, abandonar a los ancianos en su soledad, no debemos pasar de largo ante los que sufren. Si pensamos y vivimos en virtud de la comunión con Cristo, entonces se nos abren los ojos. Entonces no nos adaptaremos más a seguir viviendo preocupados solamente por nosotros mismos, sino que veremos dónde y cómo somos necesarios. Viviendo y actuando así nos daremos cuenta bien pronto que es mucho más bello ser útiles y estar a disposición de los demás que preocuparse sólo de las comodidades que se nos ofrecen. Yo sé que vosotros como jóvenes aspiráis a cosas grandes, que queréis comprometeros por un mundo mejor. Demostrádselo a los hombres, demostrádselo al mundo, que espera exactamente este testimonio de los discípulos de Jesucristo y que, sobre todo mediante vuestro amor, podrá descubrir la estrella que como creyentes seguimos.

¡Caminemos con Cristo y vivamos nuestra vida como verdaderos adoradores de Dios! Amén.
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Palacio apostólico de Castelgandolfo, 4 de septiembre de 2005

Queridos hermanos y hermanas:

El Año de la Eucaristía se acerca ya a su conclusión. Se clausurará, el próximo mes de octubre, con la celebración de la Asamblea ordinaria del Sínodo de los obispos en el Vaticano, que tendrá por tema: "La Eucaristía, fuente y cumbre de la vida y de la misión de la Iglesia". El amado Papa Juan Pablo II convocó este Año especial dedicado al Misterio eucarístico, para reavivar en el pueblo cristiano la fe, el asombro y el amor a este gran Sacramento, que constituye el verdadero tesoro de la Iglesia.

¡Con cuánta devoción celebraba él la santa misa, centro de todas sus jornadas! ¡Y cuánto tiempo transcurría en oración silenciosa y adoración ante el Sagrario! Durante los últimos meses, la enfermedad lo configuró cada vez más con Cristo sufriente. Conmueve pensar que en la hora de la muerte unió la ofrenda de su vida a la de Cristo en la misa que se celebraba junto a su cama. Su existencia terrena terminó en la octava de Pascua, precisamente en el centro de este Año eucarístico, en el que se realizó el paso de su gran pontificado al mío. Por tanto, desde el inicio de este servicio que el Señor me ha pedido, reafirmo con alegría el carácter central del Sacramento de la presencia real de Cristo en la vida de la Iglesia y en la de todo cristiano.

Con vistas a la Asamblea sinodal de octubre, los obispos que participarán como miembros están examinando el "Instrumento de trabajo" elaborado para ella. Pero deseo que toda la comunidad eclesial se sienta implicada en esta fase de preparación inmediata, y participe con la oración y la reflexión, valorando cualquier ocasión, acontecimiento y encuentro.

También en la reciente Jornada mundial de la juventud se hicieron muchísimas referencias al misterio de la Eucaristía. Pienso, por ejemplo, en la sugestiva Vigilia de la tarde del sábado 20 de agosto, en Marienfeld, que tuvo su momento culminante en la adoración eucarística: una elección valiente, que hizo converger la mirada y el corazón de los jóvenes en Jesús, presente en el santísimo Sacramento. Además, recuerdo que durante aquellas memorables jornadas, en algunas iglesias de Colonia, Bonn y Düsseldorf se tuvo adoración continua, día y noche, con la participación de muchos jóvenes, que así pudieron descubrir juntos la belleza de la oración contemplativa.

Confío en que, gracias al compromiso de pastores y fieles, en todas las comunidades sea cada vez más asidua y fervorosa la participación en la Eucaristía. Hoy quisiera exhortar, de modo especial, a santificar con alegría el "día del Señor", el domingo, día sagrado para los cristianos. En este marco, me complace recordar la figura de san Gregorio Magno, cuya memoria litúrgica celebramos ayer. Este gran Papa dio una contribución de alcance histórico a la promoción de la liturgia en sus diversos aspectos y, en particular, a la celebración conveniente de la Eucaristía. Que su intercesión, juntamente con la de María santísima, nos ayude a vivir en plenitud cada domingo la alegría de la Pascua y del encuentro con el Señor resucitado.
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Castelgandolfo, 11 de septiembre de 2005

Queridos hermanos y hermanas:

El próximo miércoles, 14 de septiembre, celebraremos la fiesta litúrgica de la Exaltación de la Santa Cruz. En el Año dedicado a la Eucaristía, esta fiesta adquiere un significado particular: nos invita a meditar en el profundo e indisoluble vínculo que une la celebración eucarística y el misterio de la cruz. En efecto, toda santa misa actualiza el sacrificio redentor de Cristo. Al Gólgota y a la "hora" de la muerte en la cruz ―escribió el amado Juan Pablo II en la encíclica Ecclesia de Eucharistia― «vuelve espiritualmente todo presbítero que celebra la santa misa, junto con la comunidad cristiana que participa en ella» (n. 4).

Por tanto, la Eucaristía es el memorial de todo el misterio pascual: pasión, muerte, descenso a los infiernos, resurrección y ascensión al cielo, y la cruz es la conmovedora manifestación del acto de amor infinito con el que el Hijo de Dios salvó al hombre y al mundo del pecado y de la muerte. Por eso, la señal de la cruz es el gesto fundamental de nuestra oración, de la oración del cristiano.
Hacer la señal de la cruz ―como haremos ahora con la bendición― es pronunciar un sí visible y público a Aquel que murió por nosotros y resucitó, al Dios que en la humildad y debilidad de su amor es el Todopoderoso, más fuerte que todo el poder y la inteligencia del mundo.

Después de la consagración, la asamblea de los fieles, consciente de estar en la presencia real de Cristo crucificado y resucitado, aclama: "Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!". Con los ojos de la fe la comunidad reconoce a Jesús vivo con los signos de su pasión y, como Tomás, llena de asombro, puede repetir: "¡Señor mío y Dios mío!" (Jn 20, 28). La Eucaristía es misterio de muerte y de gloria como la cruz, que no es un accidente, sino el paso a través del cual Cristo entró en su gloria (cf. Lc 24, 26) y reconcilió a la humanidad entera, derrotando toda enemistad. Por eso, la liturgia nos invita a orar con confianza y esperanza: Mane nobiscum, Domine! ¡Quédate con nosotros, Señor, que con tu santa cruz redimiste al mundo!

María, presente en el Calvario junto a la cruz, está también presente, con la Iglesia y como Madre de la Iglesia, en cada una de nuestras celebraciones eucarísticas (cf. Ecclesia de Eucharistia, 57). Por eso, nadie mejor que ella puede enseñarnos a comprender y vivir con fe y amor la santa misa, uniéndonos al sacrificio redentor de Cristo. Cuando recibimos la sagrada comunión también nosotros, como María y unidos a ella, abrazamos el madero que Jesús con su amor transformó en instrumento de salvación, y pronunciamos nuestro "amén", nuestro "sí" al Amor crucificado y resucitado.
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19 de septiembre de 2005

Queridos hermanos en el episcopado:

Con gran afecto os saludo con el deseo de Cristo resucitado a los Apóstoles: "¡La paz con vosotros!". Al inicio de vuestro ministerio episcopal habéis venido en peregrinación a la tumba de san Pedro para renovar vuestra fe, reflexionar sobre vuestras responsabilidades como sucesores de los Apóstoles y expresar vuestra comunión con el Papa.

Las jornadas de estudio organizadas para los obispos nombrados recientemente son una cita ya tradicional y os ofrecen la oportunidad de reflexionar sobre algunos aspectos importantes del ministerio episcopal en un intercambio fraterno de pensamientos y experiencias. Este encuentro se inserta en las iniciativas de formación permanente del obispo, que recomendó la exhortación apostólica Pastores gregis. Si múltiples motivos exigen al obispo un esfuerzo de actualización, con mayor razón es útil que, desde el inicio de su misión, tenga la posibilidad de realizar una adecuada reflexión sobre los desafíos y los problemas que deberá afrontar. Estas jornadas también os permiten conoceros personalmente y hacer una experiencia concreta del afecto colegial que debe animar vuestro ministerio.

Doy las gracias al cardenal Giovanni Battista Re por haber interpretado vuestros sentimientos. Saludo cordialmente a monseñor Antonio Vegliò, secretario de la Congregación para las Iglesias orientales, y me alegra que los obispos de rito oriental se hayan adherido a esta iniciativa juntamente con los hermanos de rito latino, aun previendo tener momentos especiales de encuentro en el mencionado dicasterio para las Iglesias orientales.

Al haber dado los primeros pasos en el oficio episcopal, ya os habéis dado cuenta de cuán necesarias son la confianza humilde en Dios y la valentía apostólica, que nace de la fe y del sentido de responsabilidad del obispo. De ello era consciente el apóstol san Pablo, que ante el trabajo pastoral ponía su esperanza únicamente en el Señor, reconociendo que su fuerza provenía sólo de él. En efecto, afirmaba: "Todo lo puedo en Aquel que me conforta" (Flp 4, 13). Cada uno de vosotros, queridos hermanos, debe estar seguro de que en el desempeño del ministerio jamás está solo, porque el Señor está cerca de él con su gracia y su presencia, como nos recuerda la constitución dogmática Lumen gentium, en la que se reafirma la presencia de Cristo salvador en la persona y en la acción ministerial del obispo (cf. n. 21).

Entre vuestras tareas, quisiera subrayar la de ser maestros de la fe. El anuncio del Evangelio está en el origen de la Iglesia y de su desarrollo en el mundo, así como del crecimiento de los fieles en la fe. Los Apóstoles tuvieron plena conciencia de la importancia primaria de este servicio suyo: para poder estar totalmente a disposición del ministerio de la Palabra, eligieron a los diáconos y los destinaron al servicio de la caridad (cf. Hch 6, 2-4). Queridos hermanos, como sucesores de los Apóstoles, sois doctores fidei, doctores auténticos que anuncian al pueblo, con la misma autoridad de Cristo, la fe que hay que creer y vivir. A los fieles encomendados a vuestra solicitud pastoral debéis ayudarles a redescubrir la alegría de la fe, la alegría de ser amados personalmente por Dios, que dio a su Hijo Jesús para nuestra salvación. En efecto, como bien sabéis, creer consiste sobre todo en ponerse en manos de Dios, que nos conoce y nos ama personalmente, y en acoger la verdad que reveló en Cristo con la actitud confiada que nos lleva a tener confianza en él, Revelador del Padre. A pesar de nuestras debilidades y nuestros pecados, él nos ama, y este amor suyo da sentido a nuestra vida y a la del mundo.

La respuesta a Dios exige el camino interior que lleva al creyente a encontrarse con el Señor. Este encuentro sólo es posible si el hombre es capaz de abrir su corazón a Dios, que habla en la profundidad de la conciencia. Esto exige interioridad, silencio, vigilancia, actitudes que os invito a vivir personalmente y a proponer a vuestros fieles, tratando de promover iniciativas oportunas de tiempos y lugares que ayuden a descubrir el primado de la vida espiritual.

En la pasada fiesta de San Pedro y San Pablo apóstoles, entregué a la Iglesia el Compendio del Catecismo de la Iglesia católica, síntesis fiel y segura del texto precedente más amplio. Hoy, os entrego idealmente a cada uno de vosotros estos dos documentos fundamentales de la fe de la Iglesia, para que sean punto de referencia de vuestra enseñanza y signo de la comunión de fe que vivimos. La forma de diálogo que tiene el Compendio del Catecismo de la Iglesia católica y el uso de las imágenes quieren ayudar a cada fiel a ponerse personalmente ante la llamada de Dios, que resuena en la conciencia, para entablar un coloquio íntimo y personal con él; un coloquio que se extiende a la comunidad en la oración litúrgica, traduciéndose en fórmulas y ritos provistos de una belleza que favorece la contemplación de los misterios de Dios. Así, la lex credendi se convierte en lex orandi.

Os exhorto a estar cerca de vuestros sacerdotes, pero también de los numerosos catequistas de vuestras diócesis, que colaboran en vuestro ministerio: a cada uno de ellos le envío, a través de vosotros, mi saludo y mi aliento. Trabajad para que el Año de la Eucaristía, que ya está a punto de terminar, deje en el corazón de los fieles el deseo de arraigar cada vez más toda su vida en la Eucaristía. Que la Eucaristía sea, también para vosotros, la fuerza inspiradora de vuestro ministerio pastoral. El modo mismo de celebrar la misa por parte del obispo alimenta la fe y la devoción de los sacerdotes y los fieles. Y en la diócesis, cada obispo, como "primer dispensador de los misterios de Dios", es el responsable de la Eucaristía, es decir, tiene la tarea de velar para que la celebración de la Eucaristía sea digna y decorosa, y promover el culto eucarístico. Asimismo, el obispo debe fomentar en especial la participación de los fieles en la misa dominical, en la que resuena la Palabra de vida y Cristo mismo se hace presente bajo las especies del pan y del vino. Además, la misa permite a los fieles alimentar también el sentido comunitario de la fe.

Queridos hermanos, tened gran confianza en la gracia e infundid esta confianza en vuestros colaboradores, para que la perla preciosa de la fe siempre resplandezca, se conserve, se defienda y se transmita en su pureza. Sobre cada uno de vosotros y sobre vuestras diócesis invoco la protección de María, a la vez que de corazón imparto a cada uno mi bendición.
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Plaza de San Pedro, 2 de octubre de 2005

Queridos hermanos y hermanas:

Acaba de concluir, en la basílica de San Pedro, la celebración eucarística con la que hemos inaugurado la Asamblea general ordinaria del Sínodo de los obispos. Los padres sinodales, procedentes de todas las partes del mundo, con expertos y otros delegados, vivirán en las próximas tres semanas, juntamente con el Sucesor de Pedro, un tiempo privilegiado de oración, reflexionando sobre el tema: "La Eucaristía, fuente y cumbre de la vida y de la misión de la Iglesia".

¿Por qué este tema? ¿No es acaso un tema muy conocido, ya plenamente tratado? En realidad, la doctrina católica sobre la Eucaristía, definida autorizadamente por el concilio de Trento, exige que la comunidad eclesial la reciba, la viva y la transmita de modo siempre nuevo y adecuado a los tiempos. La Eucaristía podría considerarse también como una "lente" a través de la cual podemos verificar continuamente el rostro y el camino de la Iglesia, que Cristo fundó para que todo hombre pueda conocer el amor de Dios y encontrar en él plenitud de vida. Por eso el amado Papa Juan Pablo II quiso dedicar a la Eucaristía un Año entero, que se clausurará precisamente al final de la Asamblea sinodal, el próximo 23 de octubre, después de tres semanas, el domingo en que se celebrará la Jornada mundial de las misiones.

Esta coincidencia nos ayuda a contemplar el misterio eucarístico desde la perspectiva misionera. En efecto, la Eucaristía es el centro propulsor de toda la acción evangelizadora de la Iglesia, en cierto sentido, como lo es el corazón en el cuerpo humano. Las comunidades cristianas, sin la celebración eucarística con la que se alimentan en la doble mesa de la Palabra y del Cuerpo de Cristo, perderían su auténtica naturaleza: sólo siendo "eucarísticas" pueden transmitir a Cristo a los hombres, y no únicamente ideas o valores, por nobles e importantes que sean.

La Eucaristía ha forjado a insignes apóstoles misioneros, en todos los estados de vida: obispos, sacerdotes, religiosos, laicos; santos de vida activa y contemplativa. Pensemos, por una parte, en san Francisco Javier, a quien el amor de Cristo impulsó hasta el Lejano Oriente para anunciar el Evangelio; por otra, en santa Teresa de Lisieux, joven carmelita, cuya memoria celebramos precisamente ayer. Vivió en la clausura su ardiente espíritu apostólico, mereciendo ser proclamada, junto con san Francisco Javier, patrona de la actividad misionera de la Iglesia. Invoquemos su protección sobre los trabajos sinodales, así como la de los ángeles custodios, que hoy recordamos.

Oremos con confianza sobre todo a la santísima Virgen María, a la que el próximo día 7 de octubre veneraremos con el título de Virgen del Rosario. El mes de octubre está dedicado al santo rosario, singular oración contemplativa con la que, guiados por la Madre celestial del Señor, fijamos nuestra mirada en el rostro del Redentor, para ser configurados con su misterio de alegría, de luz, de dolor y de gloria. Esta antigua oración está experimentando un nuevo florecimiento providencial, también gracias al ejemplo y a la enseñanza del amado Papa Juan Pablo II. Os invito a releer su carta apostólica Rosarium Virginis Mariae y poner en práctica sus indicaciones en el ámbito personal, familiar y comunitario. A María le encomendamos los trabajos del Sínodo: que ella lleve a toda la Iglesia a una conciencia cada vez más clara de su misión al servicio del Redentor realmente presente en el sacramento de la Eucaristía.
¡Feliz domingo y feliz semana a todos! Gracias.
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Plaza de San Pedro, 15 de octubre de 2005

Andrés: Querido Papa, ¿qué recuerdo tienes del día de tu primera Comunión?

Ante todo, quisiera dar las gracias por esta fiesta de fe que me ofrecéis, por vuestra presencia y vuestra alegría. Saludo y agradezco el abrazo que algunos de vosotros me han dado, un abrazo que simbólicamente vale para todos vosotros, naturalmente. En cuanto a la pregunta, recuerdo bien el día de mi primera Comunión. Fue un hermoso domingo de marzo de 1936; o sea, hace 69 años. Era un día de sol; era muy bella la iglesia y la música; eran muchas las cosas hermosas y aún las recuerdo. Éramos unos treinta niños y niñas de nuestra pequeña localidad, que apenas tenía 500 habitantes. Pero en el centro de mis recuerdos alegres y hermosos, está este pensamiento -el mismo que ha dicho ya vuestro portavoz-: comprendí que Jesús entraba en mi corazón, que me visitaba precisamente a mí. Y, junto con Jesús, Dios mismo estaba conmigo. Y que era un don de amor que realmente valía mucho más que todo lo que se podía recibir en la vida; así me sentí realmente feliz, porque Jesús había venido a mí. Y comprendí que entonces comenzaba una nueva etapa de mi vida —tenía 9 años— y que era importante permanecer fiel a ese encuentro, a esa Comunión. Prometí al Señor: "Quisiera estar siempre contigo" en la medida de lo posible, y le pedí: "Pero, sobre todo, está tú siempre conmigo". Y así he ido adelante por la vida. Gracias a Dios, el Señor me ha llevado siempre de la mano y me ha guiado incluso en situaciones difíciles. Así, esa alegría de la primera Comunión fue el inicio de un camino recorrido juntos. Espero que, también para todos vosotros, la primera Comunión, que habéis recibido en este Año de la Eucaristía, sea el inicio de una amistad con Jesús para toda la vida. El inicio de un camino juntos, porque yendo con Jesús vamos bien, y nuestra vida es buena.

Livia: Santo Padre, el día anterior a mi primera Comunión me confesé. Luego, me he confesado otras veces. Pero quisiera preguntarte: ¿debo confesarme todas las veces que recibo la Comunión? ¿Incluso cuando he cometido los mismos pecados? Porque me doy cuenta de que son siempre los mismos.

Diría dos cosas: la primera, naturalmente, es que no debes confesarte siempre antes de la Comunión, si no has cometido pecados tan graves que necesiten confesión. Por tanto, no es necesario confesarse antes de cada Comunión eucarística. Este es el primer punto. Sólo es necesario en el caso de que hayas cometido un pecado realmente grave, cuando hayas ofendido profundamente a Jesús, de modo que la amistad se haya roto y debas comenzar de nuevo. Sólo en este caso, cuando se está en pecado "mortal", es decir, grave, es necesario confesarse antes de la Comunión. Este es el primer punto. El segundo: aunque, como he dicho, no sea necesario confesarse antes de cada Comunión, es muy útil confesarse con cierta frecuencia. Es verdad que nuestros pecados son casi siempre los mismos, pero limpiamos nuestras casas, nuestras habitaciones, al menos una vez por semana, aunque la suciedad sea siempre la misma, para vivir en un lugar limpio, para recomenzar; de lo contrario, tal vez la suciedad no se vea, pero se acumula.

Algo semejante vale también para el alma, para mí mismo; si no me confieso nunca, el alma se descuida y, al final, estoy siempre satisfecho de mí mismo y ya no comprendo que debo esforzarme también por ser mejor, que debo avanzar. Y esta limpieza del alma, que Jesús nos da en el sacramento de la Confesión, nos ayuda a tener una conciencia más despierta, más abierta, y así también a madurar espiritualmente y como persona humana. Resumiendo, dos cosas: sólo es necesario confesarse en caso de pecado grave, pero es muy útil confesarse regularmente para mantener la limpieza, la belleza del alma, y madurar poco a poco en la vida.

Andrés: Mi catequista, al prepararme para el día de mi primera Comunión, me dijo que Jesús está presente en la Eucaristía. Pero ¿cómo? Yo no lo veo.

Sí, no lo vemos, pero hay muchas cosas que no vemos y que existen y son esenciales. Por ejemplo, no vemos nuestra razón; y, sin embargo, tenemos la razón. No vemos nuestra inteligencia, y la tenemos. En una palabra, no vemos nuestra alma y, sin embargo, existe y vemos sus efectos, porque podemos hablar, pensar, decidir, etc. Así tampoco vemos, por ejemplo, la corriente eléctrica y, sin embargo, vemos que existe, vemos cómo funciona este micrófono; vemos las luces.

En una palabra, precisamente las cosas más profundas, que sostienen realmente la vida y el mundo, no las vemos, pero podemos ver, sentir sus efectos. No vemos la electricidad, la corriente, pero vemos la luz. Y así sucesivamente. Del mismo modo, tampoco vemos con nuestros ojos al Señor resucitado, pero vemos que donde está Jesús los hombres cambian, se hacen mejores. Se crea mayor capacidad de paz, de reconciliación, etc. Por consiguiente, no vemos al Señor mismo, pero vemos sus efectos: así podemos comprender que Jesús está presente. Como he dicho, precisamente las cosas invisibles son las más profundas e importantes. Por eso, vayamos al encuentro de este Señor invisible, pero fuerte, que nos ayuda a vivir bien.


Julia: Santidad, todos nos dicen que es importante ir a misa el domingo. Nosotros iríamos con mucho gusto, pero, a menudo, nuestros padres no nos acompañan porque el domingo duermen. El papá y la mamá de un amigo mío trabajan en un comercio, y nosotros vamos con frecuencia fuera de la ciudad a visitar a nuestros abuelos. ¿Puedes decirles una palabra para que entiendan que es importante que vayamos juntos a misa todos los domingos?

Creo que sí, naturalmente con gran amor, con gran respeto por los padres que, ciertamente, tienen muchas cosas que hacer. Sin embargo, con el respeto y el amor de una hija, se puede decir: querida mamá, querido papá, sería muy importante para todos nosotros, también para ti, encontrarnos con Jesús. Esto nos enriquece, trae un elemento importante a nuestra vida. Juntos podemos encontrar un poco de tiempo, podemos encontrar una posibilidad. Quizá también donde vive la abuela se pueda encontrar esta posibilidad. En una palabra, con gran amor y respeto, a los padres les diría: "Comprended que esto no sólo es importante para mí, que no lo dicen sólo los catequistas; es importante para todos nosotros; y será una luz del domingo para toda nuestra familia".

Alejandro: ¿Para qué sirve, en la vida de todos los días, ir a la santa misa y recibir la Comunión?

Sirve para hallar el centro de la vida. La vivimos en medio de muchas cosas. Y las personas que no van a la iglesia no saben que les falta precisamente Jesús. Pero sienten que les falta algo en su vida. Si Dios está ausente en mi vida, si Jesús está ausente en mi vida, me falta una orientación, me falta una amistad esencial, me falta también una alegría que es importante para la vida. Me falta también la fuerza para crecer como hombre, para superar mis vicios y madurar humanamente. Por consiguiente, no vemos enseguida el efecto de estar con Jesús cuando vamos a recibir la Comunión; se ve con el tiempo. Del mismo modo que a lo largo de las semanas, de los años, se siente cada vez más la ausencia de Dios, la ausencia de Jesús. Es una laguna fundamental y destructora. Ahora podría hablar fácilmente de los países donde el ateísmo ha gobernado durante muchos años; se han destruido las almas, y también la tierra; y así podemos ver que es importante, más aún, fundamental, alimentarse de Jesús en la Comunión. Es él quien nos da la luz, quien nos orienta en nuestra vida, quien nos da la orientación que necesitamos.

Ana: Querido Papa, ¿nos puedes explicar qué quería decir Jesús cuando dijo a la gente que lo seguía: "Yo soy el pan de vida"?

En este caso, quizá debemos aclarar ante todo qué es el pan. Hoy nuestra comida es refinada, con gran diversidad de alimentos, pero en las situaciones más simples el pan es el fundamento de la alimentación, y si Jesús se llama el pan de vida, el pan es, digamos, la sigla, un resumen de todo el alimento. Y como necesitamos alimentar nuestro cuerpo para vivir, así también nuestro espíritu, nuestra alma, nuestra voluntad necesita alimentarse. Nosotros, como personas humanas, no sólo tenemos un cuerpo sino también un alma; somos personas que pensamos, con una voluntad, una inteligencia, y debemos alimentar también el espíritu, el alma, para que pueda madurar, para que pueda llegar realmente a su plenitud. Así pues, si Jesús dice "yo soy el pan de vida", quiere decir que Jesús mismo es este alimento de nuestra alma, del hombre interior, que necesitamos, porque también el alma debe alimentarse. Y no bastan las cosas técnicas, aunque sean importantes.
Necesitamos precisamente esta amistad con Dios, que nos ayuda a tomar las decisiones correctas. Necesitamos madurar humanamente. En otras palabras, Jesús nos alimenta para llegar a ser realmente personas maduras y para que nuestra vida sea buena.

Adriano: Santo Padre, nos han dicho que hoy haremos adoración eucarística. ¿Qué es? ¿Cómo se hace? ¿Puedes explicárnoslo? Gracias.

Bueno, ¿qué es la adoración eucarística?, ¿cómo se hace? Lo veremos enseguida, porque todo está bien preparado: rezaremos oraciones, entonaremos cantos, nos pondremos de rodillas, y así estaremos delante de Jesús. Pero, naturalmente, tu pregunta exige una respuesta más profunda: no sólo cómo se hace, sino también qué es la adoración. Diría que la adoración es reconocer que Jesús es mi Señor, que Jesús me señala el camino que debo tomar, me hace comprender que sólo vivo bien si conozco el camino indicado por él, sólo si sigo el camino que él me señala. Así pues, adorar es decir: "Jesús, yo soy tuyo y te sigo en mi vida; no quisiera perder jamás esta amistad, esta comunión contigo". También podría decir que la adoración es, en su esencia, un abrazo con Jesús, en el que le digo: "Yo soy tuyo y te pido que tú también estés siempre conmigo".

Palabras del Papa el final del encuentro

Queridos niños y niñas, hermanos y hermanas, al final de este hermosísimo encuentro, sólo quiero deciros una palabra: ¡Gracias!

Gracias por esta fiesta de fe. Gracias por este encuentro entre nosotros y con Jesús.

Y gracias, naturalmente, a todos los que han hecho posible esta fiesta: a los catequistas, a los sacerdotes, a las religiosas; a todos vosotros.

Repito al final las palabras que decimos cada día al inicio de la liturgia: "La paz esté con vosotros", es decir, el Señor esté con vosotros; la alegría esté con vosotros; y que así la vida sea feliz.

¡Feliz domingo! ¡Buenas noches!; hasta la vista, todos juntos con el Señor. ¡Muchas gracias!
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2006

20 de enero de 2006

Señor cardenal; venerados hermanos en el episcopado y en el presbiterado; queridos alumnos del Almo Colegio Capránica:

Me alegra acogeros en esta audiencia especial, en la víspera de la memoria litúrgica de santa Inés, vuestra patrona celestial. Me encuentro con vosotros por primera vez después de mi elección a la cátedra del apóstol san Pedro, y de buen grado aprovecho la ocasión para dirigiros a todos un cordial saludo. Deseo saludar en primer lugar al cardenal Camillo Ruini y a los demás prelados, que componen la comisión episcopal encargada de vuestro colegio; saludo al rector, monseñor Ermenegildo Manicardi, y a los demás formadores; os saludo a vosotros, queridos jóvenes, que os preparáis para desempeñar el ministerio sacerdotal. Os encontráis en un período muy importante de la vida, el de vuestra formación, un tiempo propicio para crecer humana, cultural y espiritualmente.

Queridos jóvenes, en la organización del Colegio todo os ayuda a prepararos bien para vuestra futura misión pastoral: la oración, el recogimiento, el estudio, la vida comunitaria y el apoyo de los formadores. Podéis beneficiaros del hecho de que vuestro seminario, rico en historia, está insertado en la vida de la diócesis de Roma, y la comunidad del Capránica ha tenido siempre el compromiso y se ha sentido orgullosa de cultivar un fuerte vínculo de fidelidad al Obispo de Roma.

La posibilidad de cursar los estudios teológicos en la ciudad de Roma os brinda también una singular oportunidad de crecimiento y de apertura a las exigencias de la Iglesia universal. Durante estos años, debéis esforzaros por aprovechar todas las ocasiones para testimoniar eficazmente el Evangelio en medio de los hombres de nuestro tiempo.

Para responder a las expectativas de la sociedad moderna y para cooperar en la vasta acción evangelizadora que implica a todos los cristianos, hacen falta sacerdotes preparados y valientes que, sin ambiciones ni temores, sino convencidos de la verdad evangélica, se preocupen ante todo de anunciar a Cristo y, en su nombre, estén dispuestos a ayudar a las personas que sufren, haciendo experimentar el consuelo del amor de Dios y la cercanía de la familia eclesial a todos, especialmente a los pobres y a cuantos se encuentran en dificultades.

Como sabéis bien, esto exige no sólo una maduración humana y una adhesión diligente a la verdad revelada, que el magisterio de la Iglesia propone fielmente, sino también un serio compromiso de santificación personal y de ejercicio de las virtudes, especialmente de la humildad y la caridad; también es necesario alimentar la comunión con los diversos miembros del pueblo de Dios, para que crezca en cada uno la conciencia de que forma parte del único Cuerpo de Cristo, en el que unos somos miembros de los otros (cf. Rm 12, 4-6).

Para que todo esto pueda realizarse, os invito, queridos amigos, a mantener la mirada fija en Cristo, autor y perfeccionador de la fe (cf. Hb 12, 2). En efecto, cuanto más permanezcáis en comunión con él, tanto más podréis seguir fielmente sus pasos, de modo que, "revestidos del amor, que es el vínculo de la perfección" (Col 3, 14), madure vuestro amor al Señor, bajo la guía del Espíritu Santo. Tenéis ante vuestros ojos el testimonio de sacerdotes celosos, que a lo largo de los años vuestro "Almo" Colegio ha contado entre sus alumnos, sacerdotes que han difundido tesoros de ciencia y de bondad en la viña del Señor. Seguid su ejemplo.

Queridos amigos, el Papa os acompaña con la oración, pidiendo al Señor que os fortalezca y os colme de abundantes dones. Que interceda por vosotros santa Inés, la cual, muy joven, resistiendo a lisonjas y amenazas, eligió como su tesoro la "perla" preciosa del Reino y amó a Cristo hasta el martirio. La Virgen María os conceda que deis abundantes frutos de obras buenas, para alabanza del Señor y bien de la santa Iglesia. En prenda de estos deseos, os imparto con afecto a vosotros y a toda la comunidad del Capránica la bendición apostólica, que de buen grado extiendo a vuestros seres queridos.
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25 de febrero de 2006

Queridos hermanos en el episcopado y en el presbiterado; queridos seminaristas; hermanos y hermanas:

Con gran placer me encuentro esta tarde entre vosotros, en el Seminario romano mayor, en una ocasión tan singular como es la fiesta de vuestra patrona, la Virgen de la Confianza. Os saludo con afecto a todos y os doy las gracias por haberme acogido con tanto cariño. De modo especial, saludo al cardenal vicario y a los obispos presentes; saludo al rector, monseñor Giovanni Tani, y le agradezco las palabras que me ha dirigido en nombre de los demás sacerdotes y de todos los seminaristas, a los que extiendo de buen grado mi saludo. Saludo asimismo a los jóvenes y a todos los que, desde las diversas parroquias de Roma, han venido a compartir con nosotros este momento de alegría.

Desde hacía tiempo esperaba la ocasión de venir personalmente a visitaros a vosotros, que formáis la comunidad del seminario, uno de los lugares más importantes de la diócesis. En Roma hay más seminarios, pero este es propiamente el seminario diocesano, como recuerda también su ubicación aquí, en Letrán, junto a la catedral de San Juan, la catedral de Roma. Por eso, siguiendo la tradición establecida por el amado Papa Juan Pablo II, he aprovechado esta fiesta para encontrarme con vosotros aquí, donde oráis, estudiáis y vivís fraternalmente, preparándoos para el futuro ministerio pastoral.

En verdad, es muy hermoso y significativo que veneréis a la Virgen María, Madre de los sacerdotes, con el singular título de Virgen de la Confianza. Esto hace pensar en un doble significado: en la confianza de los seminaristas, que con su ayuda realizan su camino de respuesta a Cristo, que los ha llamado; y en la confianza de la Iglesia de Roma, y especialmente de su Obispo, que invoca la protección de María, Madre de toda vocación, sobre este vivero sacerdotal. Con su ayuda vosotros, queridos seminaristas, podéis prepararos hoy para vuestra misión de presbíteros al servicio de la Iglesia.

Hace poco, cuando me arrodillé para orar ante la venerada imagen de la Virgen de la Confianza en vuestra capilla, que constituye el corazón del seminario, pedí por cada uno de vosotros. Mientras tanto, pensaba en los numerosos seminaristas que han pasado por el Seminario romano y que después han servido con amor a la Iglesia de Cristo; pienso, entre otros, en don Andrea Santoro, asesinado recientemente en Turquía mientras rezaba. Así, invoqué a la Madre del Redentor, para que os obtenga también a vosotros el don de la santidad. Que el Espíritu Santo, que forjó el Corazón sacerdotal de Jesús en el seno de la Virgen y después en la casa de Nazaret, actúe en vosotros con su gracia, preparándoos para las tareas futuras que se os encomendarán.

Asimismo, es hermoso y adecuado que, junto a la Virgen Madre de la Confianza, veneremos hoy de modo especial a su esposo san José, en quien monseñor Marco Frisina se ha inspirado este año para su Oratorio. Le agradezco su delicadeza, porque eligió honrar a mi santo patrono, y me congratulo por esta composición, a la vez que doy las gracias de corazón a los solistas, a los coristas, al organista y a todos los miembros de la orquesta.

Este Oratorio, significativamente titulado "Sombra del Padre", me brinda la ocasión de poner de relieve que el ejemplo de san José, "hombre justo" —como dice el evangelista—, plenamente responsable ante Dios y ante María, constituye para todos un estímulo en el camino hacia el sacerdocio. Se nos muestra siempre atento a la voz del Señor, que guía los acontecimientos de la historia, y dispuesto a seguir sus indicaciones; siempre fiel, generoso y abnegado en el servicio; maestro eficaz de oración y de trabajo en el ocultamiento de Nazaret. Queridos seminaristas, os puedo asegurar que cuanto más avancéis, con la gracia de Dios, por el camino del sacerdocio, tanto más experimentaréis cuán rico es en frutos espirituales referirse a san José e invocar su ayuda en el cumplimiento diario del deber.

Queridos seminaristas, os expreso mis mejores deseos para el presente y el futuro. Los pongo en las manos de María santísima, Virgen de la Confianza. Los que se forman en el Seminario romano mayor aprenden a repetir la hermosa invocación "Mater mea, fiducia mea", que mi venerado predecesor Benedicto XV definió como su fórmula distintiva. Pido a Dios que estas palabras se graben en el corazón de cada uno de vosotros, y os acompañen siempre durante vuestra vida y vuestro ministerio sacerdotal. Así, podréis difundir en vuestro entorno, dondequiera que estéis, el aroma de la confianza de María, que es confianza en el amor providente y fiel de Dios.

Os aseguro que todos los días estaréis presentes en mi oración, ya que constituís la esperanza de la Iglesia de Roma. Y ahora con gozo os imparto de corazón la bendición apostólica a vosotros y a todos los presentes, así como a vuestros familiares y a quienes os acompañan en el camino hacia el sacerdocio.
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Roma, 27 de febrero de 2006

Excelencia; reverendísimos archimandritas, sacerdotes, seminaristas y demás participantes en la "visita de estudio" a Roma:

Al acogeros con alegría y gratitud, con ocasión de la iniciativa de esta visita a Roma, deseo citar la exhortación que san Ignacio, el gran obispo de Antioquía, dirigió a los Efesios: "Poned empeño en reuniros con más frecuencia para dar gracias a Dios y tributarle gloria. Porque, si os congregáis con frecuencia, se derriban las fortalezas de Satanás y por la concordia de vuestra fe se destruye la ruina que él os procura" (Efes. XIII, 1).

Para nosotros, cristianos de Oriente y Occidente, al inicio del segundo milenio las fuerzas del mal han actuado también en las divisiones que aún perduran entre nosotros. Sin embargo, durante los últimos cuarenta años, muchos signos consoladores y llenos de esperanza nos han permitido vislumbrar una nueva aurora, la del día en que comprenderemos plenamente que estar arraigados y fundados en la caridad de Cristo significa encontrar concretamente un camino para superar nuestras divisiones a través de una conversión personal y comunitaria, el ejercicio de la escucha del otro y la oración en común por nuestra unidad.

Entre los signos consoladores de este itinerario exigente e irrenunciable, me complace recordar el desarrollo reciente y positivo de las relaciones entre la Iglesia de Roma y la Iglesia ortodoxa de Grecia. Después del memorable encuentro en el Areópago de Atenas entre mi amado predecesor el Papa Juan Pablo II y Su Beatitud Cristódulos, arzobispo de Atenas y de toda Grecia, se han llevado a cabo varios actos de colaboración y se han realizado iniciativas útiles para conocernos más a fondo y favorecer la formación de las generaciones más jóvenes.

El intercambio de visitas y de becas, y la cooperación en el campo editorial han resultado modos eficaces para promover el diálogo y profundizar la caridad, que es la perfección de la vida -como afirma también san Ignacio- y que, unida al principio, la fe, prevalecerá sobre las discordias de este mundo.

Agradezco de corazón a la Apostoliki Diakonía esta visita a Roma y los proyectos de formación que está desarrollando con el Comité católico para la colaboración cultural con las Iglesias ortodoxas en el ámbito del Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos. Estoy seguro de que la caridad recíproca alimentará nuestra creatividad y nos hará recorrer caminos nuevos.

Debemos afrontar los desafíos que se plantean a la fe, cultivar el humus espiritual que ha nutrido durante siglos a Europa, reafirmar los valores cristianos, promover la paz y el encuentro, incluso en las condiciones más difíciles, profundizar los elementos de fe y de vida eclesial que pueden conducirnos a la meta de la comunión plena en la verdad y en la caridad, sobre todo ahora que el diálogo teológico oficial entre la Iglesia católica y la Iglesia ortodoxa en su conjunto reanuda su camino con renovado vigor.

En la vida cristiana la fe, la esperanza y la caridad van juntas. ¡Cuánto más auténtico y eficaz sería nuestro testimonio en el mundo de hoy, si comprendiéramos que el camino hacia la unidad nos exige a todos una fe más viva, una esperanza más firme y una caridad que sea verdaderamente la inspiración más profunda que alimenta nuestras relaciones recíprocas! Sin embargo, la esperanza se practica en la paciencia, en la humildad y en la confianza en Aquel que nos guía. La meta de la unidad entre los discípulos de Cristo, aunque parezca que no es inmediata, no nos impide vivir entre nosotros ya ahora en la caridad, en todos los niveles. No hay lugar ni tiempo en que el amor, según el modelo del de nuestro Maestro, Cristo, sea superfluo; no podrá por menos de acortar el camino hacia la comunión plena.

Os encomiendo la tarea de llevar la expresión de mis sentimientos de sincera caridad fraterna a Su Beatitud Cristódulos. Él estuvo con nosotros, aquí en Roma, en el funeral del Papa Juan Pablo II.
El Señor nos indicará los modos y los tiempos para renovar nuestro encuentro, en el clima gozoso de una reunión de hermanos.

Ojalá que vuestra visita tenga el éxito esperado. Os acompaña mi bendición.
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Roma, 2 de marzo de 2006

Resumen de las preguntas dirigidas por los sacerdotes al Santo Padre

1 Es la primera vez que nos encontramos con usted para esta cita cuaresmal. Quisiera recordar al amado siervo de Dios Juan Pablo II. He visto un signo de continuidad entre usted y su amado predecesor en la frase que pronunció durante su funeral: "Podemos estar seguros de que nuestro amado Papa está ahora asomado a la ventana de la casa del Padre, nos ve y nos bendice". Quiero leerle un soneto que he escrito, titulado: "A la ventana en el cielo".

2 Como párroco, le pido unas palabras de aliento para las madres. Recordando a nuestras madres, su fe, la fuerza espiritual que mostraron en nuestra formación humana y cristiana, ayúdenos a hablar a las madres de todos los niños, de los muchachos que asisten al Catecismo, a menudo distraídos. Díganos unas palabras que podamos transmitir a las madres, diciéndoles: esto es lo que os dice el Papa.

3 En mi parroquia el santísimo Sacramento está expuesto las veinticuatro horas del día. Los fieles realizan la adoración perpetua, por turnos. Propongo que en cada uno de los cinco sectores de Roma se pueda realizar la adoración eucarística perpetua.

4 Usted es "Maestro" para orientar el pensamiento con vistas a una fe "plenamente humana". Nos impresionan sus intervenciones por la armonía en que cada punto encuentra su centro, sus relaciones, sus nexos. Y esto es mucho más necesario en un tiempo en que todo está fragmentado. ¿Cómo podemos ayudar a los laicos a comprender esta síntesis armónica, esta catolicidad de la fe?

5 El 2 de marzo de 1876 nació en Roma Eugenio Pacelli y el 2 de marzo de 1939 fue elegido Papa con el nombre de Pío XII. Pero sobre él ha caído un telón de silencio. Debemos mucho a este Papa, el cual, por lo demás, amaba mucho a Alemania. Esperamos verlo también elevado a los altares.

6 La diócesis de Roma está buscando el mejor modo de responder a las exigencias de las familias de hoy. Es necesario revitalizar la familia, haciendo que sea protagonista, y no sólo objeto, de la pastoral. Actualmente, la familia está amenazada por el relativismo y la indiferencia. Hay que ayudar a los padres, a los novios, a los niños, con catequesis y acompañamiento continuo. Es necesario impulsar a todos los miembros de la familia a reavivar la gracia de los sacramentos.

7 La experiencia de una madre de familia y de unas religiosas que han ayudado a algunos sacerdotes a superar situaciones de crisis me lleva a preguntarme: ¿por qué no hacer que la mujer colabore en el gobierno de la Iglesia? La mujer a menudo trabaja a nivel carismático, con la oración, o a nivel práctico, como santa Catalina de Siena, que devolvió el Papa a Roma. Pero convendría promover el papel de la mujer también en ámbito institucional y ver también su punto de vista, que es diverso del masculino.

8 Me encargo de la recuperación de las víctimas de las sectas; a este respecto, le agradezco sus múltiples denuncias sobre los daños que provocan esas sectas. Muchas personas sencillas no saben descubrir sus trucos y son como el personaje evangélico que iba de Jerusalén a Jericó y fue asaltado. Santidad, hoy urge preparar buenos samaritanos.

9 El 3 de junio es la fiesta de los patronos de mi parroquia: los santos mártires de Uganda. Tal vez convendría pensar con más frecuencia en la situación de África y ayudar más a ese continente tan necesitado.

10 Veo con preocupación la realidad de Roma, sobre todo la situación de los adolescentes y los jóvenes. Creo que debemos estar más cerca de nuestros fieles, especialmente de los más jóvenes. Es necesario que pongamos en acción nuestros carismas al servicio de la catequesis. Hay que mirar el ejemplo de los santos.

11 Los adolescentes son las víctimas del actual "desierto de amor", porque sufren terriblemente por la falta de amor que hay en el mundo. Soledad e incomprensión son sus mayores problemas. ¿Cómo podemos ayudarles? Por otra parte, nosotros, como sacerdotes, que debemos ser profesionales de la caridad, del amor, ¿cómo podemos lograr la plenitud de amor necesaria para hacer de nuestra vida un don a los demás?

12 Santo Padre, le transmito el saludo de mis compañeros sacerdotes que trabajan en el hospital, de los enfermos, de los agentes sanitarios. Le pedimos unas palabras de aliento.

13 El pasado mes de septiembre tuve la alegría de participar en un encuentro ecuménico en el Patriarcado ortodoxo de Atenas. Fue una experiencia de diálogo muy enriquecedora. Creo que debemos evitar la actitud de contraposición, entablando un diálogo franco y sereno con todos.

14 Me ha iluminado mucho su encíclica "Deus caritas est", sobre todo en la segunda parte, sobre la caridad pastoral, pues nos invita a una caridad directa: no esperar al pobre, sino ir a buscarlo, hacer algo concreto por él. Por otra parte, los sacerdotes jóvenes tienen dificultad para educar, no saben transmitir la fe, en especial a las nuevas generaciones. A veces cuando nos dan un vicario parroquial defrauda nuestras esperanzas. Y nosotros también hemos salido de ese mismo seminario, con pocos años de diferencia. ¿Hay algo inadecuado en la formación?

15 En el mundo actual hay un gran déficit de esperanza. Creer en la Iglesia y con la Iglesia significa responder a ese déficit, encontrando lo único necesario, como usted nos indicó en la encíclica "Deus caritas est". La contemplación es el único camino para comprender y amar al otro; es un camino sencillo para ser de verdad cristianos.

Discurso y respuestas del Papa

Comienzo a hablar porque, si espero a que concluyan todas las intervenciones, mi monólogo sería demasiado largo. Ante todo, quisiera expresar mi alegría por estar aquí con vosotros, queridos sacerdotes de Roma. Es una alegría real ver aquí, en la primera sede de la cristiandad, en la Iglesia que "preside en la caridad" y que debe ser modelo de las demás Iglesias locales, a tantos buenos pastores al servicio del "Buen Pastor". ¡Gracias por vuestro servicio!

Tenemos el luminoso ejemplo de don Andrea, que nos muestra cómo ser sacerdotes hasta las últimas consecuencias: morir por Cristo en el momento de la oración, testimoniando así, por una parte, la interioridad de la propia vida con Cristo; y, por otra, dando testimonio ante los hombres en un lugar realmente "periférico" del mundo, rodeado del odio y el fanatismo de otros. Es un testimonio que impulsa a todos a seguir a Cristo, a dar la vida por los demás y a encontrar así la Vida.

1 Con respecto a la primera intervención, ante todo expreso mi agradecimiento por esa admirable poesía. Hay poetas y artistas también en la Iglesia de Roma, en el presbiterio de Roma; más tarde tendré la posibilidad de meditar, de interiorizar estas hermosas palabras, teniendo presente que esta "ventana" siempre está "abierta". Tal vez esta es una ocasión para recordar la herencia fundamental del gran Papa Juan Pablo II, para seguir asimilando cada vez más esta herencia.

Ayer iniciamos la Cuaresma. La liturgia de hoy nos ilustra muy bien el sentido esencial de la Cuaresma: es una señalización del camino para nuestra vida. Por eso, con respecto al Papa Juan Pablo II, me parece que debemos insistir un poco en la primera lectura del día de hoy. El gran discurso de Moisés en el umbral de la Tierra Santa, después de los cuarenta años de peregrinación por el desierto, es un resumen de toda la Torah, de toda la Ley. Aquí encontramos lo esencial, no sólo para el pueblo judío, sino también para nosotros. Lo esencial es la palabra de Dios: "Hoy pongo delante de ti la vida y la muerte, la bendición y la maldición. Escoge la vida" (Dt 30, 19).

Esta palabra fundamental de la Cuaresma es también la palabra fundamental de la herencia de nuestro gran Papa Juan Pablo II: escoger la vida. Esta es nuestra vocación sacerdotal: escoger nosotros mismos la vida y ayudar a los demás a escoger la vida. Se trata de renovar en la Cuaresma, por decirlo así, nuestra "opción fundamental", la opción por la vida.

Pero surge inmediatamente la pregunta: "¿cómo se escoge la vida?". Reflexionando, me ha venido a la mente que la gran defección del cristianismo que se produjo en Occidente en los últimos cien años se realizó precisamente en nombre de la opción por la vida. Se decía —pienso en Nietzsche, pero también en muchos otros— que el cristianismo es una opción contra la vida. Se decía que con la cruz, con todos los Mandamientos, con todos los "no" que nos propone, nos cierra la puerta de la vida; pero nosotros queremos tener la vida y escogemos, optamos, en último término, por la vida liberándonos de la cruz, liberándonos de todos estos Mandamientos y de todos estos "no". Queremos tener la vida en abundancia, nada más que la vida.

Aquí de inmediato viene a la mente la palabra del evangelio de hoy: "El que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa, la salvará" (Lc 9, 24). Esta es la paradoja que debemos tener presente ante todo en la opción por la vida. No es arrogándonos la vida para nosotros como podemos encontrar la vida, sino dándola; no teniéndola o tomándola, sino dándola. Este es el sentido último de la cruz: no tomar para sí, sino dar la vida.

Así, coinciden el Antiguo y el Nuevo Testamento. En la primera lectura, tomada del Deuteronomio, la respuesta de Dios es: "Si cumples lo que yo te mando hoy, amando al Señor tu Dios, siguiendo sus caminos, guardando sus preceptos, mandatos y decretos, vivirás" (Dt 30, 16). Esto, a primera vista, no nos agrada, pero ese es el camino: la opción por la vida y la opción por Dios son idénticas. El Señor lo dice en el evangelio de san Juan: "Esta es la vida eterna: que te conozcan" (Jn 17, 3). La vida humana es una relación. Sólo podemos tener la vida en relación, no encerrados en nosotros mismos. Y la relación fundamental es la relación con el Creador; de lo contrario, las demás relaciones son frágiles.

Por tanto, lo esencial es escoger a Dios. Un mundo vacío de Dios, un mundo que se olvida de Dios, pierde la vida y cae en una cultura de muerte. Por consiguiente, escoger la vida, hacer la opción por la vida es, ante todo, escoger la opción-relación con Dios.

Pero inmediatamente surge la pregunta: ¿con qué Dios? Aquí, de nuevo, nos ayuda el Evangelio: con el Dios que nos ha mostrado su rostro en Cristo, con el Dios que ha vencido el odio en la cruz, es decir, con el amor hasta el extremo. Así, escogiendo a este Dios, escogemos la vida.

El Papa Juan Pablo II nos regaló la gran encíclica Evangelium vitae. En ella, que es casi un retrato de los problemas de la cultura actual, de sus esperanzas y de sus peligros, se pone de manifiesto que una sociedad que se olvida de Dios, que excluye a Dios precisamente para tener la vida, cae en una cultura de muerte. Por querer tener la vida, se dice "no" al hijo, pues me quita parte de mi vida; se dice "no" al futuro, para tener todo el presente; se dice "no" tanto a la vida que nace como a la vida que sufre, a la que va hacia la muerte.

Esta aparente cultura de la vida se transforma en la anticultura de la muerte, donde Dios está ausente, donde está ausente aquel Dios que no ordena el odio, sino que vence al odio. Aquí hacemos la verdadera opción por la vida. Entonces todo está conectado: la opción más profunda por Cristo crucificado está conectada con la opción más completa por la vida, desde el primer momento hasta el último.

Creo que, en cierto modo, este es el núcleo de nuestra pastoral: ayudar a hacer una verdadera opción por la vida, a renovar la relación con Dios como la relación que nos da vida y nos muestra el camino para la vida. Así, amar de nuevo a Cristo, que, siendo el Ser más desconocido, al que no llegábamos y que permanecía enigmático, se convirtió en un Dios conocido, un Dios con rostro humano, un Dios que es amor.

Tengamos presente precisamente este punto fundamental para la vida y consideremos que en este programa se encierra todo el Evangelio, el Antiguo y el Nuevo Testamento, que tiene como centro a Cristo. A nosotros la Cuaresma nos debe llevar a renovar nuestro conocimiento de Dios, nuestra amistad con Jesús, para poder así guiar a los demás de modo convincente a la opción por la vida, que es ante todo opción por Dios. Debemos ser conscientes de que al escoger a Cristo no hemos elegido la negación de la vida, sino que hemos escogido realmente la vida en abundancia. En el fondo, la opción cristiana es muy sencilla: es la opción del "sí" a la vida. Pero este "sí" sólo se realiza con un Dios conocido, con un Dios de rostro humano. Se realiza siguiendo a este Dios en la comunión del amor.

Todo lo que he dicho hasta aquí quiere ser un modo de renovar nuestro recuerdo del gran Papa Juan Pablo II.

2 Pasemos a la segunda intervención, muy simpática, a propósito de las madres. Ahora no puedo comunicar grandes programas, palabras que podáis decir a las madres. Decidles simplemente: el Papa os da las gracias. Os expresa su gratitud porque habéis dado la vida, porque queréis ayudar a esta vida que crece y así queréis construir un mundo humano, contribuyendo a un futuro humano. Y no lo hacéis sólo dando la vida biológica, sino también comunicando el centro de la vida, dando a conocer a Jesús, introduciendo a vuestros hijos en el conocimiento de Jesús, en la amistad con Jesús. Este es el fundamento de toda catequesis. Por consiguiente, es preciso dar las gracias a las madres, sobre todo porque han tenido la valentía de dar la vida. Y es necesario pedir a las madres que completen ese dar la vida comunicando la amistad con Jesús.

3 La tercera intervención fue la del rector de la iglesia de Santa Anastasia. Aquí, tal vez, puedo decir, entre paréntesis, que yo apreciaba ya la iglesia de Santa Anastasia antes de haberla visto, porque era la iglesia titular de nuestro cardenal De Faulhaber, el cual nos decía siempre que en Roma tenía su iglesia, la de Santa Anastasia. Con esta comunidad siempre nos hemos encontrado con ocasión de la segunda misa de Navidad, dedicada a la "estación" de Santa Anastasia. Los historiadores dicen que allí el Papa debía visitar al Gobernador bizantino, que tenía su sede en ella. Esa iglesia nos hace pensar, asimismo, en aquella santa y así también en la "Anástasis": en Navidad pensamos también en la Resurrección.

No sabía —y agradezco que me hayan informado— que ahora la iglesia es sede de la "Adoración perpetua" y, por tanto, es un punto focal de la vida de fe en Roma. Esa propuesta de crear en los cinco sectores de la diócesis de Roma cinco lugares de Adoración perpetua la pongo con confianza en manos del cardenal Vicario. Sólo quisiera dar gracias a Dios, porque después del Concilio, después de un período en el que faltaba un poco el sentido de la adoración eucarística, ha renacido la alegría de esta adoración en toda la Iglesia, como vimos y escuchamos en el Sínodo sobre la Eucaristía.

Ciertamente, con la constitución conciliar sobre la liturgia se redescubrió sobre todo la riqueza de la Eucaristía celebrada, donde se realiza el testamento del Señor: él se nos da y nosotros respondemos dándonos a él. Pero ahora hemos redescubierto que este centro que nos ha dado el Señor al poder celebrar su sacrificio y así entrar en comunión sacramental, casi corporal, con él pierde su profundidad y también su riqueza humana si falta la adoración como acto consiguiente a la comunión recibida: la adoración es entrar, con la profundidad de nuestro corazón, en comunión con el Señor que se hace presente corporalmente en la Eucaristía. En la custodia se pone siempre en nuestras manos y nos invita a unirnos a su Presencia, a su Cuerpo resucitado.

4 Pasemos ahora a la cuarta pregunta. Si he entendido bien, aunque no estoy seguro, era: "¿Cómo llegar a una fe viva, a una fe realmente católica, a una fe concreta, viva y operante?". La fe, en última instancia, es un don. Por tanto, la primera condición es permitir que nos donen algo, no ser autosuficientes, no hacerlo todo nosotros mismos, porque no podemos, sino abrirnos, conscientes de que el Señor dona realmente. Me parece que este gesto de apertura es también el primer gesto de la oración: estar abierto a la presencia del Señor y a su don.

Este es también el primer paso para recibir algo que nosotros no hacemos y que no podemos tener, aunque intentemos hacerlo nosotros mismos. Este gesto de apertura, de oración —¡Dame la fe, Señor!— debemos realizarlo con todo nuestro ser. Debemos tener esta disponibilidad para aceptar el don y dejarnos impregnar por el don en nuestro pensamiento, en nuestro afecto, en nuestra voluntad.

Aquí me parece muy importante subrayar un punto esencial: nadie cree sólo por sí mismo. Nosotros creemos siempre en la Iglesia y con la Iglesia. El Credo es siempre un acto compartido, un dejarse insertar en una comunión de camino, de vida, de palabra, de pensamiento. Nosotros no "hacemos" la fe, pues es ante todo Dios quien la da. Pero no la "hacemos" también en cuanto que no debemos inventarla. Por decirlo así, debemos dejarnos insertar en la comunión de la fe, de la Iglesia.

En sí mismo, creer es un acto católico. Es participación en esta gran certeza, que está presente en el sujeto vivo de la Iglesia. Sólo así podemos comprender también la sagrada Escritura en la diversidad de una lectura que se desarrolla a lo largo de mil años. Es Escritura, porque es elemento, expresión del único sujeto —el pueblo de Dios— que en su peregrinación siempre es el mismo sujeto. Naturalmente, es un sujeto que no habla por sí mismo; es un sujeto creado por Dios —la expresión clásica es "inspirado"—, un sujeto que recibe, y luego traduce y comunica esa palabra.

Esta sinergia es muy importante. Sabemos que el Corán, según la fe islámica, es palabra dada oralmente por Dios, sin mediación humana. El profeta no colabora para nada. Se limita a escribirla y comunicarla. Es meramente palabra de Dios. Para nosotros, en cambio, Dios entra en comunión con nosotros, nos pide cooperar, crea este sujeto, y en este sujeto crece y se desarrolla su palabra. Esta parte humana es esencial, y también nos permite ver cómo las diversas palabras se convierten realmente en palabra de Dios sólo en la unidad de toda la Escritura en el sujeto vivo del pueblo de Dios.

Por tanto, el primer elemento es el don de Dios; el segundo es la participación en la fe del pueblo peregrinante, la comunicación en la Iglesia santa, la cual, por su parte, recibe el Verbo de Dios, que es el Cuerpo de Cristo, animado por la Palabra viva, por el Logos divino. Debemos profundizar, día tras día, esta comunión nuestra con la Iglesia santa y así con la palabra de Dios. No son dos cosas opuestas, de forma que podamos decir: yo estoy más con la Iglesia; o yo estoy más con la palabra de Dios. Sólo con esta comunión estamos en la Iglesia, formamos parte de la Iglesia, llegamos a ser miembros de la Iglesia, vivimos de la palabra de Dios, que es la fuerza de vida de la Iglesia. Y quien vive de la palabra de Dios puede vivirla sólo porque es viva y vital en la Iglesia viva.

5 La quinta intervención fue sobre Pío XII. Gracias por esta intervención. Fue el Papa de mi juventud. Lo venerábamos todos. Como se ha dicho, con razón, amaba mucho al pueblo alemán, y lo defendió incluso en la gran catástrofe después de la guerra. Y puedo añadir que antes de ser nuncio en Berlín fue nuncio en Munich, porque al inicio la Representación pontificia no se encontraba en Berlín. Por eso estaba realmente muy cerca de nosotros. Creo que esta es una ocasión para expresar nuestra gratitud a todos los grandes Papas del siglo pasado: el primero fue san Pío X; luego se sucedieron Benedicto XV, Pío XI, Pío XII, Juan XXIII, Pablo VI, Juan Pablo I y Juan Pablo II. Me parece que se trata de un don especial en un siglo tan difícil, con dos guerras mundiales, con dos ideologías destructoras: fascismo-nazismo y comunismo. Precisamente en el siglo pasado, que se opuso a la fe de la Iglesia, el Señor nos dio una serie de grandes Papas y, así, una herencia espiritual que confirmó —podría decir— históricamente la verdad del primado del Sucesor de Pedro.

6 La intervención siguiente, dedicada a la familia, fue la del párroco de Santa Silvia. Aquí no puedo por menos de estar totalmente de acuerdo. También en las visitas "ad limina" hablo siempre con los obispos de la familia, que se ve amenazada de muchas maneras en el mundo. Se ve amenazada en África, porque resulta difícil encontrar el modo de pasar del "matrimonio tradicional" al "matrimonio religioso", pues se tiene miedo a un compromiso definitivo. Mientras que en Occidente el miedo a tener hijos se debe al temor de perder algo de la vida, allá sucede lo contrario: si no consta que la mujer puede tener hijos, no se le permite acceder al matrimonio definitivo. Por eso, el número de matrimonios religiosos es relativamente escaso, e incluso muchos "buenos" cristianos, con un óptimo deseo de ser cristianos, no dan ese último paso.

El matrimonio también se ve amenazado, por otros motivos, en América Latina; en Occidente, como sabemos, se encuentra fuertemente amenazado. Por eso, con mucha mayor razón, nosotros, como Iglesia, debemos ayudar a las familias, que constituyen la célula fundamental de toda sociedad sana. Sólo así puede crearse en la familia una comunión de generaciones, en la que el recuerdo del pasado vive en el presente y se abre al futuro. Así realmente continúa y se desarrolla la vida, y sigue adelante. No hay verdadero progreso sin esta continuidad de vida y, asimismo, no es posible sin el elemento religioso. Sin la confianza en Dios, sin la confianza en Cristo, que nos da también la capacidad de la fe y de la vida, la familia no puede sobrevivir. Lo vemos hoy. Sólo la fe en Cristo, sólo la participación en la fe de la Iglesia salva a la familia; y, por otra parte, la Iglesia sólo puede vivir si se salva la familia.

Yo ahora no tengo la receta de cómo se puede hacer esto. Pero creo que debemos tenerlo siempre presente. Por eso, tenemos que hacer todo lo que favorezca a la familia: círculos familiares, catequesis familiares, enseñar la oración en familia. Esto me parece muy importante: donde se hace oración juntos, está presente el Señor, está presente la fuerza que puede romper incluso la "esclerocardía", la dureza de corazón que, según el Señor, es el verdadero motivo del divorcio. Sólo la presencia del Señor, y nada más, nos ayuda a vivir realmente lo que desde el inicio el Creador quiso y el Redentor renovó. Enseñar la oración en familia y así invitar a la oración con la Iglesia. Y encontrar luego todos los demás modos.

7 Respondo ahora al vicario parroquial de San Jerónimo —veo que es muy joven—, el cual nos habla de lo que hacen las mujeres en la Iglesia, incluso en favor de los sacerdotes. Deseo subrayar que siempre me causa gran impresión, en el primer Canon, el Canon Romano, la oración especial por los sacerdotes: "Nobis quoque peccatoribus". En esta humildad realista de los sacerdotes, nosotros, precisamente como pecadores, pedimos al Señor que nos ayude a ser sus siervos. En esta oración por el sacerdote, y sólo en esta, aparecen siete mujeres rodeando al sacerdote. Se presentan precisamente como las mujeres creyentes que nos ayudan en nuestro camino.

Ciertamente, cada uno lo ha experimentado. Así, la Iglesia tiene una gran deuda de gratitud con respecto a las mujeres. Y con razón usted ha puesto de relieve que, desde el punto de vista carismático, las mujeres hacen mucho —me atrevo a decir— por el gobierno de la Iglesia, comenzando por las religiosas, por las hermanas de los grandes Padres de la Iglesia, como san Ambrosio, hasta las grandes mujeres de la Edad Media: santa Hildegarda, santa Catalina de Siena, santa Teresa de Ávila; y recientemente la madre Teresa.

Yo diría que, ciertamente, este sector carismático se distingue del sector ministerial en el sentido estricto de la palabra, pero es una verdadera y profunda participación en el gobierno de la Iglesia.
¿Cómo se podría imaginar el gobierno de la Iglesia sin esta contribución, que a veces es muy visible, como cuando santa Hildegarda criticaba a los obispos, o cuando santa Brígida y santa Catalina de Siena amonestaban a los Papas y obtenían su regreso a Roma? Siempre es un factor determinante, sin el cual la Iglesia no puede vivir.

Sin embargo, con razón dice usted: queremos ver también más visiblemente, de modo ministerial, a las mujeres en el gobierno de la Iglesia. Digamos que la cuestión es esta: como sabemos, el ministerio sacerdotal, procedente del Señor, está reservado a los varones, en cuanto que el ministerio sacerdotal es el gobierno en el sentido profundo, pues, en definitiva, es el Sacramento el que gobierna la Iglesia. Este es el punto decisivo. No es el hombre quien hace algo, sino que es el sacerdote fiel a su misión el que gobierna, en el sentido de que es el Sacramento, es decir, Cristo mismo mediante el Sacramento, quien gobierna, tanto a través de la Eucaristía como a través de los demás sacramentos, y así siempre es Cristo quien preside.

Con todo, es correcto preguntarse si también en el servicio ministerial —a pesar de que aquí el Sacramento y el carisma forman el binario único en el que se realiza la Iglesia— se puede ofrecer más espacio, más puestos de responsabilidad a las mujeres.

8 No entendí plenamente las palabras de la octava intervención. Lo que entendí, fundamentalmente, es que hoy la humanidad, al caminar de Jerusalén a Jericó, es asaltada por ladrones. El buen Samaritano la ayuda con la misericordia del Señor. Sólo podemos subrayar que, en último término, es el hombre quien ha caído y cae siempre de nuevo en manos de ladrones, y es Cristo quien lo cura. Nosotros debemos y podemos ayudarle, tanto con el servicio del amor como con el servicio de la fe, que es también un ministerio de amor.

9 La siguiente intervención se refería a los mártires de Uganda. Gracias por esta contribución. Nos hace pensar en el continente africano, que es la gran esperanza de la Iglesia. En los últimos meses he recibido a gran parte de los obispos africanos en visita "ad limina"; para mí ha sido muy edificante, y también consolador, encontrarme con obispos de elevado nivel teológico y cultural, obispos celosos, que realmente están animados por la alegría de la fe. Sabemos que esa Iglesia está en buenas manos, pero, a pesar de ello, sufre porque las naciones aún no están formadas.

En Europa, precisamente gracias al cristianismo, por encima de las etnias que existían, se formaron los grandes cuerpos de las naciones, las grandes lenguas, y así comuniones de culturas y espacios de paz, aunque luego estos grandes espacios de paz, opuestos entre sí, crearon también una nueva especie de guerra que antes no existía.

Sin embargo, en muchas partes de África sigue existiendo esa situación, donde hay sobre todo etnias dominantes. El poder colonial impuso fronteras en las que ahora deben formarse naciones. Pero sigue resultando difícil reunirse en un gran conjunto y encontrar, por encima de las etnias, la unidad del gobierno democrático y también la posibilidad de oponerse a los abusos coloniales, que continúan. África sigue siendo objeto de abusos por parte de las grandes potencias, y muchos conflictos no habrían existido si no estuvieran detrás los intereses de las grandes potencias.

Así, he visto también que, en medio de esa confusión, la Iglesia, con su unidad católica, es el gran factor que une en la dispersión. En muchas situaciones, sobre todo ahora después de la gran guerra en la República democrática del Congo, la Iglesia es la única realidad que funciona, hace continuar la vida, da la asistencia necesaria, garantiza la convivencia y ayuda a encontrar el modo de realizar un gran conjunto.

En ese sentido, en estas situaciones la Iglesia desempeña también un servicio sucedáneo con respecto al nivel político, dando la posibilidad de vivir juntos, y de reconstruir, después de las destrucciones, la comunión, así como de restablecer, después del estallido del odio, el espíritu de reconciliación. Muchos me han dicho que precisamente en estas situaciones el sacramento de la Penitencia es de gran importancia como fuerza de reconciliación y debe ser también administrado en este sentido.

En resumen, quería decir que África es un continente de gran esperanza, de gran fe, de realidades eclesiales conmovedoras, de sacerdotes y obispos celosos. Pero se trata también de un continente que, después de las destrucciones que les llevamos desde Europa, necesita nuestra ayuda fraterna. Y eso sólo puede nacer de la fe, que crea también la caridad universal por encima de las divisiones humanas. Esta es nuestra gran responsabilidad en este tiempo. Europa ha exportado sus ideologías, sus intereses, pero también ha exportado, con la misión, el factor de curación. Hoy, más que nunca, tenemos la responsabilidad de tener también nosotros una fe celosa, que se comunique, que quiera ayudar a los demás, que sea consciente de que dar la fe no es introducir una fuerza de alienación sino que es dar el verdadero don que necesita el hombre precisamente para ser también criatura del amor.

10El último punto es el que tocó el vicario parroquial carmelita de Santa Teresa de Ávila, que hizo bien en manifestarnos sus preocupaciones. Ciertamente, sería erróneo un optimismo simple y superficial, que no capte las grandes amenazas que se ciernen sobre la juventud de hoy, sobre los niños y las familias. Debemos percibir con gran realismo estas amenazas, que surgen donde Dios está ausente. Debemos sentir cada vez más nuestra responsabilidad, para que Dios esté presente, y así la esperanza y la capacidad de avanzar con confianza hacia el futuro.

11 Vuelvo a tomar la palabra, comenzando por la Academia pontificia de la Inmaculada. Por lo que respecta a lo que usted ha dicho sobre el problema de los adolescentes, sobre su soledad y sobre la incomprensión por parte de los adultos, lo constatamos hoy. Es significativo que estos jóvenes, que en las discotecas tratan de estar muy cerca unos de otros, en realidad sufren una gran soledad y, naturalmente, también incomprensión. En cierto sentido, a mi parecer depende del hecho de que los padres, como se ha dicho, en gran parte se desentienden de la formación de la familia.

Y, además, también las madres se ven obligadas a trabajar fuera de casa. La comunión entre ellos es muy frágil. Cada uno vive su mundo: son islas del pensamiento, del sentimiento, que no se unen.
El gran problema de este tiempo —en el que cada uno, al querer tener la vida para sí mismo, la pierde porque se aísla y aísla al otro de sí— consiste precisamente en recuperar la profunda comunión que, en definitiva, sólo puede venir de un fondo común a todas las almas, de la presencia divina que nos une a todos.

Es necesario superar la soledad y también la incomprensión, porque también esta última depende del hecho de que el pensamiento hoy es fragmentado. Cada quien tiene su modo de pensar, de vivir, y no hay comunicación en una visión profunda de la vida. La juventud se siente expuesta a nuevos horizontes, que no comparten con la generación anterior, porque falta la continuidad de la visión del mundo, marcado por una sucesión cada vez más rápida de nuevos inventos. En los últimos diez años se han realizado más cambios que en los cien anteriores. Así se separan realmente estos dos mundos.

Pienso en mi juventud y en la ingenuidad —si se puede llamar así— en la que vivíamos, en una sociedad totalmente campesina comparada con la sociedad de hoy. Como vemos, el mundo cambia cada vez más rápidamente, de modo que también se fragmenta con esos cambios. Por eso, en un momento de renovación y de cambio, el elemento permanente resulta cada vez más importante.

Recuerdo cuando se debatió la constitución conciliar Gaudium et spes. Por una parte, se reconocía lo nuevo, la novedad, el "sí" de la Iglesia a la época nueva con sus innovaciones, el "no" al romanticismo del pasado, un "no" justo y necesario. Pero luego los padres, como se comprueba en los textos, dijeron también que, a pesar de ello, a pesar de que era necesario estar dispuestos a caminar hacia adelante, a abandonar incluso otras cosas que apreciábamos, hay algo que no cambia, porque es lo humano mismo, la creaturalidad. El hombre no es totalmente histórico. La absolutización del historicismo, según el cual el hombre sería sólo y siempre criatura fruto de un período determinado, no es verdadera. Existe la creaturalidad y precisamente esta realidad nos da también la posibilidad de vivir el cambio sin dejar de ser nosotros mismos.

Esta respuesta no indica lo que debemos hacer, pero, a mi parecer, el primer paso que se ha de dar es tener el diagnóstico. ¿Por qué esta soledad en una sociedad que, por otra parte, se presenta como una sociedad de masas? ¿Por qué esta incomprensión en una sociedad donde todos tratan de entenderse, donde domina la comunicación, y donde la transparencia de todo a todos es la ley suprema?

La respuesta está en el hecho de que vemos el cambio en nuestro propio mundo y no vivimos suficientemente el elemento que nos une a todos, el elemento creatural, que se hace accesible y se hace realidad en una historia determinada: la historia de Cristo, que no va contra la creaturalidad, sino que restituye lo que quiso el Creador, como dice el Señor refiriéndose al matrimonio.

El cristianismo, precisamente poniendo de relieve la historia y la religión como un dato histórico, un dato en una historia, comenzando desde Abraham, y por tanto como una fe histórica, habiendo abierto la puerta a la modernidad con su sentido del progreso, de avanzar siempre adelante, es al mismo tiempo una fe que se basa en el Creador, que se revela y se hace presente en una historia a la cual da su continuidad y, por consiguiente, la comunicabilidad entre las almas. Así pues, pienso que una fe vivida en profundidad y con toda la apertura hacia el hoy, pero también con toda la apertura hacia Dios, une los dos aspectos: el respeto a la alteridad y a la novedad, y la continuidad de nuestro ser, la comunicabilidad entre las personas y entre los tiempos.

El otro punto era: ¿cómo podemos vivir la vida como un don? Es una pregunta que nos planteamos sobre todo ahora, en Cuaresma. Queremos renovar la opción por la vida, que es, como he dicho, opción no para poseerse a sí mismos sino para darse a sí mismos. Me parece que sólo podemos hacerlo mediante un diálogo permanente con el Señor y un diálogo entre nosotros. También con la "corrección fraterna" es necesario madurar cada vez más ante una siempre insuficiente capacidad de vivir el don de sí mismos. Pero, a mi parecer, también aquí debemos unir los dos aspectos. Por una parte, debemos aceptar con humildad nuestra insuficiencia, aceptar este "yo" que nunca es perfecto pero que se proyecta siempre hacia el Señor para llegar a la comunión con el Señor y con todos.

Esta humildad para aceptar los propios límites es muy importante. Por otra parte, sólo así podemos también crecer, madurar y orar al Señor para que nos ayude a no cansarnos en el camino, aceptando con humildad que nunca seremos perfectos, aceptando también la imperfección, sobre todo del otro. Aceptando la nuestra podemos aceptar más fácilmente la del otro, dejándonos formar y reformar siempre de nuevo por el Señor.

12 Ahora, el tema de los hospitales. Agradezco el saludo que nos llega de los hospitales. No conocía la mentalidad según la cual un sacerdote es destinado a desempeñar el ministerio en un hospital porque ha hecho algo mal. Siempre he pensado que uno de los servicios principales del sacerdote consiste en servir a los enfermos, a los que sufren, porque el Señor vino sobre todo para estar con los enfermos. Vino para compartir nuestros sufrimientos y para curarnos.

Con ocasión de las visitas "ad limina", digo siempre a los obispos africanos que las dos columnas de nuestro trabajo son la educación —es decir, la formación del hombre, que implica muchas dimensiones, como la educación para aprender, la profesionalidad, la educación en la intimidad de la persona— y la curación. Por tanto, el servicio fundamental, esencial, de la Iglesia consiste en curar. Y precisamente en los países africanos se realiza todo esto: la Iglesia ofrece la curación. Presenta las personas que ayudan a los enfermos, ayudan a curar en el cuerpo y en el alma.

Así pues, me parece que en el Señor debemos ver precisamente nuestro modelo de sacerdote para curar, para ayudar, para asistir, para acompañar hacia la curación. Eso es fundamental para el compromiso de la Iglesia; es una forma fundamental del amor y, por tanto, expresión fundamental de la fe. En consecuencia, también en el sacerdocio es el punto central.

13 Ahora respondo al vicario parroquial de los Santos Patronos de Italia, que nos ha hablado del diálogo con los ortodoxos y del diálogo ecuménico en general. En la actual situación mundial, es fundamental el diálogo, en todos los niveles. Aún más importante es que los cristianos no estén cerrados unos con respecto a otros, sino abiertos, y precisamente en las relaciones con los ortodoxos son fundamentales las relaciones personales. En la doctrina estamos unidos, en gran parte, acerca de todas las cosas fundamentales; sin embargo, en este campo de la doctrina resulta muy difícil hacer progresos. Pero acercarnos en la comunión, en la común experiencia de la vida de fe, es la mejor manera de reconocernos recíprocamente como hijos de Dios y discípulos de Cristo.

Esta es mi experiencia desde hace al menos cuarenta años, casi cincuenta: esta experiencia del seguimiento común de Cristo, pues en definitiva vivimos en la misma fe, en la misma sucesión apostólica, con los mismos sacramentos y, por tanto, también con la gran tradición de oración; es hermosa esta diversidad y multiplicidad de las culturas religiosas, de las culturas de fe. Tener esta experiencia es fundamental y me parece que la actitud de algunos, de una parte de los monjes del monte Athos, contra el ecumenismo depende entre otras causas del hecho de que falta esta experiencia, en la que se ve y se toca que también el otro pertenece al mismo Cristo, pertenece a la misma comunión con Cristo en la Eucaristía. Por tanto, esto es de gran importancia: debemos soportar la separación que existe. San Pablo dice que los cismas son necesarios durante algún tiempo y el Señor sabe por qué: para probarnos, para ejercitarnos, para hacernos madurar, para hacernos más humildes. Pero, a la vez, tenemos la obligación de caminar hacia la unidad, e ir hacia la unidad ya es una forma de unidad.

14 Vengamos ahora a lo que ha dicho el padre espiritual del seminario. El primer problema era la dificultad de la caridad pastoral. Por una parte, la vivimos; pero, por otra, quisiera decir también: ¡ánimo! La Iglesia hace mucho, gracias a Dios, en África, pero también en Roma y en Europa. Hace mucho y muchos se sienten agradecidos, tanto en el sector de la pastoral de los enfermos, como en el de la pastoral de los pobres y los abandonados. Continuemos con valentía y tratemos de encontrar juntos los caminos mejores.

El otro punto se centraba en el hecho de que la formación sacerdotal entre generaciones, incluso cercanas, a muchos les parece diversa, y esto complica el compromiso común en favor de la transmisión de la fe. Ya noté esto cuando era arzobispo de Munich. Cuando nosotros ingresamos en el seminario, todos teníamos una espiritualidad católica común, más o menos madura. Podemos decir que el fundamento espiritual era común. Ahora vienen de experiencias espirituales muy diversas.

En mi seminario constaté que vivían en "islas" diversas de espiritualidad, que difícilmente se comunicaban. Damos gracias sinceramente al Señor porque ha dado muchos nuevos impulsos a la Iglesia y también muchas nuevas formas de vida espiritual, de descubrimiento de la riqueza de la fe. Sobre todo, no hemos de descuidar la espiritualidad católica común, que se expresa en la liturgia y en la gran Tradición de la fe. Esto me parece muy importante.

Este punto es importante también con respecto al Concilio. Como dije antes de Navidad a la Curia romana, no hay que vivir la hermenéutica de la discontinuidad; hay que vivir la hermenéutica de la renovación, que es espiritualidad de la continuidad, de caminar hacia adelante con continuidad.

Esto me parece muy importante también con respecto a la liturgia. Pongo un ejemplo concreto, que me ha venido a la mente precisamente hoy con la breve meditación de este día. La "statio" de este día, jueves después del miércoles de Ceniza, es San Jorge. En la liturgia de ese santo soldado, en otros tiempos, había dos lecturas sobre dos santos soldados. La primera hablaba del rey Ezequías, que, enfermo, es condenado a muerte y pide al Señor llorando: "Dame todavía un poco de vida". Y el Señor es bueno y le concede otros diecisiete años de vida. Por tanto, una hermosa curación y un soldado que puede volver a realizar su actividad. La segunda es el pasaje del evangelio que habla del oficial de Cafarnaúm con su siervo enfermo. Así tenemos dos temas: el de la curación y el de la "milicia" de Cristo, del gran combate. Ahora, en la liturgia actual, tenemos dos lecturas totalmente distintas: la del Deuteronomio: "Escoge la vida" y la del evangelio: "Seguir a Cristo y tomar su cruz", que equivale a no buscar la propia vida sino a dar la vida, y es una interpretación de lo que significa "escoge la vida".

Puedo asegurar que yo siempre he amado mucho la liturgia. Me gustaba en especial el camino cuaresmal de la Iglesia, con las iglesias "estaciones" y las lecturas vinculadas a estas iglesias: una geografía de fe que se transforma en geografía espiritual de la peregrinación con el Señor. Y me entristeció un poco que nos quitaran este nexo entre la "estación" y las lecturas. Hoy veo que precisamente estas lecturas son muy hermosas y expresan el programa de la Cuaresma: escoger la vida, es decir, renovar el "sí" del bautismo, que es precisamente opción por la vida.

En este sentido, hay una íntima continuidad y me parece que debemos aprenderlo a través de este pequeño ejemplo entre discontinuidad y continuidad. Debemos aceptar las novedades, pero también amar la continuidad y ver el Concilio desde esta perspectiva de la continuidad. Esto nos ayudará también al mediar entre las generaciones en su modo de comunicar la fe.

15 Por último: el sacerdote del Vicariato de Roma concluyó con una palabra que hago mía perfectamente, de forma que con ella podemos también concluir ahora: ser más sencillos. Me parece un programa muy hermoso. Tratemos de ponerlo en práctica y así estaremos más abiertos al Señor y a la gente.

¡Muchas gracias!
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Vaticano, 5 de marzo de 2006.

Venerables Hermanos en el Episcopado, queridos hermanos y hermanas:

La celebración de la próxima Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones me ofrece la oportunidad de invitar a todo el Pueblo de Dios a reflexionar sobre el tema de la Vocación en el misterio de la Iglesia. Escribe el apóstol Pablo: «Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo... Nos ha destinado en la persona de Cristo a ser sus hijos» (Ef 1, 3-5). Antes de la creación del mundo, antes de nuestra venida a la existencia, el Padre celestial nos escogió personalmente para llamarnos a entrar en relación filial con Él por medio de Jesús, Verbo encarnado, bajo la guía del Espíritu Santo. Muriendo por nosotros, Jesús nos ha introducido en el misterio del amor del Padre, amor que lo envuelve totalmente y que Él ofrece a todos nosotros. Así, unidos a Jesús, que es la Cabeza, formamos un solo cuerpo, la Iglesia.

El peso de dos mil años de historia no facilita captar la novedad del misterio fascinante de la adopción divina, que está en el centro de la enseñanza de san Pablo. El Padre, recuerda el Apóstol, «nos ha dado a conocer el misterio de su voluntad... Recapitular en Cristo todas las cosas» (Ef 1, 9.10). Y añade con entusiasmo: «A los que aman a Dios todo les sirve para el bien: a los que ha llamado conforme a su designio. A los que había elegido, Dios los predestinó a ser imagen de su Hijo, para que él fuera el primogénito de muchos hermanos» (Rm 8, 28-29). Perspectiva realmente fascinante: estamos llamados a vivir como hermanos y hermanas de Jesús, a sentirnos hijos e hijas de un mismo Padre. Un don que altera cualquier idea y proyecto meramente humanos. La confesión de la verdadera fe abre de par en par las mentes y los corazones al misterio inagotable de Dios, que impregna la existencia humana. ¿Qué decir entonces de la tentación, muy fuerte en nuestros días, de sentirnos autosuficientes hasta cerrarnos al misterioso plan de Dios sobre nosotros? El amor del Padre, que se revela en la persona de Cristo, nos interpela.

Para responder a la llamada de Dios y ponernos en camino, no es necesario ser ya perfectos. Sabemos que la conciencia del propio pecado permitió al hijo pródigo emprender el camino del retorno y experimentar así el gozo de la reconciliación con el Padre. La fragilidad y las limitaciones humanas no son obstáculo, con tal de que ayuden a hacernos cada vez más conscientes de que tenemos necesidad de la gracia redentora de Cristo. Ésta es la experiencia de san Pablo, que declaraba: «Muy a gusto presumo de mis debilidades, porque así residirá en mí la fuerza de Cristo» (2 Co 12, 9). En el misterio de la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo, el poder divino del amor cambia el corazón del hombre, haciéndole capaz de comunicar el amor de Dios a los hermanos. A lo largo de los siglos muchísimos hombres y mujeres, transformados por el amor divino, han consagrado la propia existencia a la causa del Reino. Ya a orillas del mar de Galilea, muchos se dejaron conquistar por Jesús: buscaban la curación del cuerpo o del espíritu y fueron tocados por el poder de su gracia. Otros fueron escogidos personalmente por Él y llegaron a ser sus apóstoles.

Encontramos también personas, como María Magdalena y otras mujeres, que le siguieron por propia iniciativa, simplemente por amor y que, como el discípulo Juan, ocuparon también un lugar especial en su corazón. Tales hombres y mujeres, que conocieron a través de Cristo el misterio del amor del Padre, representan la multiplicidad de las vocaciones que hay en la Iglesia desde siempre. Modelo de quien está llamado a dar testimonio de manera particular del amor de Dios es María, la Madre de Jesús, directamente asociada en su peregrinar de fe, al misterio de la Encarnación y de la Redención.

En Cristo, Cabeza de la Iglesia, que es su Cuerpo, todos los cristianos forman «una raza elegida, un sacerdocio real, una nación consagrada, un pueblo adquirido por Dios para proclamar sus hazañas» (1 P 2, 9). La Iglesia es santa, aunque sus miembros necesiten ser purificados para lograr que la santidad, don de Dios, pueda resplandecer en ellos hasta su pleno fulgor. El Concilio Vaticano II destaca la llamada universal a la santidad, afirmando que «los seguidores de Cristo han sido llamados por Dios y justificados por el Señor Jesús, no por sus propios méritos, sino por su designio de gracia. El bautismo y la fe los han hecho verdaderamente hijos de Dios, participan de la naturaleza divina y son, por tanto, realmente santos» (Lumen gentium, 40). En el marco de esa llamada universal, Cristo, Sumo Sacerdote, en su solicitud por la Iglesia llama luego en todas las generaciones a personas que cuiden de su pueblo; en particular, llama al ministerio sacerdotal a hombres que ejerzan una función paterna, cuya raíz está en la paternidad misma de Dios (cf. Ef 3, 14). La misión del sacerdote en la Iglesia es insustituible. Por tanto, aunque en algunas regiones haya escasez de clero, nunca ha de ponerse en duda que Cristo sigue suscitando hombres que, como los Apóstoles, dejando cualquier otra ocupación, se dediquen totalmente a celebrar los santos misterios, a la predicación del Evangelio y al ministerio pastoral. En la Exhortación apostólica Pastores dabo vobis, mi venerado predecesor Juan Pablo II escribió a este respecto: «La relación del sacerdocio con Jesucristo, y en El con su Iglesia -en virtud de la unción sacramental-, se sitúa en el ser y en el obrar del sacerdote, o sea, en su misión o ministerio. En particular, “el sacerdote ministro es servidor de Cristo presente en la Iglesia misterio, comunión y misión. Por el hecho de participar en la ‘unción’ y en la ‘misión’ de Cristo, puede prolongar en la Iglesia su oración, su palabra, su sacrificio, su acción salvífica. Y así es servidor de la Iglesia misterio porque realiza los signos eclesiales y sacramentales de la presencia de Cristo resucitado”» (n. 16).

Otra vocación especial, que ocupa un lugar de honor en la Iglesia, es la llamada a la vida consagrada. A ejemplo de María de Betania que «sentada a los pies del Señor, escuchaba su palabra» (Lc 10, 39), muchos hombres y mujeres se consagran a un seguimiento total y exclusivo de Cristo. Ellos, aunque desarrollando diversos servicios en el campo de la formación humana y en la atención a los pobres, en la enseñanza o en la asistencia a los enfermos, no consideran esa actividad como el objetivo principal de su vida, porque, como subraya el Código de Derecho Canónico, «la contemplación de las cosas divinas y la unión asidua con Dios en la oración debe ser el primer y principal deber de todos los religiosos» (can. 663 § 1). Y en la Exhortación apostólica Vita consecrata Juan Pablo II señalaba: «En la tradición de la Iglesia la profesión religiosa es considerada como una singular y fecunda profundización de la consagración bautismal en cuanto que, por su medio, la íntima unión con Cristo, ya inaugurada con el Bautismo, se desarrolla en el don de una configuración más plenamente expresada y realizada, mediante la profesión de los consejos evangélicos» (n. 30).

Recordando la recomendación de Jesús: «La mies es abundante, pero los trabajadores son pocos; rogad, pues, al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies» (Mt 9, 37-38), percibimos claramente la necesidad de orar por las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada. No ha de sorprender que donde se reza con fervor florezcan las vocaciones. La santidad de la Iglesia depende esencialmente de la unión con Cristo y de la apertura al misterio de la gracia que actúa en el corazón de los creyentes. Por ello quisiera invitar a todos los fieles a cultivar una relación íntima con Cristo, Maestro y Pastor de su pueblo, imitando a María, que guardaba en su corazón los divinos misterios y los meditaba asiduamente (cf. Lc 2, 19). Unidos a Ella, que ocupa un lugar central en el misterio de la Iglesia, podemos rezar:

Padre,
haz que surjan entre los cristianos
numerosas y santas vocaciones al sacerdocio,
que mantengan viva la fe
y conserven la grata memoria de tu Hijo Jesús
mediante la predicación de su palabra
y la administración de los Sacramentos
con los que renuevas continuamente a tus fieles.

Danos santos ministros del altar,
que sean solícitos y fervorosos custodios de la Eucaristía,
sacramento del don supremo de Cristo
para la redención del mundo.

Llama a ministros de tu misericordia
que, mediante el sacramento de la Reconciliación,
derramen el gozo de tu perdón.

Padre,
haz que la Iglesia acoja con alegría
las numerosas inspiraciones del Espíritu de tu Hijo
y, dócil a sus enseñanzas,
fomente vocaciones al ministerio sacerdotal
y a la vida consagrada.

Fortalece a los obispos, sacerdotes, diáconos,
a los consagrados y a todos los bautizados en Cristo
para que cumplan fielmente su misión
al servicio del Evangelio.

Te lo pedimos por Cristo nuestro Señor. Amén.

María Reina de los Apóstoles, ruega por nosotros.
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Basílica de San Pedro, Jueves santo 13 de abril de 2006

Queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio; queridos hermanos y hermanas:

El Jueves santo es el día en el que el Señor encomendó a los Doce la tarea sacerdotal de celebrar, con el pan y el vino, el sacramento de su Cuerpo y de su Sangre hasta su regreso. En lugar del cordero pascual y de todos los sacrificios de la Antigua Alianza está el don de su Cuerpo y de su Sangre, el don de sí mismo. Así, el nuevo culto se funda en el hecho de que, ante todo, Dios nos hace un don a nosotros, y nosotros, colmados por este don, llegamos a ser suyos: la creación vuelve al Creador. Del mismo modo también el sacerdocio se ha transformado en algo nuevo: ya no es cuestión de descendencia, sino que es encontrarse en el misterio de Jesucristo.

Jesucristo es siempre el que hace el don y nos eleva hacia sí. Sólo él puede decir: "Esto es mi Cuerpo. Esta es mi Sangre". El misterio del sacerdocio de la Iglesia radica en el hecho de que nosotros, seres humanos miserables, en virtud del Sacramento podemos hablar con su "yo": in persona Christi. Jesucristo quiere ejercer su sacerdocio por medio de nosotros. Este conmovedor misterio, que en cada celebración del Sacramento nos vuelve a impresionar, lo recordamos de modo particular en el Jueves santo. Para que la rutina diaria no estropee algo tan grande y misterioso, necesitamos ese recuerdo específico, necesitamos volver al momento en que él nos impuso sus manos y nos hizo partícipes de este misterio.

Por eso, reflexionemos nuevamente en los signos mediante los cuales se nos donó el Sacramento. En el centro está el gesto antiquísimo de la imposición de las manos, con el que Jesucristo tomó posesión de mí, diciéndome: "Tú me perteneces". Pero con ese gesto también me dijo: "Tú estás bajo la protección de mis manos. Tú estás bajo la protección de mi corazón. Tú quedas custodiado en el hueco de mis manos y precisamente así te encuentras dentro de la inmensidad de mi amor. Permanece en el hueco de mis manos y dame las tuyas".

Recordemos, asimismo, que nuestras manos han sido ungidas con el óleo, que es el signo del Espíritu Santo y de su fuerza. ¿Por qué precisamente las manos? La mano del hombre es el instrumento de su acción, es el símbolo de su capacidad de afrontar el mundo, de "dominarlo". El Señor nos impuso las manos y ahora quiere nuestras manos para que, en el mundo, se transformen en las suyas. Quiere que ya no sean instrumentos para tomar las cosas, los hombres, el mundo para nosotros, para tomar posesión de él, sino que transmitan su toque divino, poniéndose al servicio de su amor. Quiere que sean instrumentos para servir y, por tanto, expresión de la misión de toda la persona que se hace garante de él y lo lleva a los hombres.

Si las manos del hombre representan simbólicamente sus facultades y, por lo general, la técnica como poder de disponer del mundo, entonces las manos ungidas deben ser un signo de su capacidad de donar, de la creatividad para modelar el mundo con amor; y para eso, sin duda, tenemos necesidad del Espíritu Santo. En el Antiguo Testamento la unción es signo de asumir un servicio: el rey, el profeta, el sacerdote hace y dona más de lo que deriva de él mismo. En cierto modo, está expropiado de sí mismo en función de un servicio, en el que se pone a disposición de alguien que es mayor que él.

Si en el evangelio de hoy Jesús se presenta como el Ungido de Dios, el Cristo, entonces quiere decir precisamente que actúa por misión del Padre y en la unidad del Espíritu Santo, y que, de esta manera, dona al mundo una nueva realeza, un nuevo sacerdocio, un nuevo modo de ser profeta, que no se busca a sí mismo, sino que vive por Aquel con vistas al cual el mundo ha sido creado. Pongamos hoy de nuevo nuestras manos a su disposición y pidámosle que nos vuelva a tomar siempre de la mano y nos guíe.

En el gesto sacramental de la imposición de las manos por parte del obispo fue el mismo Señor quien nos impuso las manos. Este signo sacramental resume todo un itinerario existencial. En cierta ocasión, como sucedió a los primeros discípulos, todos nosotros nos encontramos con el Señor y escuchamos su invitación: "Sígueme". Tal vez al inicio lo seguimos con vacilaciones, mirando hacia atrás y preguntándonos si ese era realmente nuestro camino. Y tal vez en algún punto del recorrido vivimos la misma experiencia de Pedro después de la pesca milagrosa, es decir, nos hemos sentido sobrecogidos ante su grandeza, ante la grandeza de la tarea y ante la insuficiencia de nuestra pobre persona, hasta el punto de querer dar marcha atrás: "Aléjate de mí, Señor, que soy un hombre pecador" (Lc 5, 8).

Pero luego él, con gran bondad, nos tomó de la mano, nos atrajo hacia sí y nos dijo: "No temas. Yo estoy contigo. No te abandono. Y tú no me abandones a mí". Tal vez en más de una ocasión a cada uno de nosotros nos ha acontecido lo mismo que a Pedro cuando, caminando sobre las aguas al encuentro del Señor, repentinamente sintió que el agua no lo sostenía y que estaba a punto de hundirse. Y, como Pedro, gritamos: "Señor, ¡sálvame!" (Mt 14, 30). Al levantarse la tempestad, ¿cómo podíamos atravesar las aguas fragorosas y espumantes del siglo y del milenio pasados? Pero entonces miramos hacia él... y él nos aferró la mano y nos dio un nuevo "peso específico": la ligereza que deriva de la fe y que nos impulsa hacia arriba. Y luego, nos da la mano que sostiene y lleva. Él nos sostiene. Volvamos a fijar nuestra mirada en él y extendamos las manos hacia él.

Dejemos que su mano nos aferre; así no nos hundiremos, sino que nos pondremos al servicio de la vida que es más fuerte que la muerte, y al servicio del amor que es más fuerte que el odio.

La fe en Jesús, Hijo del Dios vivo, es el medio por el cual volvemos a aferrar siempre la mano de Jesús y mediante el cual él aferra nuestra mano y nos guía. Una de mis oraciones preferidas es la petición que la liturgia pone en nuestros labios antes de la Comunión: "Jamás permitas que me separe de ti". Pedimos no caer nunca fuera de la comunión con su Cuerpo, con Cristo mismo; no caer nunca fuera del misterio eucarístico. Pedimos que él no suelte nunca nuestra mano...

El Señor nos impuso sus manos. El significado de ese gesto lo explicó con las palabras: "Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer" (Jn 15, 15). Ya no os llamo siervos, sino amigos: en estas palabras se podría ver incluso la institución del sacerdocio. El Señor nos hace sus amigos: nos encomienda todo; nos encomienda a sí mismo, de forma que podamos hablar con su "yo", "in persona Christi capitis". ¡Qué confianza! Verdaderamente se ha puesto en nuestras manos.

Todos los signos esenciales de la ordenación sacerdotal son, en el fondo, manifestaciones de esa palabra: la imposición de las manos; la entrega del libro, de su Palabra, que él nos encomienda; la entrega del cáliz, con el que nos transmite su misterio más profundo y personal. De todo ello forma parte también el poder de absolver: nos hace participar también en su conciencia de la miseria del pecado y de toda la oscuridad del mundo, y pone en nuestras manos la llave para abrir la puerta de la casa del Padre.

Ya no os llamo siervos, sino amigos. Este es el significado profundo del ser sacerdote: llegar a ser amigo de Jesucristo. Por esta amistad debemos comprometernos cada día de nuevo. Amistad significa comunión de pensamiento y de voluntad. En esta comunión de pensamiento con Jesús debemos ejercitarnos, como nos dice san Pablo en la carta a los Filipenses (cf. Flp 2, 2-5). Y esta comunión de pensamiento no es algo meramente intelectual, sino también una comunión de sentimientos y de voluntad, y por tanto también del obrar. Eso significa que debemos conocer a Jesús de un modo cada vez más personal, escuchándolo, viviendo con él, estando con él. Debemos escucharlo en la lectio divina, es decir, leyendo la sagrada Escritura de un modo no académico, sino espiritual. Así aprendemos a encontrarnos con el Jesús presente que nos habla. Debemos razonar y reflexionar, delante de él y con él, en sus palabras y en su manera de actuar. La lectura de la sagrada Escritura es oración, debe ser oración, debe brotar de la oración y llevar a la oración.

Los evangelistas nos dicen que el Señor en muchas ocasiones -durante noches enteras- se retiraba "al monte" para orar a solas. También nosotros necesitamos retirarnos a ese "monte", el monte interior que debemos escalar, el monte de la oración. Sólo así se desarrolla la amistad. Sólo así podemos desempeñar nuestro servicio sacerdotal; sólo así podemos llevar a Cristo y su Evangelio a los hombres.

El simple activismo puede ser incluso heroico. Pero la actividad exterior, en resumidas cuentas, queda sin fruto y pierde eficacia si no brota de una profunda e íntima comunión con Cristo. El tiempo que dedicamos a esto es realmente un tiempo de actividad pastoral, de actividad auténticamente pastoral. El sacerdote debe ser sobre todo un hombre de oración. El mundo, con su activismo frenético, a menudo pierde la orientación. Su actividad y sus capacidades resultan destructivas si fallan las fuerzas de la oración, de las que brotan las aguas de la vida capaces de fecundar la tierra árida.

Ya no os llamo siervos, sino amigos. El núcleo del sacerdocio es ser amigos de Jesucristo. Sólo así podemos hablar verdaderamente in persona Christi, aunque nuestra lejanía interior de Cristo no puede poner en peligro la validez del Sacramento. Ser amigo de Jesús, ser sacerdote significa, por tanto, ser hombre de oración. Así lo reconocemos y salimos de la ignorancia de los simples siervos. Así aprendemos a vivir, a sufrir y a obrar con él y por él.

La amistad con Jesús siempre es, por antonomasia, amistad con los suyos. Sólo podemos ser amigos de Jesús en la comunión con el Cristo entero, con la cabeza y el cuerpo; en la frondosa vid de la Iglesia, animada por su Señor. Sólo en ella la sagrada Escritura es, gracias al Señor, palabra viva y actual. Sin la Iglesia, el sujeto vivo que abarca todas las épocas, la Biblia se fragmenta en escritos a menudo heterogéneos y así se transforma en un libro del pasado. En el presente sólo es elocuente donde está la "Presencia", donde Cristo sigue siendo contemporáneo nuestro: en el cuerpo de su Iglesia.

Ser sacerdote significa convertirse en amigo de Jesucristo, y esto cada vez más con toda nuestra existencia. El mundo tiene necesidad de Dios, no de un dios cualquiera, sino del Dios de Jesucristo, del Dios que se hizo carne y sangre, que nos amó hasta morir por nosotros, que resucitó y creó en sí mismo un espacio para el hombre. Este Dios debe vivir en nosotros y nosotros en él. Esta es nuestra vocación sacerdotal: sólo así nuestro ministerio sacerdotal puede dar fruto.

Quisiera concluir esta homilía con unas palabras de don Andrea Santoro, el sacerdote de la diócesis de Roma que fue asesinado en Trebisonda mientras oraba; el cardenal Cè nos las refirió durante los Ejercicios espirituales. Son las siguientes: "Estoy aquí para vivir entre esta gente y permitir que Jesús lo haga prestándole mi carne... Sólo seremos capaces de salvación ofreciendo nuestra propia carne. Debemos cargar con el mal del mundo, debemos compartir el dolor, absorbiéndolo en nuestra propia carne hasta el fondo, como hizo Jesús".

Jesús asumió nuestra carne. Démosle nosotros la nuestra, para que de este modo pueda venir al mundo y transformarlo. Amén.
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Basílica de San Juan de Letrán, Jueves santo 13 de abril

Queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio; queridos hermanos y hermanas:

"Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo" (Jn 13, 1). Dios ama a su criatura, el hombre; lo ama también en su caída y no lo abandona a sí mismo. Él ama hasta el fin. Lleva su amor hasta el final, hasta el extremo: baja de su gloria divina. Se desprende de las vestiduras de su gloria divina y se viste con ropa de esclavo. Baja hasta la extrema miseria de nuestra caída. Se arrodilla ante nosotros y desempeña el servicio del esclavo; lava nuestros pies sucios, para que podamos ser admitidos a la mesa de Dios, para hacernos dignos de sentarnos a su mesa, algo que por nosotros mismos no podríamos ni deberíamos hacer jamás.

Dios no es un Dios lejano, demasiado distante y demasiado grande como para ocuparse de nuestras bagatelas. Dado que es grande, puede interesarse también de las cosas pequeñas. Dado que es grande, el alma del hombre, el hombre mismo, creado por el amor eterno, no es algo pequeño, sino que es grande y digno de su amor. La santidad de Dios no es sólo un poder incandescente, ante el cual debemos alejarnos aterrorizados; es poder de amor y, por esto, es poder purificador y sanador.

Dios desciende y se hace esclavo; nos lava los pies para que podamos sentarnos a su mesa. Así se revela todo el misterio de Jesucristo. Así resulta manifiesto lo que significa redención. El baño con que nos lava es su amor dispuesto a afrontar la muerte. Sólo el amor tiene la fuerza purificadora que nos limpia de nuestra impureza y nos eleva a la altura de Dios. El baño que nos purifica es él mismo, que se entrega totalmente a nosotros, desde lo más profundo de su sufrimiento y de su muerte.

Él es continuamente este amor que nos lava. En los sacramentos de la purificación -el Bautismo y la Penitencia- él está continuamente arrodillado ante nuestros pies y nos presta el servicio de esclavo, el servicio de la purificación; nos hace capaces de Dios. Su amor es inagotable; llega realmente hasta el extremo.

"Vosotros estáis limpios, pero no todos", dice el Señor (Jn 13, 10). En esta frase se revela el gran don de la purificación que él nos hace, porque desea estar a la mesa juntamente con nosotros, de convertirse en nuestro alimento. "Pero no todos": existe el misterio oscuro del rechazo, que con la historia de Judas se hace presente y debe hacernos reflexionar precisamente en el Jueves santo, el día en que Jesús nos hace el don de sí mismo. El amor del Señor no tiene límites, pero el hombre puede ponerle un límite.

"Vosotros estáis limpios, pero no todos": ¿Qué es lo que hace impuro al hombre? Es el rechazo del amor, el no querer ser amado, el no amar. Es la soberbia que cree que no necesita purificación, que se cierra a la bondad salvadora de Dios. Es la soberbia que no quiere confesar y reconocer que necesitamos purificación.

En Judas vemos con mayor claridad aún la naturaleza de este rechazo. Juzga a Jesús según las categorías del poder y del éxito: para él sólo cuentan el poder y el éxito; el amor no cuenta. Y es avaro: para él el dinero es más importante que la comunión con Jesús, más importante que Dios y su amor. Así se transforma también en un mentiroso, que hace doble juego y rompe con la verdad; uno que vive en la mentira y así pierde el sentido de la verdad suprema, de Dios. De este modo se endurece, se hace incapaz de conversión, del confiado retorno del hijo pródigo, y arruina su vida.

"Vosotros estáis limpios, pero no todos". El Señor hoy nos pone en guardia frente a la autosuficiencia, que pone un límite a su amor ilimitado. Nos invita a imitar su humildad, a tratar de vivirla, a dejarnos "contagiar" por ella. Nos invita -por más perdidos que podamos sentirnos- a volver a casa y a permitir a su bondad purificadora que nos levante y nos haga entrar en la comunión de la mesa con él, con Dios mismo.

Reflexionemos sobre otra frase de este inagotable pasaje evangélico: "Os he dado ejemplo..." (Jn 13, 15); "También vosotros debéis lavaros los pies unos a otros" (Jn 13, 14). ¿En qué consiste el "lavarnos los pies unos a otros"? ¿Qué significa en concreto? Cada obra buena hecha en favor del prójimo, especialmente en favor de los que sufren y los que son poco apreciados, es un servicio como lavar los pies. El Señor nos invita a bajar, a aprender la humildad y la valentía de la bondad; y también a estar dispuestos a aceptar el rechazo, actuando a pesar de ello con bondad y perseverando en ella.

Pero hay una dimensión aún más profunda. El Señor limpia nuestra impureza con la fuerza purificadora de su bondad. Lavarnos los pies unos a otros significa sobre todo perdonarnos continuamente unos a otros, volver a comenzar juntos siempre de nuevo, aunque pueda parecer inútil. Significa purificarnos unos a otros soportándonos mutuamente y aceptando ser soportados por los demás; purificarnos unos a otros dándonos recíprocamente la fuerza santificante de la palabra de Dios e introduciéndonos en el Sacramento del amor divino.

El Señor nos purifica; por esto nos atrevemos a acercarnos a su mesa. Pidámosle que nos conceda a todos la gracia de poder ser un día, para siempre, huéspedes del banquete nupcial eterno. Amén.
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Vaticano, 5 de marzo de 2006

Venerables Hermanos en el Episcopado, queridos hermanos y hermanas:

La celebración de la próxima Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones me ofrece la oportunidad de invitar a todo el Pueblo de Dios a reflexionar sobre el tema de la Vocación en el misterio de la Iglesia. Escribe el apóstol Pablo: «Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo... Nos ha destinado en la persona de Cristo a ser sus hijos» (Ef 1, 3-5). Antes de la creación del mundo, antes de nuestra venida a la existencia, el Padre celestial nos escogió personalmente para llamarnos a entrar en relación filial con Él por medio de Jesús, Verbo encarnado, bajo la guía del Espíritu Santo. Muriendo por nosotros, Jesús nos ha introducido en el misterio del amor del Padre, amor que lo envuelve totalmente y que Él ofrece a todos nosotros. Así, unidos a Jesús, que es la Cabeza, formamos un solo cuerpo, la Iglesia.

El peso de dos mil años de historia no facilita captar la novedad del misterio fascinante de la adopción divina, que está en el centro de la enseñanza de san Pablo. El Padre, recuerda el Apóstol, «nos ha dado a conocer el misterio de su voluntad... Recapitular en Cristo todas las cosas» (Ef 1, 9.10). Y añade con entusiasmo: «A los que aman a Dios todo les sirve para el bien: a los que ha llamado conforme a su designio. A los que había elegido, Dios los predestinó a ser imagen de su Hijo, para que él fuera el primogénito de muchos hermanos» (Rm 8, 28-29). Perspectiva realmente fascinante: estamos llamados a vivir como hermanos y hermanas de Jesús, a sentirnos hijos e hijas de un mismo Padre. Un don que altera cualquier idea y proyecto meramente humanos. La confesión de la verdadera fe abre de par en par las mentes y los corazones al misterio inagotable de Dios, que impregna la existencia humana. ¿Qué decir entonces de la tentación, muy fuerte en nuestros días, de sentirnos autosuficientes hasta cerrarnos al misterioso plan de Dios sobre nosotros? El amor del Padre, que se revela en la persona de Cristo, nos interpela.

Para responder a la llamada de Dios y ponernos en camino, no es necesario ser ya perfectos. Sabemos que la conciencia del propio pecado permitió al hijo pródigo emprender el camino del retorno y experimentar así el gozo de la reconciliación con el Padre. La fragilidad y las limitaciones humanas no son obstáculo, con tal de que ayuden a hacernos cada vez más conscientes de que tenemos necesidad de la gracia redentora de Cristo. Ésta es la experiencia de san Pablo, que declaraba: «Muy a gusto presumo de mis debilidades, porque así residirá en mí la fuerza de Cristo» (2 Co 12, 9). En el misterio de la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo, el poder divino del amor cambia el corazón del hombre, haciéndole capaz de comunicar el amor de Dios a los hermanos. A lo largo de los siglos muchísimos hombres y mujeres, transformados por el amor divino, han consagrado la propia existencia a la causa del Reino. Ya a orillas del mar de Galilea, muchos se dejaron conquistar por Jesús: buscaban la curación del cuerpo o del espíritu y fueron tocados por el poder de su gracia. Otros fueron escogidos personalmente por Él y llegaron a ser sus apóstoles.

Encontramos también personas, como María Magdalena y otras mujeres, que le siguieron por propia iniciativa, simplemente por amor y que, como el discípulo Juan, ocuparon también un lugar especial en su corazón. Tales hombres y mujeres, que conocieron a través de Cristo el misterio del amor del Padre, representan la multiplicidad de las vocaciones que hay en la Iglesia desde siempre. Modelo de quien está llamado a dar testimonio de manera particular del amor de Dios es María, la Madre de Jesús, directamente asociada en su peregrinar de fe, al misterio de la Encarnación y de la Redención.

En Cristo, Cabeza de la Iglesia, que es su Cuerpo, todos los cristianos forman «una raza elegida, un sacerdocio real, una nación consagrada, un pueblo adquirido por Dios para proclamar sus hazañas» (1 P 2, 9). La Iglesia es santa, aunque sus miembros necesiten ser purificados para lograr que la santidad, don de Dios, pueda resplandecer en ellos hasta su pleno fulgor. El Concilio Vaticano II destaca la llamada universal a la santidad, afirmando que «los seguidores de Cristo han sido llamados por Dios y justificados por el Señor Jesús, no por sus propios méritos, sino por su designio de gracia. El bautismo y la fe los han hecho verdaderamente hijos de Dios, participan de la naturaleza divina y son, por tanto, realmente santos» (Lumen gentium, 40). En el marco de esa llamada universal, Cristo, Sumo Sacerdote, en su solicitud por la Iglesia llama luego en todas las generaciones a personas que cuiden de su pueblo; en particular, llama al ministerio sacerdotal a hombres que ejerzan una función paterna, cuya raíz está en la paternidad misma de Dios (cf. Ef 3, 14). La misión del sacerdote en la Iglesia es insustituible. Por tanto, aunque en algunas regiones haya escasez de clero, nunca ha de ponerse en duda que Cristo sigue suscitando hombres que, como los Apóstoles, dejando cualquier otra ocupación, se dediquen totalmente a celebrar los santos misterios, a la predicación del Evangelio y al ministerio pastoral. En la Exhortación apostólica Pastores dabo vobis, mi venerado predecesor Juan Pablo II escribió a este respecto: «La relación del sacerdocio con Jesucristo, y en El con su Iglesia -en virtud de la unción sacramental-, se sitúa en el ser y en el obrar del sacerdote, o sea, en su misión o ministerio. En particular, “el sacerdote ministro es servidor de Cristo presente en la Iglesia misterio, comunión y misión. Por el hecho de participar en la ‘unción’ y en la ‘misión’ de Cristo, puede prolongar en la Iglesia su oración, su palabra, su sacrificio, su acción salvífica. Y así es servidor de la Iglesia misterio porque realiza los signos eclesiales y sacramentales de la presencia de Cristo resucitado”» (n. 16).

Otra vocación especial, que ocupa un lugar de honor en la Iglesia, es la llamada a la vida consagrada. A ejemplo de María de Betania que «sentada a los pies del Señor, escuchaba su palabra» (Lc 10, 39), muchos hombres y mujeres se consagran a un seguimiento total y exclusivo de Cristo. Ellos, aunque desarrollando diversos servicios en el campo de la formación humana y en la atención a los pobres, en la enseñanza o en la asistencia a los enfermos, no consideran esa actividad como el objetivo principal de su vida, porque, como subraya el Código de Derecho Canónico, «la contemplación de las cosas divinas y la unión asidua con Dios en la oración debe ser el primer y principal deber de todos los religiosos» (can. 663 § 1). Y en la Exhortación apostólica Vita consecrata Juan Pablo II señalaba: «En la tradición de la Iglesia la profesión religiosa es considerada como una singular y fecunda profundización de la consagración bautismal en cuanto que, por su medio, la íntima unión con Cristo, ya inaugurada con el Bautismo, se desarrolla en el don de una configuración más plenamente expresada y realizada, mediante la profesión de los consejos evangélicos» (n. 30).

Recordando la recomendación de Jesús: «La mies es abundante, pero los trabajadores son pocos; rogad, pues, al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies» (Mt 9, 37-38), percibimos claramente la necesidad de orar por las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada. No ha de sorprender que donde se reza con fervor florezcan las vocaciones. La santidad de la Iglesia depende esencialmente de la unión con Cristo y de la apertura al misterio de la gracia que actúa en el corazón de los creyentes. Por ello quisiera invitar a todos los fieles a cultivar una relación íntima con Cristo, Maestro y Pastor de su pueblo, imitando a María, que guardaba en su corazón los divinos misterios y los meditaba asiduamente (cf. Lc 2, 19). Unidos a Ella, que ocupa un lugar central en el misterio de la Iglesia, podemos rezar:

Padre,
haz que surjan entre los cristianos
numerosas y santas vocaciones al sacerdocio,
que mantengan viva la fe
y conserven la grata memoria de tu Hijo Jesús
mediante la predicación de su palabra
y la administración de los Sacramentos
con los que renuevas continuamente a tus fieles.

Danos santos ministros del altar,
que sean solícitos y fervorosos custodios de la Eucaristía,
sacramento del don supremo de Cristo
para la redención del mundo.

Llama a ministros de tu misericordia
que, mediante el sacramento de la Reconciliación,
derramen el gozo de tu perdón.

Padre,
haz que la Iglesia acoja con alegría
las numerosas inspiraciones del Espíritu de tu Hijo
y, dócil a sus enseñanzas,
fomente vocaciones al ministerio sacerdotal
y a la vida consagrada.

Fortalece a los obispos, sacerdotes, diáconos,
a los consagrados y a todos los bautizados en Cristo
para que cumplan fielmente su misión
al servicio del Evangelio.

Te lo pedimos por Cristo nuestro Señor. Amén.

María Reina de los Apóstoles, ruega por nosotros.
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Basílica de San Pedro, IV Domingo de Pascua, 7 de mayo de 2006

Queridos hermanos y hermanas; queridos ordenandos:

En esta hora en la que vosotros, queridos amigos, mediante el sacramento de la ordenación sacerdotal sois introducidos como pastores al servicio del gran Pastor, Jesucristo, el Señor mismo nos habla en el evangelio del servicio en favor de la grey de Dios.

La imagen del pastor viene de lejos. En el antiguo Oriente los reyes solían designarse a sí mismos como pastores de sus pueblos. En el Antiguo Testamento Moisés y David, antes de ser llamados a convertirse en jefes y pastores del pueblo de Dios, habían sido efectivamente pastores de rebaños. En las pruebas del tiempo del exilio, ante el fracaso de los pastores de Israel, es decir, de los líderes políticos y religiosos, Ezequiel había trazado la imagen de Dios mismo como Pastor de su pueblo. Dios dice a través del profeta: "Como un pastor vela por su rebaño (...), así velaré yo por mis ovejas. Las reuniré de todos los lugares donde se habían dispersado en día de nubes y brumas" (Ez 34, 12).

Ahora Jesús anuncia que ese momento ha llegado: él mismo es el buen Pastor en quien Dios mismo vela por su criatura, el hombre, reuniendo a los seres humanos y conduciéndolos al verdadero pasto. San Pedro, a quien el Señor resucitado había confiado la misión de apacentar a sus ovejas, de convertirse en pastor con él y por él, llama a Jesús el "archipoimen", el Mayoral, el Pastor supremo (cf. 1 P 5, 4), y con esto quiere decir que sólo se puede ser pastor del rebaño de Jesucristo por medio de él y en la más íntima comunión con él. Precisamente esto es lo que se expresa en el sacramento de la Ordenación: el sacerdote, mediante el sacramento, es insertado totalmente en Cristo para que, partiendo de él y actuando con vistas a él, realice en comunión con él el servicio del único Pastor, Jesús, en el que Dios como hombre quiere ser nuestro Pastor.

El evangelio que hemos escuchado en este domingo es solamente una parte del gran discurso de Jesús sobre los pastores. En este pasaje, el Señor nos dice tres cosas sobre el verdadero pastor: da su vida por las ovejas; las conoce y ellas lo conocen a él; y está al servicio de la unidad. Antes de reflexionar sobre estas tres características esenciales del pastor, quizá sea útil recordar brevemente la parte precedente del discurso sobre los pastores, en la que Jesús, antes de designarse como Pastor, nos sorprende diciendo: "Yo soy la puerta" (Jn 10, 7). En el servicio de pastor hay que entrar a través de él. Jesús pone de relieve con gran claridad esta condición de fondo, afirmando: "El que sube por otro lado, ese es un ladrón y un salteador" (Jn 10, 1).

Esta palabra "sube" (anabainei) evoca la imagen de alguien que trepa al recinto para llegar, saltando, a donde legítimamente no podría llegar. "Subir": se puede ver aquí la imagen del arribismo, del intento de llegar "muy alto", de conseguir un puesto mediante la Iglesia: servirse, no servir. Es la imagen del hombre que, a través del sacerdocio, quiere llegar a ser importante, convertirse en un personaje; la imagen del que busca su propia exaltación y no el servicio humilde de Jesucristo.

Pero el único camino para subir legítimamente hacia el ministerio de pastor es la cruz. Esta es la verdadera subida, esta es la verdadera puerta. No desear llegar a ser alguien, sino, por el contrario, ser para los demás, para Cristo, y así, mediante él y con él, ser para los hombres que él busca, que él quiere conducir por el camino de la vida.

Se entra en el sacerdocio a través del sacramento; y esto significa precisamente: a través de la entrega a Cristo, para que él disponga de mí; para que yo lo sirva y siga su llamada, aunque no coincida con mis deseos de autorrealización y estima. Entrar por la puerta, que es Cristo, quiere decir conocerlo y amarlo cada vez más, para que nuestra voluntad se una a la suya y nuestro actuar llegue a ser uno con su actuar.

Queridos amigos, por esta intención queremos orar siempre de nuevo, queremos esforzarnos precisamente por esto, es decir, para que Cristo crezca en nosotros, para que nuestra unión con él sea cada vez más profunda, de modo que también a través de nosotros sea Cristo mismo quien apaciente.

Consideremos ahora más atentamente las tres afirmaciones fundamentales de Jesús sobre el buen pastor. La primera, que con gran fuerza impregna todo el discurso sobre los pastores, dice: el pastor da su vida por las ovejas. El misterio de la cruz está en el centro del servicio de Jesús como pastor: es el gran servicio que él nos presta a todos nosotros. Se entrega a sí mismo, y no sólo en un pasado lejano. En la sagrada Eucaristía realiza esto cada día, se da a sí mismo mediante nuestras manos, se da a nosotros. Por eso, con razón, en el centro de la vida sacerdotal está la sagrada Eucaristía, en la que el sacrificio de Jesús en la cruz está siempre realmente presente entre nosotros.

A partir de esto aprendemos también qué significa celebrar la Eucaristía de modo adecuado: es encontrarnos con el Señor, que por nosotros se despoja de su gloria divina, se deja humillar hasta la muerte en la cruz y así se entrega a cada uno de nosotros. Es muy importante para el sacerdote la Eucaristía diaria, en la que se expone siempre de nuevo a este misterio; se pone siempre de nuevo a sí mismo en las manos de Dios, experimentando al mismo tiempo la alegría de saber que él está presente, me acoge, me levanta y me lleva siempre de nuevo, me da la mano, se da a sí mismo.

La Eucaristía debe llegar a ser para nosotros una escuela de vida, en la que aprendamos a entregar nuestra vida. La vida no se da sólo en el momento de la muerte, y no solamente en el modo del martirio. Debemos darla día a día. Debo aprender día a día que yo no poseo mi vida para mí mismo. Día a día debo aprender a desprenderme de mí mismo, a estar a disposición del Señor para lo que necesite de mí en cada momento, aunque otras cosas me parezcan más bellas y más importantes. Dar la vida, no tomarla. Precisamente así experimentamos la libertad. La libertad de nosotros mismos, la amplitud del ser. Precisamente así, siendo útiles, siendo personas necesarias para el mundo, nuestra vida llega a ser importante y bella. Sólo quien da su vida la encuentra.

En segundo lugar el Señor nos dice: "Conozco mis ovejas y las mías me conocen a mí, igual que el Padre me conoce y yo conozco al Padre" (Jn 10, 14-15). En esta frase hay dos relaciones en apariencia muy diversas, que aquí están entrelazadas: la relación entre Jesús y el Padre, y la relación entre Jesús y los hombres encomendados a él. Pero ambas relaciones van precisamente juntas porque los hombres, en definitiva, pertenecen al Padre y buscan al Creador, a Dios. Cuando se dan cuenta de que uno habla solamente en su propio nombre y tomando sólo de sí mismo, entonces intuyen que eso es demasiado poco y no puede ser lo que buscan.

Pero donde resuena en una persona otra voz, la voz del Creador, del Padre, se abre la puerta de la relación que el hombre espera. Por tanto, así debe ser en nuestro caso. Ante todo, en nuestro interior debemos vivir la relación con Cristo y, por medio de él, con el Padre; sólo entonces podemos comprender verdaderamente a los hombres, sólo a la luz de Dios se comprende la profundidad del hombre; entonces quien nos escucha se da cuenta de que no hablamos de nosotros, de algo, sino del verdadero Pastor.

Obviamente, las palabras de Jesús se refieren también a toda la tarea pastoral práctica de acompañar a los hombres, de salir a su encuentro, de estar abiertos a sus necesidades y a sus interrogantes. Desde luego, es fundamental el conocimiento práctico, concreto, de las personas que me han sido encomendadas, y ciertamente es importante entender este "conocer" a los demás en el sentido bíblico: no existe un verdadero conocimiento sin amor, sin una relación interior, sin una profunda aceptación del otro.

El pastor no puede contentarse con saber los nombres y las fechas. Su conocimiento debe ser siempre también un conocimiento de las ovejas con el corazón. Pero a esto sólo podemos llegar si el Señor ha abierto nuestro corazón, si nuestro conocimiento no vincula las personas a nuestro pequeño yo privado, a nuestro pequeño corazón, sino que, por el contrario, les hace sentir el corazón de Jesús, el corazón del Señor. Debe ser un conocimiento con el corazón de Jesús, un conocimiento orientado a él, un conocimiento que no vincula la persona a mí, sino que la guía hacia Jesús, haciéndolo así libre y abierto. Así también nosotros nos hacemos cercanos a los hombres.

Pidamos siempre de nuevo al Señor que nos conceda este modo de conocer con el corazón de Jesús, de no vincularlos a mí sino al corazón de Jesús, y de crear así una verdadera comunidad.

Por último, el Señor nos habla del servicio a la unidad encomendado al pastor: "Tengo, además, otras ovejas que no son de este redil; también a esas las tengo que traer, y escucharán mi voz y habrá un solo rebaño, un solo pastor" (Jn 10, 16). Es lo mismo que repite san Juan después de la decisión del sanedrín de matar a Jesús, cuando Caifás dijo que era preferible que muriera uno solo por el pueblo a que pereciera toda la nación. San Juan reconoce que se trata de palabras proféticas, y añade: Jesús iba a morir por la nación, y no sólo por la nación, sino también para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos" (Jn 11, 52).

Se revela la relación entre cruz y unidad; la unidad se paga con la cruz. Pero sobre todo aparece el horizonte universal del actuar de Jesús. Aunque Ezequiel, en su profecía sobre el pastor, se refería al restablecimiento de la unidad entre las tribus dispersas de Israel (cf. Ez 34, 22-24), ahora ya no se trata de la unificación del Israel disperso, sino de todos los hijos de Dios, de la humanidad, de la Iglesia de judíos y paganos. La misión de Jesús concierne a toda la humanidad, y por eso la Iglesia tiene una responsabilidad con respecto a toda la humanidad, para que reconozca a Dios, al Dios que por todos nosotros en Jesucristo se encarnó, sufrió, murió y resucitó.

La Iglesia jamás debe contentarse con la multitud de aquellos a quienes, en cierto momento, ha llegado, y decir que los demás están bien así: musulmanes, hindúes... La Iglesia no puede retirarse cómodamente dentro de los límites de su propio ambiente. Tiene por cometido la solicitud universal, debe preocuparse por todos y de todos. Por lo general debemos "traducir" esta gran tarea en nuestras respectivas misiones. Obviamente, un sacerdote, un pastor de almas debe preocuparse ante todo por los que creen y viven con la Iglesia, por los que buscan en ella el camino de la vida y que, por su parte, como piedras vivas, construyen la Iglesia y así edifican y sostienen juntos también al sacerdote.

Sin embargo, como dice el Señor, también debemos salir siempre de nuevo "a los caminos y cercados" (Lc 14, 23) para llevar la invitación de Dios a su banquete también a los hombres que hasta ahora no han oído hablar para nada de él o no han sido tocados interiormente por él. Este servicio universal, servicio a la unidad, se realiza de muchas maneras. Siempre forma parte de él también el compromiso por la unidad interior de la Iglesia, para que ella, por encima de todas las diferencias y los límites, sea un signo de la presencia de Dios en el mundo, el único que puede crear dicha unidad.

La Iglesia antigua encontró en la escultura de su tiempo la figura del pastor que lleva una oveja sobre sus hombros. Quizá esas imágenes formen parte del sueño idílico de la vida campestre, que había fascinado a la sociedad de entonces. Pero para los cristianos esta figura se ha transformado con toda naturalidad en la imagen de Aquel que ha salido en busca de la oveja perdida, la humanidad; en la imagen de Aquel que nos sigue hasta nuestros desiertos y nuestras confusiones; en la imagen de Aquel que ha cargado sobre sus hombros a la oveja perdida, que es la humanidad, y la lleva a casa. Se ha convertido en la imagen del verdadero Pastor, Jesucristo. A él nos encomendamos. A él os encomendamos a vosotros, queridos hermanos, especialmente en esta hora, para que os conduzca y os lleve todos los días; para que os ayude a ser, por él y con él, buenos pastores de su rebaño. Amén.
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IV Domingo de Pascua, XLIII Jornada mundial de oración por las vocaciones

Queridos hermanos y hermanas:

En este IV domingo de Pascua, domingo del "Buen Pastor", en el que se celebra la Jornada mundial de oración por las vocaciones, he tenido la alegría de ordenar en la basílica de San Pedro a quince nuevos sacerdotes para la diócesis de Roma. Demos gracias a Dios. Pienso también en los que en todas las partes del mundo reciben en este período la ordenación presbiteral. A la vez que damos gracias al Señor por el don de estos nuevos presbíteros al servicio de la Iglesia, queremos encomendarlos a todos a María, invocando al mismo tiempo su intercesión para que aumente el número de quienes acogen la invitación de Cristo a seguirlo por el camino del sacerdocio y de la vida consagrada.

Este año la Jornada mundial de oración por las vocaciones tiene por tema: "La vocación en el misterio de la Iglesia". En el Mensaje que dirigí a toda la comunidad eclesial para esta celebración recordé la experiencia de los primeros discípulos de Jesús, que, después de haberlo conocido a orillas del lago y en las aldeas de Galilea, fueron conquistados por su atractivo y su amor.

La vocación cristiana es siempre la renovación de esta amistad personal con Jesucristo, que da pleno sentido a la propia existencia y la hace disponible para el reino de Dios. La Iglesia vive de esta amistad, alimentada por la Palabra y los sacramentos, realidades santas encomendadas de modo particular al ministerio de los obispos, de los presbíteros y de los diáconos, consagrados por el sacramento del Orden. Por eso —como afirmé en ese mismo Mensaje— la misión del sacerdote es insustituible y, aunque en algunas regiones existe escasez de clero, no se debe dudar de que Dios sigue llamando a muchachos, jóvenes y adultos a dejarlo todo para dedicarse al anuncio del Evangelio y al ministerio pastoral.

Otra forma especial de seguimiento de Cristo es la vocación a la vida consagrada, que se expresa mediante una existencia pobre, casta y obediente, totalmente dedicada a Dios, en la contemplación y en la oración, y puesta al servicio de los hermanos, especialmente de los pequeños y pobres. No olvidemos que también el matrimonio cristiano es, con pleno derecho, vocación a la santidad, y que el ejemplo de padres santos es la primera condición que favorece el florecimiento de las vocaciones sacerdotales y religiosas.

Queridos hermanos y hermanas, invoquemos la intercesión de María, Madre de la Iglesia, por los sacerdotes y por los religiosos y las religiosas; oremos, además, para que las semillas de vocación que Dios siembra en el corazón de los fieles lleguen a una plena maduración y den frutos de santidad en la Iglesia y en el mundo.
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11 de mayo de 2006

Señores cardenales; queridos hermanos en el episcopado:

Me alegra acogeros a vosotros, pastores de la Iglesia en la región eclesiástica de Quebec, que habéis venido a realizar vuestra visita ad limina y a compartir vuestras preocupaciones y vuestras esperanzas con el Sucesor de Pedro y sus colaboradores. Nuestro encuentro es una manifestación de la comunión profunda que une a cada una de vuestras diócesis con la Sede de Pedro.
Agradezco a monseñor Gilles Cazabon, presidente de la Asamblea de obispos católicos de Quebec, la presentación del contexto, a veces difícil, en el que lleváis a cabo vuestro ministerio pastoral. A través de vosotros quisiera saludar afectuosamente también a los sacerdotes, diáconos, religiosos, religiosas y laicos de vuestras diócesis, apreciando la participación de numerosas personas en la vida de la Iglesia. Que Dios bendiga los generosos esfuerzos realizados para que la buena nueva del Señor resucitado se anuncie a todos.

Con los otros tres grupos de obispos de vuestro país tendré ocasión de proseguir mi reflexión sobre temas significativos para la misión de la Iglesia en la sociedad canadiense, caracterizada por el pluralismo, el subjetivismo y un secularismo creciente.

En el año 2008, cuando Quebec celebre el IV centenario de su fundación, en vuestra región tendrá lugar el Congreso eucarístico internacional. Por tanto, quisiera ante todo invitar a vuestras diócesis a una renovación del sentido y de la práctica de la Eucaristía, a través de un redescubrimiento del lugar esencial que debe tener en la vida de la Iglesia "la Eucaristía, don de Dios para la vida del mundo". En efecto, en vuestras relaciones quinquenales habéis señalado la notable disminución de la práctica religiosa durante los últimos años, constatando en especial que son pocos los jóvenes que participan en las asambleas eucarísticas. Los fieles deben convencerse del carácter vital de la participación regular en la asamblea dominical, para que su fe pueda crecer y expresarse de modo coherente.

En efecto, la Eucaristía, fuente y cumbre de la vida cristiana, nos une y nos configura con el Hijo de Dios. También construye la Iglesia, la consolida en su unidad de Cuerpo de Cristo; ninguna comunidad cristiana puede edificarse si no tiene su raíz y su centro en la celebración eucarística. A pesar de las dificultades cada vez mayores que afrontáis, como pastores tenéis el deber de ofrecer a todos la posibilidad efectiva de cumplir el precepto dominical y de invitarlos a participar. Los fieles, congregados en la Iglesia para celebrar la Pascua del Señor, reciben en este sacramento luz y fuerza para vivir plenamente su vocación bautismal. Además, el sentido del sacramento no se agota en el momento de la celebración. "Al recibir el Pan de vida, los discípulos de Cristo se disponen a afrontar, con la fuerza del Resucitado y de su Espíritu, los cometidos que les esperan en su vida ordinaria" (Dies Domini, 45). Después de vivir y proclamar la presencia del Resucitado, los fieles se esforzarán por ser evangelizadores y testigos en su vida diaria.

Sin embargo, la disminución del número de sacerdotes, que hace a veces imposible la celebración de la misa dominical en ciertos lugares, pone en peligro de manera preocupante el lugar de la sacramentalidad en la vida de la Iglesia. Las necesidades de la organización pastoral no deben poner en peligro la autenticidad de la eclesiología que se expresa en ella. No se debe restar importancia al papel central del sacerdote, que in persona Christi capitis enseña, santifica y gobierna a la comunidad. El sacerdocio ministerial es indispensable para la existencia de una comunidad eclesial. La importancia del papel de los laicos, a quienes agradezco su generosidad al servicio de las comunidades cristianas, no debe ocultar nunca el ministerio absolutamente irreemplazable de los sacerdotes para la vida de la Iglesia. Por tanto, el ministerio del sacerdote no puede encomendarse a otras personas sin perjudicar de hecho la autenticidad del ser mismo de la Iglesia. Además, ¿cómo podrían los jóvenes sentir el deseo de llegar a ser sacerdotes si el papel del ministerio ordenado no está claramente definido y reconocido?

Con todo, es necesario considerar como un signo real de esperanza el anhelo de renovación que sienten los fieles. La Jornada mundial de la juventud de Toronto tuvo un impacto positivo en numerosos jóvenes canadienses. La celebración del Año de la Eucaristía ha permitido un despertar espiritual, sobre todo mediante la práctica de la adoración eucarística. El culto que se rinde a la Eucaristía fuera de la misa, estrechamente unido a la celebración, es también de gran valor para la vida de la Iglesia, pues tiende a la comunión sacramental y espiritual.

Como escribió el Papa Juan Pablo II, "si el cristianismo ha de distinguirse en nuestro tiempo sobre todo por el "arte de la oración", ¿cómo no sentir una renovada necesidad de estar largos ratos en conversación espiritual, en adoración silenciosa, en actitud de amor, ante Cristo presente en el santísimo Sacramento?" (Ecclesia de Eucharistia, 25). Esta experiencia puede proporcionar fuerza, consuelo y apoyo.

La vida de oración y de contemplación, fundada en el misterio eucarístico, se encuentra también en el corazón de la vocación de las personas consagradas, que han elegido el camino de la sequela Christi para entregarse al Señor con un corazón indiviso, en una relación cada vez más íntima con él. Con su entrega incondicional a la persona de Cristo y a su Iglesia, tienen la misión particular de recordar a todos la vocación universal a la santidad.

Queridos hermanos en el episcopado, la Iglesia está agradecida a los Institutos de vida consagrada de vuestro país por el compromiso apostólico y espiritual de sus miembros. Este compromiso se expresa de muchas maneras, en especial a través de la vida contemplativa, que eleva a Dios una incesante oración de alabanza y de intercesión, o también mediante el servicio generoso de la actividad catequística y caritativa de vuestras diócesis, y mediante la cercanía a las personas más necesitadas de la sociedad, manifestando así la bondad del Señor hacia los pequeños y los pobres.

En este compromiso diario madura la búsqueda de la santidad que las personas consagradas quieren vivir, sobre todo a través de un estilo de vida diferente del que presenta el mundo y de la cultura del entorno. Sin embargo, a través de estos compromisos, es fundamental que, con una vida espiritual intensa, las personas consagradas proclamen que Dios solo basta para dar plenitud a la existencia humana.

Por tanto, para ayudar a las personas consagradas a vivir su vocación específica con auténtica fidelidad a la Iglesia y a su magisterio, os invito a prestar una atención particular a la consolidación de relaciones confiadas con ellas y con sus institutos. La vida consagrada es un don de Dios en beneficio de toda la Iglesia y al servicio de la vida del mundo. Es, pues, necesario que se desarrolle en una sólida comunión eclesial.

Los desafíos que se plantean a la vida consagrada sólo pueden afrontarse manifestando una unidad profunda entre sus miembros y con la totalidad de la Iglesia y de sus pastores. Por consiguiente, invito a las personas consagradas, hombres y mujeres, a aumentar su sentido eclesial y su deseo de trabajar en una relación cada vez más estrecha con los pastores, acogiendo y difundiendo la doctrina de la Iglesia en su integridad y totalidad.

La comunión eclesial, que se funda en la persona misma de Jesucristo, exige también fidelidad a la doctrina de la Iglesia, sobre todo mediante una correcta interpretación del concilio Vaticano II, a saber —como ya dije en otra ocasión—, mediante una ""hermenéutica de la reforma", de la renovación dentro de la continuidad del único sujeto-Iglesia, que el Señor nos ha dado" (Discurso a la Curia romana, 22 de diciembre de 2005: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 30 de diciembre de 2005, p. 10). En efecto, si leemos y acogemos así el Concilio, "puede ser y llegar a ser cada vez más una gran fuerza para la renovación siempre necesaria de la Iglesia" (ib.).

La renovación de las vocaciones sacerdotales y religiosas debe ser también una preocupación constante de la Iglesia en vuestro país. Una verdadera pastoral vocacional encontrará su fuerza en la existencia de hombres y mujeres movidos por un amor apasionado a Dios y a sus hermanos, con fidelidad a Cristo y a la Iglesia.

No hay que olvidar el lugar esencial de una oración confiada, para crear una nueva sensibilidad en el pueblo cristiano, que permita a los jóvenes responder a las llamadas del Señor. Para vosotros y para toda la comunidad cristiana es un deber primordial transmitir sin temor la llamada del Señor, suscitar vocaciones y acompañar a los jóvenes en el itinerario del discernimiento y del compromiso, con la alegría de entregarse en el celibato.

Con este espíritu, tenéis que estar atentos a la catequesis impartida a los niños y a los jóvenes, para permitirles conocer de verdad el misterio cristiano y acceder a Cristo. A este respecto, por tanto, invito a toda la comunidad católica de Quebec a prestar una atención renovada a su adhesión a la verdad de la enseñanza de la Iglesia por lo que concierne a la teología y a la moral, dos aspectos inseparables del ser cristiano en el mundo. Los fieles no pueden adherirse, sin perder su propia identidad, a las ideologías que se difunden hoy en la sociedad.

Queridos hermanos en el episcopado, al final de nuestro encuentro deseo animaros vivamente en vuestro ministerio al servicio de la Iglesia en Canadá. Que Cristo resucitado os dé alegría y paz para guiar a los fieles por los caminos de la esperanza, a fin de que sean auténticos testigos del Evangelio en la sociedad canadiense. A todos imparto de todo corazón la bendición apostólica.
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Discurso en su encuentro con el Clero de Polonia
Czestochowa, 25 de mayo de 2006

"Ante todo, doy gracias a mi Dios, por medio de Jesucristo, por todos vosotros (...), pues ansío veros, a fin de comunicaros algún don espiritual que os fortalezca, o más bien, para sentir entre vosotros el mutuo consuelo de la común fe: la vuestra y la mía" (Rm 1, 8-12). Con estas palabras del apóstol san Pablo me dirijo a vosotros, queridos sacerdotes, porque en ellas encuentro perfectamente reflejados mis actuales sentimientos y pensamientos, deseos y oraciones. Saludo, en particular, al cardenal Józef Glemp, arzobispo de Varsovia y primado de Polonia, a quien expreso mi más cordial felicitación por el 50° aniversario de su ordenación sacerdotal, que celebra precisamente hoy.

He venido a Polonia, a la amada patria de mi gran predecesor Juan Pablo II, para compartir —como solía hacer él— el clima de fe en el que vivís y para "comunicaros algún don espiritual que os fortalezca". Espero que mi peregrinación de estos días "confirme nuestra fe común: la vuestra y la mía".

Me encuentro hoy con vosotros en la archicatedral metropolitana de Varsovia, que con cada piedra recuerda la dolorosa historia de vuestra capital y de vuestro país. Habéis afrontado grandes pruebas en tiempos no muy lejanos. Recordemos a los heroicos testigos de la fe, que entregaron su vida a Dios y a los hombres, santos canonizados y también hombres comunes, que perseveraron en la rectitud, en la autenticidad y en la bondad, sin perder jamás la confianza.

En esta catedral recuerdo en particular al siervo de Dios cardenal Stefan Wyszynski, a quien llamáis "el primado del milenio", el cual, abandonándose a Cristo y a su Madre, supo servir fielmente a la Iglesia aun en medio de pruebas dolorosas y prolongadas. Recordemos con estima y gratitud a los que no se dejaron vencer por las fuerzas de las tinieblas; aprendamos de ellos la valentía de la coherencia y de la constancia en la adhesión al Evangelio de Cristo.

Me encuentro hoy con vosotros, sacerdotes llamados por Cristo a servirlo en el nuevo milenio. Habéis sido elegidos de entre el pueblo, constituidos para el servicio de Dios, para ofrecer dones y sacrificios por los pecados. Creed en la fuerza de vuestro sacerdocio. En virtud del sacramento habéis recibido todo lo que sois. Cuando pronunciáis las palabras "yo" o "mi" ("Yo te absuelvo... Esto es mi Cuerpo..."), no lo hacéis en vuestro nombre, sino en nombre de Cristo, "in persona Christi", que quiere servirse de vuestros labios y de vuestras manos, de vuestro espíritu de sacrificio y de vuestro talento. En el momento de vuestra ordenación, mediante el signo litúrgico de la imposición de las manos, Cristo os ha puesto bajo su especial protección; estáis escondidos en sus manos y en su Corazón. Sumergíos en su amor, y dadle a él vuestro amor. Cuando vuestras manos fueron ungidas con el óleo, signo del Espíritu Santo, fueron destinadas a servir al Señor como sus manos en el mundo de hoy. Ya no pueden servir al egoísmo; deben dar en el mundo el testimonio de su amor.

La grandeza del sacerdocio de Cristo puede infundir temor. Se puede sentir la tentación de exclamar con san Pedro: "Aléjate de mí, Señor, que soy un hombre pecador" (Lc 5, 8), porque nos cuesta creer que Cristo nos haya llamado precisamente a nosotros. ¿No habría podido elegir a cualquier otro, más capaz, más santo? Pero Jesús nos ha mirado con amor precisamente a cada uno de nosotros, y debemos confiar en esta mirada. No debemos dejarnos llevar de la prisa, como si el tiempo dedicado a Cristo en la oración silenciosa fuera un tiempo perdido. En cambio, es precisamente allí donde brotan los frutos más admirables del servicio pastoral. No hay que desanimarse porque la oración requiere esfuerzo, o por tener la impresión de que Jesús calla. Calla, pero actúa.

A este propósito, me complace recordar la experiencia que viví el año pasado en Colonia. Entonces fui testigo del profundo e inolvidable silencio de un millón de jóvenes, en el momento de la adoración del santísimo Sacramento. Aquel silencio orante nos unió, nos dio un gran consuelo. En un mundo en el que hay tanto ruido, tanto extravío, se necesita la adoración silenciosa de Jesús escondido en la Hostia. Permaneced con frecuencia en oración de adoración y enseñadla a los fieles. En ella encontrarán consuelo y luz sobre todo las personas probadas.

Los fieles esperan de los sacerdotes solamente una cosa: que sean especialistas en promover el encuentro del hombre con Dios. Al sacerdote no se le pide que sea experto en economía, en construcción o en política. De él se espera que sea experto en la vida espiritual. Por ello, cuando un sacerdote joven da sus primeros pasos, conviene que pueda acudir a un maestro experimentado, que le ayude a no extraviarse entre las numerosas propuestas de la cultura del momento. Ante las tentaciones del relativismo o del permisivismo, no es necesario que el sacerdote conozca todas las corrientes actuales de pensamiento, que van cambiando; lo que los fieles esperan de él es que sea testigo de la sabiduría eterna, contenida en la palabra revelada.

La solicitud por la calidad de la oración personal y por una buena formación teológica da frutos en la vida. Haber vivido bajo la influencia del totalitarismo puede haber engendrado una tendencia inconsciente a esconderse bajo una máscara exterior, con la consecuencia de ceder a alguna forma de hipocresía. Es evidente que esto no ayuda a la autenticidad de las relaciones fraternas, y puede llevar a pensar demasiado en sí mismos. En realidad, se crece en la madurez afectiva cuando el corazón se adhiere a Dios. Cristo necesita sacerdotes maduros, viriles, capaces de cultivar una auténtica paternidad espiritual. Para que esto suceda, se requiere honradez consigo mismos, apertura al director espiritual y confianza en la misericordia divina.

El Papa Juan Pablo II, con ocasión del gran jubileo, exhortó muchas veces a los cristianos a hacer penitencia por las infidelidades del pasado. Creemos que la Iglesia es santa, pero en ella hay hombres pecadores. Es preciso rechazar el deseo de identificarse solamente con quienes no tienen pecado. ¿Cómo habría podido la Iglesia excluir de sus filas a los pecadores? Precisamente por su salvación Cristo se encarnó, murió y resucitó. Por tanto, debemos aprender a vivir con sinceridad la penitencia cristiana. Practicándola, confesamos los pecados individuales en unión con los demás, ante ellos y ante Dios.

Sin embargo, conviene huir de la pretensión de erigirse con arrogancia en juez de las generaciones precedentes, que vivieron en otros tiempos y en otras circunstancias. Hace falta sinceridad humilde para reconocer los pecados del pasado y, sin embargo, no aceptar fáciles acusaciones sin pruebas reales o ignorando las diferentes maneras de pensar de entonces.

Además, la confessio peccati, para usar una expresión de san Agustín, siempre debe ir acompañada por la confessio laudis, por la confesión de la alabanza. Al pedir perdón por el mal cometido en el pasado, debemos recordar también el bien realizado con la ayuda de la gracia divina que, aun llevada en recipientes de barro, ha dado frutos a menudo excelentes.

Hoy la Iglesia en Polonia se encuentra ante un gran desafío pastoral: prestar asistencia a los fieles que han salido del país. La plaga del desempleo obliga a numerosas personas a irse al extranjero.

Es un fenómeno generalizado, en gran escala. Cuando las familias se dividen de este modo, cuando se rompen las relaciones sociales, la Iglesia no puede permanecer indiferente. Es necesario que las personas que parten sean acompañadas por sacerdotes que, manteniéndose unidos a las Iglesias locales, realicen el trabajo pastoral en medio de los inmigrantes. La Iglesia que está en Polonia ya ha dado numerosos sacerdotes y religiosas, que prestan su servicio no sólo en favor de los polacos que están fuera de los confines del país, sino también, y a veces en condiciones muy difíciles, en las misiones de África, Asia, América Latina, y en otras regiones.

No olvidéis, queridos sacerdotes, a estos misioneros. Debéis acoger con una perspectiva verdaderamente católica el don de numerosas vocaciones con que Dios ha bendecido a vuestra Iglesia. Sacerdotes polacos, no tengáis miedo de dejar vuestro mundo seguro y conocido para servir en lugares donde faltan sacerdotes y vuestra generosidad puede dar abundante fruto.

Permaneced firmes en la fe. También a vosotros os encomiendo este lema de mi peregrinación. Sed auténticos en vuestra vida y en vuestro ministerio. Contemplando a Cristo, vivid una vida modesta, solidaria con los fieles a quienes sois enviados. Servid a todos; estad a su disposición en las parroquias y en los confesonarios; acompañad a los nuevos movimientos y asociaciones; sostened a las familias; no descuidéis la relación con los jóvenes; acordaos de los pobres y los abandonados. Si vivís de fe, el Espíritu Santo os sugerirá qué debéis decir y cómo debéis servir. Podréis contar siempre con la ayuda de la Virgen, que precede a la Iglesia en la fe. Os exhorto a invocarla siempre con las palabras que conocéis bien: "Estamos cerca de ti, te recordamos, velamos".

A todos imparto mi bendición.
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Queridos religiosos, religiosas, personas consagradas, todos vosotros que, movidos por la voz de Jesús, lo habéis seguido por amor; queridos seminaristas, que os estáis preparando para el ministerio sacerdotal; queridos representantes de los Movimientos eclesiales, que lleváis la fuerza del Evangelio al mundo de vuestras familias, de vuestros lugares de trabajo, de las universidades, al mundo de los medios de comunicación social y de la cultura, a vuestras parroquias.

Como los Apóstoles con María "subieron a la estancia superior" y allí "perseveraban en la oración con un mismo espíritu" (Hch 1, 12. 14), así también hoy nos hemos reunido aquí, en Jasna Góra, que es para nosotros, en esta hora, la "estancia superior", donde María, la Madre del Señor, está en medio de nosotros. Hoy ella guía nuestra meditación; nos enseña a orar. Nos indica cómo abrir nuestra mente y nuestro corazón a la fuerza del Espíritu Santo, que viene a nosotros para que lo llevemos a todo el mundo. Deseo saludar cordialmente a la archidiócesis de Czestochowa juntamente con su pastor, el arzobispo Stanislaw, y con los obispos Antoni y Jan. A todos os doy las gracias por haber querido participar en esta oración.

Queridos hermanos, necesitamos un momento de silencio y recogimiento para entrar en la escuela de María, a fin de que nos enseñe cómo vivir de fe, cómo crecer en ella, cómo permanecer en contacto con el misterio de Dios en los acontecimientos ordinarios, diarios, de nuestra vida. Con delicadeza femenina y con "la capacidad de conjugar la intuición penetrante con la palabra de apoyo y de estímulo" (Redemptoris Mater, 46), María sostuvo la fe de Pedro y de los Apóstoles en el Cenáculo, y hoy sostiene mi fe y la vuestra.

"La fe es un contacto con el misterio de Dios", dijo el Santo Padre Juan Pablo II (ib., 17), porque creer "quiere decir "abandonarse" en la verdad misma de la palabra del Dios viviente, sabiendo y reconociendo humildemente "cuán insondables son sus designios e inescrutables sus caminos"" (ib., 14). La fe es el don, recibido en el bautismo, que hace posible nuestro encuentro con Dios. Dios se oculta en el misterio: pretender comprenderlo significaría querer circunscribirlo en nuestros conceptos y en nuestro saber, y así perderlo irremediablemente. En cambio, mediante la fe podemos abrirnos paso a través de los conceptos, incluso los teológicos, y podemos "tocar" al Dios vivo. Y Dios, una vez tocado, nos transmite inmediatamente su fuerza. Cuando nos abandonamos al Dios vivo, cuando en la humildad de la mente recurrimos a él, nos invade interiormente como un torrente escondido de vida divina.

¡Cuán importante es para nosotros creer en la fuerza de la fe, en su capacidad de entablar una relación directa con el Dios vivo! Debemos cuidar con esmero el desarrollo de nuestra fe, para que penetre realmente todas nuestras actitudes, nuestros pensamientos, nuestras acciones e intenciones. La fe ocupa un lugar no sólo en los estados de ánimo y en las experiencias religiosas, sino ante todo en el pensamiento y en la acción, en el trabajo diario, en la lucha contra sí mismos, en la vida comunitaria y en el apostolado, puesto que hace que nuestra vida esté impregnada de la fuerza de Dios mismo. La fe puede llevarnos siempre a Dios, incluso cuando nuestro pecado nos hace daño.

En el Cenáculo los Apóstoles no sabían lo que les esperaba. Atemorizados, estaban preocupados por su futuro. Seguían experimentado aún el asombro provocado por la muerte y resurrección de Jesús, y estaban angustiados por haberse quedado solos después de su ascensión al cielo. María, "la que había creído que se cumplirían las palabras del Señor" (cf. Lc 1, 45), asidua con los Apóstoles en la oración, enseñaba la perseverancia en la fe. Con toda su actitud los convencía de que el Espíritu Santo, con su sabiduría, conocía bien el camino por el cual los estaba conduciendo y que, por tanto, podían poner su confianza en Dios, entregándose sin reservas a él, y entregándole también sus talentos, sus límites y su futuro.

Muchos de vosotros habéis reconocido esta llamada secreta del Espíritu Santo y habéis respondido con todo el entusiasmo de vuestro corazón. El amor a Jesús, "derramado en vuestros corazones por el Espíritu Santo que os ha sido dado" (cf. Rm 5, 5), os ha indicado el camino de la vida consagrada. No lo habéis buscado vosotros. Ha sido Jesús quien os ha llamado, invitándoos a una unión más profunda con él. En el sacramento del santo bautismo habéis renunciado a Satanás y a sus obras, y habéis recibido las gracias necesarias para la vida cristiana y la santidad. Desde ese momento brotó en vosotros la gracia de la fe, que os ha permitido uniros a Dios.

En el momento de la profesión religiosa o de la promesa, la fe os llevó a una adhesión total al misterio del Corazón de Jesús, cuyos tesoros habéis descubierto. Renunciasteis entonces a cosas buenas, a disponer libremente de vuestra vida, a formar una familia, a acumular bienes, para poder ser libres de entregaros sin reservas a Cristo y a su reino. ¿Recordáis vuestro entusiasmo cuando emprendisteis la peregrinación de la vida consagrada, confiando en la ayuda de la gracia? Procurad no perder el impulso originario, y dejad que María os conduzca a una adhesión cada vez más plena.

Queridos religiosos, queridas religiosas, queridas personas consagradas, cualquiera que sea la misión que se os ha encomendado, cualquiera que sea el servicio conventual o apostólico que estéis prestando, conservad en el corazón el primado de vuestra vida consagrada. Que ella renueve vuestra fe. La vida consagrada, vivida en la fe, une íntimamente a Dios, aviva los carismas y confiere una extraordinaria fecundidad a vuestro servicio.

Amadísimos candidatos al sacerdocio, la reflexión sobre el modo como María aprendía de Jesús puede ayudaros en gran medida también a vosotros. Desde su primer "fiat", durante los largos y ordinarios años de su vida oculta, mientras educaba a Jesús, o cuando en Caná de Galilea solicitaba el primer milagro, o por último cuando en el Calvario al pie de la cruz contemplaba a Jesús, lo "aprendía" en cada momento. Había acogido, primero en la fe y después en su seno, el Cuerpo de Jesús y lo había dado a luz. Día a día lo había adorado extasiada, lo había servido con amor responsable, había cantado en su corazón el Magnificat.

En vuestro camino y en vuestro futuro ministerio sacerdotal dejaos guiar por María para "aprender" a Jesús. Contempladlo, dejad que él os forme, para que un día, en vuestro ministerio, seáis capaces de mostrarlo a todos los que se acerquen a vosotros. Cuando toméis en vuestras manos el Cuerpo eucarístico de Jesús para alimentar con él al pueblo de Dios, y cuando asumáis la responsabilidad de la parte del Cuerpo místico que se os encomiende, recordad la actitud de asombro y de adoración que caracterizó la fe de María. Del mismo modo que ella en su amor responsable y materno a Jesús conservó el amor virginal lleno de asombro, así también vosotros, al arrodillaros litúrgicamente en el momento de la consagración, conservad en vuestro corazón la capacidad de asombraros y de adorar. Reconoced en el pueblo de Dios que se os encomiende los signos de la presencia de Cristo. Estad atentos para percibir los signos de santidad que Dios os muestre entre los fieles. No temáis por los deberes y las incógnitas del futuro. No temáis que os falten las palabras o que os rechacen. El mundo y la Iglesia necesitan sacerdotes, santos sacerdotes.

Queridos representantes de los nuevos Movimientos en la Iglesia, la vitalidad de vuestras comunidades es un signo de la presencia activa del Espíritu Santo. Vuestra misión ha nacido de la fe de la Iglesia y de la riqueza de los frutos del Espíritu Santo. Deseo que seáis cada vez más numerosos, para servir a la causa del reino de Dios en el mundo de hoy. Creed en la gracia de Dios que os acompaña, y llevadla al entramado vivo de la Iglesia y, de modo particular, a donde no puede llegar el sacerdote, el religioso o la religiosa. Son numerosos los Movimientos a los que pertenecéis. Os alimentáis de doctrina proveniente de diversas escuelas de espiritualidad, reconocidas por la Iglesia. Aprovechad la sabiduría de los santos, recurrid a la herencia que han dejado. Formad vuestra mente y vuestro corazón en las obras de los grandes maestros y de los testigos de la fe, recordando que las escuelas de espiritualidad no deben ser un tesoro encerrado en las bibliotecas de los conventos. La sabiduría evangélica, leída en las obras de los grandes santos y verificada en la propia vida, se ha de llevar de modo maduro, no infantil ni agresivo, al mundo de la cultura y del trabajo, al mundo de los medios de comunicación social y de la política, al mundo de la vida familiar y social. Para verificar la autenticidad de vuestra fe y de vuestra misión, que no atrae la atención hacia sí, sino que realmente irradia en torno a sí la fe y el amor, confrontadla con la fe de María. Reflejaos en su corazón. Permaneced en su escuela.

Cuando los Apóstoles, llenos del Espíritu Santo, se dispersaron por todo el mundo para anunciar el Evangelio, uno de ellos, Juan, el apóstol del amor, de modo particular "acogió a María en su casa" (cf. Jn 19, 27). Precisamente gracias a su profunda relación con Jesús y con María pudo insistir tan eficazmente en la verdad de que "Dios es amor" (1 Jn 4, 8. 16). Yo mismo quise tomar estas palabras como inicio de la primera encíclica de mi pontificado: Deus caritas est. Esta verdad sobre Dios es la más importante, la más central. A todos aquellos a quienes resulta difícil creer en Dios, les repito hoy: "Dios es amor". Sed vosotros mismos, queridos amigos, testigos de esta verdad. Lo seréis eficazmente si permanecéis en la escuela de María. Junto a ella experimentaréis vosotros mismos que Dios es amor y transmitiréis su mensaje al mundo con la riqueza y la variedad que el mismo Espíritu Santo sabrá suscitar.

¡Alabado sea Jesucristo!
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Queridos hermanos y hermanas:

En la víspera de su Pasión, durante la Cena pascual, el Señor tomó el pan en sus manos —como acabamos de escuchar en el Evangelio— y, después de pronunciar la bendición, lo partió y se lo dio diciendo: "Tomad, este es mi cuerpo". Después tomó el cáliz, dio gracias, se lo dio y todos bebieron de él. Y dijo: "Esta es mi sangre de la alianza, que es derramada por muchos" (Mc 14, 22-24). Toda la historia de Dios con los hombres se resume en estas palabras. No sólo recuerdan e interpretan el pasado, sino que también anticipan el futuro, la venida del reino de Dios al mundo. Jesús no sólo pronuncia palabras. Lo que dice es un acontecimiento, el acontecimiento central de la historia del mundo y de nuestra vida personal.

Estas palabras son inagotables. En este momento quisiera meditar con vosotros sólo en un aspecto. Jesús, como signo de su presencia, escogió pan y vino. Con cada uno de estos dos signos se entrega totalmente, no sólo una parte de sí mismo. El Resucitado no está dividido. Él es una persona que, a través de los signos, se acerca y se une a nosotros.

Ahora bien, cada uno de los signos representa, a su modo, un aspecto particular de su misterio y, con su manera típica de manifestarse, nos quieren hablar para que aprendamos a comprender algo más del misterio de Jesucristo. Durante la procesión y en la adoración, contemplamos la Hostia consagrada, la forma más simple de pan y de alimento, hecho sólo con un poco de harina y agua. Así se ofrece como el alimento de los pobres, a los que el Señor destinó en primer lugar su cercanía.

La oración con la que la Iglesia, durante la liturgia de la misa, entrega este pan al Señor lo presenta como fruto de la tierra y del trabajo del hombre. En él queda recogido el esfuerzo humano, el trabajo cotidiano de quien cultiva la tierra, de quien siembra, cosecha y finalmente prepara el pan. Sin embargo, el pan no es sólo producto nuestro, algo hecho por nosotros; es fruto de la tierra y, por tanto, también don, pues el hecho de que la tierra dé fruto no es mérito nuestro; sólo el Creador podía darle la fertilidad.

Ahora podemos también ampliar un poco más esta oración de la Iglesia, diciendo: el pan es fruto de la tierra y a la vez del cielo. Presupone la sinergia de las fuerzas de la tierra y de los dones de lo alto, es decir, del sol y de la lluvia. Tampoco podemos producir nosotros el agua, que necesitamos para preparar el pan. En un período en el que se habla de la desertización y en el que se sigue denunciando el peligro de que los hombres y los animales mueran de sed en las regiones que carecen de agua, somos cada vez más conscientes de la grandeza del don del agua y de que no podemos proporcionárnoslo por nosotros mismos.

Entonces, al contemplar más de cerca este pequeño trozo de Hostia blanca, este pan de los pobres, se nos presenta como una síntesis de la creación. Concurren el cielo y la tierra, así como la actividad y el espíritu del hombre. La sinergia de las fuerzas que hace posible en nuestro pobre planeta el misterio de la vida y la existencia del hombre nos sale al paso en toda su maravillosa grandeza. De este modo, comenzamos a comprender por qué el Señor escoge este trozo de pan como su signo. La creación con todos sus dones aspira, más allá de sí misma, hacia algo todavía más grande. Más allá de la síntesis de las propias fuerzas, y más allá de la síntesis de la naturaleza y el espíritu que en cierto modo experimentamos en ese trozo de pan, la creación está orientada hacia la divinización, hacia las santas bodas, hacia la unificación con el Creador mismo.

Pero todavía no hemos explicado plenamente el mensaje de este signo del pan. El Señor hizo referencia a su misterio más profundo en el domingo de Ramos, cuando le presentaron la petición de unos griegos que querían encontrarse con él. En su respuesta a esa pregunta, se encuentra la frase: "En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto" (Jn 12, 24). El pan, hecho de granos molidos, encierra el misterio de la Pasión. La harina, el grano molido, implica que el grano ha muerto y resucitado. Al ser molido y cocido manifiesta una vez más el misterio mismo de la Pasión. Sólo a través de la muerte llega la resurrección, el fruto y la nueva vida.

Las culturas del Mediterráneo, en los siglos anteriores a Cristo, habían intuido profundamente este misterio. Basándose en la experiencia de este morir y resucitar, concibieron mitos de divinidades que, muriendo y resucitando, daban nueva vida. El ciclo de la naturaleza les parecía como una promesa divina en medio de las tinieblas del sufrimiento y de la muerte que se nos imponen. En estos mitos, el alma de los hombres, en cierto modo, se orientaba hacia el Dios que se hizo hombre, se humilló hasta la muerte en la cruz y así abrió para todos nosotros la puerta de la vida.

En el pan y en su devenir los hombres descubrieron una especie de expectativa de la naturaleza, una especie de promesa de la naturaleza de que tendría que existir un Dios que muere y así nos lleva a la vida. Lo que en los mitos era una expectativa y lo que el mismo grano esconde como signo de la esperanza de la creación, ha sucedido realmente en Cristo. A través de su sufrimiento y de su muerte voluntaria, se convirtió en pan para todos nosotros y, de este modo, en esperanza viva y creíble: nos acompaña en todos nuestros sufrimientos hasta la muerte. Los caminos que recorre con nosotros, y a través de los cuales nos conduce a la vida, son caminos de esperanza.

Cuando, en adoración, contemplamos la Hostia consagrada, nos habla el signo de la creación. Entonces reconocemos la grandeza de su don; pero reconocemos también la pasión, la cruz de Jesús y su resurrección. Mediante esta contemplación en adoración, él nos atrae hacia sí, nos hace penetrar en su misterio, por medio del cual quiere transformarnos, como transformó la Hostia.

La Iglesia primitiva también encontró en el pan otro simbolismo. La "Doctrina de los Doce Apóstoles", un libro escrito en torno al año 100, refiere en sus oraciones la afirmación: "Como este fragmento de pan estaba disperso sobre los montes y reunido se hizo uno, así sea reunida tu Iglesia de los confines de la tierra en tu reino" (IX, 4: Padres Apostólicos, BAC, Madrid 1993, p. 86). El pan, hecho de muchos granos de trigo, encierra también un acontecimiento de unión: el proceso por el cual muchos granos molidos se convierten en pan es un proceso de unificación. Como nos dice San Pablo (cf. 1 Co 10, 17), nosotros mismos, que somos muchos, debemos llegar a ser un solo pan, un solo cuerpo. Así, el signo del pan se convierte a la vez en esperanza y tarea.

De modo semejante nos habla también el signo del vino. Ahora bien, mientras el pan hace referencia a la vida diaria, a la sencillez y a la peregrinación, el vino expresa la exquisitez de la creación: la fiesta de alegría que Dios quiere ofrecernos al final de los tiempos y que ya ahora anticipa una vez más como indicio mediante este signo. Pero el vino habla también de la Pasión: la vid debe podarse muchas veces para que sea purificada; la uva tiene que madurar con el sol y la lluvia, y tiene que ser pisada: sólo a través de esta pasión se produce un vino de calidad.

En la fiesta del Corpus Christi contemplamos sobre todo el signo del pan. Nos recuerda también la peregrinación de Israel durante los cuarenta años en el desierto. La Hostia es nuestro maná; con él el Señor nos alimenta; es verdaderamente el pan del cielo, con el que él se entrega a sí mismo. En la procesión, seguimos este signo y así lo seguimos a él mismo. Y le pedimos: Guíanos por los caminos de nuestra historia. Sigue mostrando a la Iglesia y a sus pastores el camino recto. Mira a la humanidad que sufre, que vaga insegura entre tantos interrogantes. Mira el hambre física y psíquica que la atormenta. Da a los hombres el pan para el cuerpo y para el alma. Dales trabajo. Dales luz. Dales a ti mismo. Purifícanos y santifícanos a todos. Haznos comprender que nuestra vida sólo puede madurar y alcanzar su auténtica realización mediante la participación en tu pasión, mediante el "sí" a la cruz, a la renuncia, a las purificaciones que tú nos impones. Reúnenos desde todos los confines de la tierra. Une a tu Iglesia; une a la humanidad herida. Danos tu salvación. Amén.
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Angelus
Domingo 25 de junio de 2006


Queridos hermanos y hermanas:

Este domingo, XII del tiempo ordinario, en cierto modo se encuentra "rodeado" por solemnidades litúrgicas significativas. El viernes pasado celebramos el Sagrado Corazón de Jesús, solemnidad en la que se unen felizmente la devoción popular y la profundidad teológica. Era tradición —y en algunos países lo sigue siendo— la consagración de las familias al Sagrado Corazón, que conservaban una imagen suya en su casa. Esta devoción hunde sus raíces en el misterio de la Encarnación; precisamente a través del Corazón de Jesús se manifestó de modo sublime el amor de Dios a la humanidad. Por eso, el culto auténtico al Sagrado Corazón conserva toda su validez y atrae especialmente a las almas sedientas de la misericordia de Dios, que encuentran en él la fuente inagotable de la que pueden sacar el agua de la vida, capaz de regar los desiertos del alma y hacer florecer la esperanza.

La solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús es también la Jornada mundial de oración por la santificación de los sacerdotes: aprovecho la ocasión para invitaros a todos vosotros, queridos hermanos y hermanas, a rezar siempre por los sacerdotes, para que sean auténticos testigos del amor de Cristo.

Ayer la liturgia nos invitó a celebrar la Natividad de san Juan Bautista, el único santo cuyo nacimiento se conmemora, porque marcó el inicio del cumplimiento de las promesas divinas: Juan es el "profeta", identificado con Elías, que estaba destinado a preceder inmediatamente al Mesías a fin de preparar al pueblo de Israel para su venida (cf. Mt 11, 14; 17, 10-13). Su fiesta nos recuerda que toda nuestra vida está siempre "en relación con" Cristo y se realiza acogiéndolo a él, Palabra, Luz y Esposo, de quien somos voces, lámparas y amigos (cf. Jn 1, 1. 23; 1, 7-8; 3, 29). "Es preciso que él crezca y que yo disminuya" (Jn 3, 30): estas palabras del Bautista constituyen un programa para todo cristiano.

Dejar que el "yo" de Cristo ocupe el lugar de nuestro "yo" fue de modo ejemplar el anhelo de los apóstoles san Pedro y san Pablo, a quienes la Iglesia venerará con solemnidad el próximo 29 de junio. San Pablo escribió de sí mismo: "Ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí" (Ga 2, 20). Antes que ellos y que cualquier otro santo vivió esta realidad María santísima, que guardó en su corazón las palabras de su Hijo Jesús. Ayer contemplamos su Corazón inmaculado, Corazón de Madre, que sigue velando con tierna solicitud sobre todos nosotros. Que su intercesión nos obtenga ser siempre fieles a la vocación cristiana.
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Encuentro con los sacerdotes de la diócesis de Albano
Sala de los Suizos, Palacio pontificio de Castelgandolfo, Jueves 31 de agosto de 2006

Algunos problemas de vida de los sacerdotes (P. Giuseppe Zane, vicario ad omnia, de 83 años):

Nuestro obispo le ha explicado, aunque brevemente, la situación de nuestra diócesis de Albano. Los sacerdotes estamos plenamente insertados en esta Iglesia, viviendo todos sus problemas y vicisitudes. Tanto los jóvenes como los mayores nos sentimos inadecuados, en primer lugar porque somos pocos en comparación con las muchas necesidades y procedemos de lugares muy diversos; además, sufrimos escasez de vocaciones al sacerdocio. Por estos motivos a veces nos desanimamos, tratando de tapar agujeros aquí o allá, a menudo obligados sólo a realizar "primeros auxilios", sin proyectos precisos. Al ver las muchas cosas que habría que hacer, sentimos la tentación de dar prioridad al hacer, descuidando el ser; y esto se refleja inevitablemente en la vida espiritual, en el diálogo con Dios, en la oración y en la caridad, en el amor a los hermanos, especialmente a los alejados. Santo Padre, ¿qué nos puede decir al respecto? Yo soy de edad avanzada..., pero estos jóvenes hermanos míos ¿pueden tener esperanza?

BENEDICTO XVI:

Queridos hermanos, ante todo, quisiera dirigiros unas palabras de bienvenida y de agradecimiento. Gracias al cardenal Sodano por su presencia, con la que expresa su amor y su solicitud por esta Iglesia suburbicaria. Gracias a usted, excelencia, por sus palabras. Con pocas frases me ha presentado la situación de esta diócesis, que no conocía en esta medida. Sabía que es la mayor de las diócesis suburbicarias, pero no sabía que hubiera crecido hasta los cincuenta mil habitantes. Veo que es una diócesis llena de desafíos, de problemas, pero ciertamente también de alegrías en la fe. Y veo que todas las cuestiones de nuestro tiempo están presentes: la emigración, el turismo, la marginación, el agnosticismo, pero también una fe firme.

No pretendo ser aquí ahora como un "oráculo", que podría responder de modo satisfactorio a todas las cuestiones. Las palabras de san Gregorio Magno que ha citado usted, excelencia, "que cada uno conozca infirmitatem suam", valen también para el Papa. También el Papa, día tras día, debe conocer y reconocer "infirmitatem suam", sus límites. Debe reconocer que sólo colaborando todos, en el diálogo, en la cooperación común, en la fe, como "cooperatores veritatis", de la Verdad que es una Persona, Jesús, podemos cumplir juntos nuestro servicio, cada uno en la parte que le corresponde. En este sentido, mis respuestas no serán exhaustivas, sino fragmentarias. Sin embargo, aceptamos precisamente esto: que sólo juntos podemos componer el "mosaico" de un trabajo pastoral que responda a la magnitud de los desafíos.

Usted, cardenal Sodano, ha comentado que nuestro querido hermano el padre Zane parece un poco pesimista. Pero hay que reconocer que cada uno de nosotros pasa por momentos en los que puede desanimarse ante la magnitud de lo que tiene que hacer y los límites de lo que en realidad puede hacer. Esto sucede también al Papa. ¿Qué debo hacer en esta hora de la Iglesia, con tantos problemas, con tantas alegrías, con tantos desafíos que afronta la Iglesia universal? Suceden tantas cosas cada día y no soy capaz de responder a todo. Hago mi parte, hago lo que puedo hacer.

Trato de encontrar las prioridades. Y soy feliz de contar con muchos buenos colaboradores. Puedo decir en este momento que constato cada día el gran trabajo que lleva a cabo la Secretaría de Estado bajo su sabia guía. Y sólo con esta red de colaboración, insertándome con mis pequeñas capacidades en una totalidad más grande, puedo y me atrevo a seguir adelante.

Así, naturalmente, también un párroco que está solo ve que son muchas las cosas que es preciso hacer en esta situación que usted, padre Zane, ha descrito brevemente. Y sólo puede hacer una: tapar agujeros —como dijo usted—, dedicarse a los "primeros auxilios", consciente de que se debería hacer mucho más. Pues bien, la primera necesidad de todos nosotros es reconocer con humildad nuestros límites, reconocer que debemos dejar que el Señor haga la mayoría de las cosas. Hoy escuchamos en el evangelio la parábola del siervo fiel (cf. Mt 24, 42-51). Este siervo, como nos dice el Señor, da la comida a los demás a su tiempo. No lo hace todo a la vez, sino que es un siervo sabio y prudente, que sabe distribuir en los diversos momentos lo que debe hacer en aquella situación. Lo hace con humildad, y también está seguro de la confianza de su señor. Así nosotros debemos hacer lo posible para tratar de ser sabios y prudentes, y también tener confianza en la bondad de nuestro Señor, porque al fin y al cabo debe ser él quien guíe a su Iglesia. Nosotros nos insertamos con nuestro pequeño don y hacemos lo que podemos, sobre todo las cosas siempre necesarias: los sacramentos, el anuncio de la Palabra, los signos de nuestra caridad y de nuestro amor.

Por lo que respecta a la vida interior, a la que usted ha aludido, es esencial para nuestro servicio sacerdotal. El tiempo que dedicamos a la oración no es un tiempo sustraído a nuestra responsabilidad pastoral, sino que es precisamente "trabajo" pastoral, es orar también por los demás. En el "Común de pastores" se lee que una de las características del buen pastor es que "multum oravit pro fratribus". Es propio del pastor ser hombre de oración, estar ante el Señor orando por los demás, sustituyendo también a los demás, que tal vez no saben orar, no quieren orar o no encuentran tiempo para orar. Así se pone de relieve que este diálogo con Dios es una actividad pastoral.

Por consiguiente, la Iglesia nos da, casi nos impone —aunque siempre como Madre buena— dedicar tiempo a Dios, con las dos prácticas que forman parte de nuestros deberes: celebrar la santa misa y rezar el breviario. Pero más que recitar, hacerlo como escucha de la Palabra que el Señor nos ofrece en la liturgia de las Horas. Es preciso interiorizar esta Palabra, estar atentos a lo que el Señor nos dice con esta Palabra, escuchar luego los comentarios de los Padres de la Iglesia o también del Concilio, en la segunda lectura del Oficio de lectura, y orar con esta gran invocación que son los Salmos, a través de los cuales nos insertamos en la oración de todos los tiempos. Ora con nosotros el pueblo de la antigua Alianza, y nosotros oramos con él. Oramos con el Señor, que es el verdadero sujeto de los Salmos. Oramos con la Iglesia de todos los tiempos. Este tiempo dedicado a la liturgia de las Horas es tiempo precioso. La Iglesia nos da esta libertad, este espacio libre de vida con Dios, que es también vida para los demás.

Así, me parece importante ver que estas dos realidades, la santa misa, celebrada realmente en diálogo con Dios, y la liturgia de las Horas, son zonas de libertad, de vida interior, que la Iglesia nos da y que constituyen una riqueza para nosotros. Como he dicho, en ellas no sólo nos encontramos con la Iglesia de todos los tiempos, sino también con el Señor mismo, que nos habla y espera nuestra respuesta. Así aprendemos a orar, insertándonos en la oración de todos los tiempos y nos encontramos también con el pueblo.

Pensemos en los Salmos, en las palabras de los profetas, en las palabras del Señor y de los Apóstoles; pensemos en los comentarios de los santos Padres. Hoy tuvimos el maravilloso comentario de san Columbano sobre Cristo, fuente de "agua viva", de la que bebemos. Orando nos encontramos también con los sufrimientos del pueblo de Dios hoy. Estas oraciones nos hacen pensar en la vida de cada día y nos guían al encuentro con la gente de hoy. Nos iluminan en este encuentro, porque a él no sólo acudimos con nuestra pequeña inteligencia, con nuestro amor a Dios, sino que también aprendemos, a través de esta palabra de Dios, a llevarles a Dios. Esto es lo que ellos esperan: que les llevemos el "agua viva", de la que habla hoy san Columbano.

La gente tiene sed. Y trata de apagar esta sed con diversas diversiones. Pero comprende bien que esas diversiones no son el "agua viva" que necesitamos. El Señor es la fuente del "agua viva". Pero en el capítulo 7 de san Juan nos dice que todo el que cree se convierte en una "fuente", porque ha bebido de Cristo. Y esta "agua viva" (v. 38) se transforma en nosotros en agua que brota, en una fuente para los demás.

Así, tratemos de beberla en la oración, en la celebración de la santa misa, en la lectura; tratemos de beber de esta fuente para que se convierta en fuente en nosotros, y podamos responder mejor a la sed de la gente de hoy, teniendo en nosotros el "agua viva", teniendo la realidad divina, la realidad del Señor Jesús, que se encarnó. Así podremos responder mejor a las necesidades de nuestra gente.

Esto por lo que se refiere a la primera pregunta: ¿Qué podemos hacer? Hagamos siempre todo lo posible en favor de la gente —en las otras preguntas tendremos la posibilidad de volver a este punto— y vivamos con el Señor para poder responder a la verdadera sed de la gente.

Su segunda pregunta era: ¿Tenemos esperanza para esta diócesis, para esta porción de pueblo de Dios que es la diócesis de Albano y para la Iglesia? Respondo sin dudarlo: sí. Naturalmente, tenemos esperanza: la Iglesia está viva. Tenemos dos mil años de historia de la Iglesia, con tantos sufrimientos, incluso con tantos fracasos. Pensemos en la Iglesia en Asia menor, la grande y floreciente Iglesia de África del norte, que con la invasión musulmana desapareció. Por tanto, porciones de Iglesia pueden desaparecer realmente, como dice san Juan en el Apocalipsis, o el Señor a través de san Juan: "Si no te arrepientes, iré donde ti y cambiaré de su lugar tu candelero" (Ap 2, 5). Pero, por otra parte, vemos cómo entre tantas crisis la Iglesia ha resurgido con nueva juventud, con nueva lozanía.

En el siglo de la Reforma, la Iglesia católica parecía en realidad casi acabada. Parecía triunfar esa nueva corriente, que afirmaba: ahora la Iglesia de Roma se ha acabado. Y vemos que con los grandes santos, como Ignacio de Loyola, Teresa de Ávila, Carlos Borromeo, y otros, la Iglesia resurgió. Encontró en el concilio de Trento una nueva actualización y una revitalización de su doctrina. Y revivió con gran vitalidad. Lo vemos también en el tiempo de la Ilustración, en el que Voltaire dijo: "Por fin se ha acabado esta antigua Iglesia, vive la humanidad". Y ¿qué sucedió, en cambio? La Iglesia se renovó. En el siglo XIX florecieron grandes santos, hubo una nueva vitalidad con tantas congregaciones religiosas: la fe es más fuerte que todas las corrientes que van y vienen.

Lo mismo sucedió en el siglo pasado. Hitler dijo en cierta ocasión: "La Providencia me ha llamado a mí, un católico, para acabar con el catolicismo. Sólo un católico puede destruir el catolicismo". Estaba seguro de contar con todos los medios para destruir por fin al catolicismo. Igualmente la gran corriente marxista estaba segura de realizar la revisión científica del mundo y de abrir las puertas al futuro: "la Iglesia está llegando a su fin, está acabada". Pero la Iglesia es más fuerte, según las palabras de Cristo. Es la vida de Cristo la que vence en su Iglesia.

También en tiempos difíciles, cuando faltan las vocaciones, la palabra del Señor permanece para siempre. Y, como dice el Señor mismo, el que construye su vida sobre esta "roca" de la palabra de Cristo, construye bien. Por eso, podemos tener confianza. Vemos también en nuestro tiempo nuevas iniciativas de fe. Vemos que en África la Iglesia, a pesar de todos sus problemas, tiene una gran floración de vocaciones que estimula. Y así, con todas las diversidades del panorama histórico de hoy, vemos —y no sólo, creemos— que las palabras del Señor son espíritu y vida, son palabras de vida eterna. San Pedro, como escuchamos el domingo pasado en el evangelio, dijo: "Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros hemos creído y conocido que tú eres el santo de Dios" (Jn 6, 69). Y viendo a la Iglesia de hoy; viendo la vitalidad de la Iglesia, a pesar de todos sus sufrimientos, podemos decir también nosotros: hemos creído y conocido que tú tienes palabras de vida eterna y, por tanto, una esperanza que no defrauda.

La pastoral "integrada" (Mons. Gianni Macella, párroco de Albano):

En los últimos años, en sintonía con el proyecto de la Conferencia episcopal italiana para el decenio 2000-2010, estamos tratando de realizar un proyecto de "pastoral integrada". Son muchas las dificultades. Vale la pena recordar al menos el hecho de que muchos de los sacerdotes estamos aún vinculados a una praxis pastoral poco misionera y que parecía consolidada, pues estaba unida a un contexto "de cristiandad" como suele decirse; por otra parte, muchas de las peticiones de numerosos fieles dan por supuesto que la parroquia es como una especie de "supermercado" de servicios sagrados. Por eso, Santidad, quisiera preguntarle: una pastoral "integrada" ¿es sólo cuestión de estrategia, o hay una razón más profunda por la que debemos seguir trabajando en este sentido?

BENEDICTO XVI:

Confieso que con su pregunta he escuchado por primera vez la expresión "pastoral integrada". Me parece haber entendido su contenido: debemos tratar de integrar en un único camino pastoral tanto a los diversos agentes pastorales que existen hoy, como las diversas dimensiones del trabajo pastoral. Así, yo distinguiría las dimensiones de los sujetos del trabajo pastoral, y trataría de integrarlo todo en un único camino pastoral.

En su pregunta, usted ha dado a entender que existe un nivel que podríamos llamar "clásico" del trabajo en la parroquia para los fieles que han quedado —y tal vez aumentan— dando vida a la parroquia. Esta es la pastoral clásica, que siempre es importante. De ordinario distingo entre evangelización continuada —porque la fe continúa, la parroquia vive— y nueva evangelización, que trata de ser misionera, de ir más allá de los confines de los que ya son "fieles" y viven en la parroquia, o se benefician, tal vez también con una fe "reducida", de los servicios de la parroquia.

Me parece que en la parroquia tenemos tres compromisos fundamentales, que brotan de la esencia de la Iglesia y del ministerio sacerdotal. El primero es el servicio sacramental. El bautismo, su preparación y el esfuerzo por dar continuidad a los compromisos bautismales ya nos ponen en contacto también con los que no son demasiado creyentes. Podríamos decir que no es una actividad para conservar la cristiandad, sino un encuentro con personas que tal vez raramente van a la iglesia. El esfuerzo por preparar el bautismo, por abrir las almas de los padres, de los familiares, de los padrinos y las madrinas, a la realidad del bautismo ya puede y debe ser un compromiso misionero, que va más allá de los confines de las personas ya "fieles".

Al preparar el bautismo, tratemos de dar a entender que este sacramento es insertarse en la familia de Dios, que Dios vive y se preocupa de nosotros hasta el punto de que asumió nuestra carne e instituyó la Iglesia, que es su Cuerpo, en el que puede asumir de nuevo —por decirlo así— carne en nuestra sociedad. El bautismo es novedad de vida en el sentido de que, más allá del don de la vida biológica, necesitamos el don de un sentido para la vida que sea más fuerte que la muerte y que perdure aunque los padres un día desaparezcan. El don de la vida biológica sólo se justifica si podemos añadir la promesa de un sentido estable, de un futuro que, incluso en las crisis que se presentarán y que no podemos conocer, dará valor a la vida, de forma que valga la pena vivir, ser criaturas.

Creo que en la preparación de este sacramento, o hablando con los padres que no aprecian el bautismo, tenemos una situación misionera. Es un mensaje cristiano. Debemos hacernos intérpretes de la realidad que comienza con el bautismo. No conozco suficientemente bien el Ritual italiano. En el Ritual clásico, herencia de la Iglesia antigua, el bautismo comienza con la pregunta: "¿Qué pedís a la Iglesia de Dios?". Hoy, al menos en el Ritual alemán, se responde sencillamente: "El bautismo". Esto no explicita suficientemente qué es lo que se debe desear. En el antiguo Ritual se decía: "la fe", es decir, una relación con Dios. Conocer a Dios. "Y ¿por qué pedís la fe?", continúa. "Porque queremos la vida eterna". Es decir, queremos una vida segura también en las crisis futuras, una vida que tenga sentido, que justifique el ser hombre.

En cualquier caso, yo creo que este diálogo se debe realizar con los padres ya antes del bautismo. Sólo para decir que el don del sacramento no es simplemente una "cosa", no es simplemente "cosificación", como dicen los franceses, sino que es una actividad misionera.

Luego viene la Confirmación, que conviene preparar en la edad en que las personas comienzan a tomar decisiones también con respecto a la fe. Ciertamente, no debemos transformar la Confirmación en una especie de "pelagianismo", como si en ella uno se hiciera católico por sí mismo, sino en una unión de don y respuesta.

Por último, la Eucaristía es la presencia permanente de Cristo en la celebración diaria de la santa misa. Como he dicho ya, es muy importante para el sacerdote, para su vida sacerdotal, como presencia real del don del Señor.

Ahora podemos mencionar el matrimonio: también este sacramento se presenta como una gran ocasión misionera, porque hoy, gracias a Dios, siguen queriendo casarse en la iglesia también muchos que no frecuentan demasiado la iglesia. Es una ocasión para ayudar a estos jóvenes a confrontarse con la realidad que es el matrimonio cristiano, el matrimonio sacramental. Me parece también una gran responsabilidad. Lo vemos en los procesos de nulidad y lo vemos sobre todo en el gran problema de los divorciados que se han vuelto a casar, que quieren recibir la Comunión y no entienden por qué no es posible. Probablemente, en el momento del "sí" ante el Señor no entendieron lo que implica ese "sí". Es unirse al "sí" de Cristo con nosotros. Es entrar en la fidelidad de Cristo y, por tanto, en el sacramento que es la Iglesia y así en el sacramento del matrimonio.

Por eso, la preparación para el matrimonio es una ocasión de suma importancia, tiene una dimensión misionera, para anunciar de nuevo en el sacramento del matrimonio el sacramento de Cristo, para comprender esta fidelidad y así hacer comprender luego el problema de los divorciados que se han vuelto a casar.

Este es el primer sector, el sector "clásico", de los sacramentos, que nos brinda la ocasión para encontrarnos con personas que no van todos los domingos a la iglesia y, por tanto, es una ocasión para realizar un anuncio realmente misionero, una "pastoral integrada". El segundo sector es el anuncio de la Palabra, con sus dos elementos esenciales: la homilía y la catequesis.

En el Sínodo de los obispos del año pasado los padres hablaron mucho de la homilía, poniendo de relieve cuán difícil es encontrar el "puente" entre la palabra del Nuevo Testamento, escrita hace dos mil años, y nuestro presente. La exégesis histórico-crítica a menudo no basta para ayudarnos en la preparación de la homilía. Lo constato yo mismo al tratar de preparar homilías que actualicen la palabra de Dios, o mejor, dado que la Palabra tiene una actualidad en sí misma, para hacer que la gente vea, perciba esta actualidad.

La exégesis histórico-crítica nos dice mucho acerca del pasado, acerca del momento en que nació la Palabra, acerca del significado que tuvo en el tiempo de los Apóstoles de Jesús, pero no siempre nos ayuda suficientemente a comprender que las palabras de Jesús, de los Apóstoles, y también del Antiguo Testamento, son espíritu y vida: en su palabra el Señor habla también hoy. Creo que debemos plantear a los teólogos el "desafío" —así lo hizo el Sínodo— de proseguir, de ayudar más a los párrocos a preparar las homilías, de hacer ver la presencia de la Palabra: el Señor habla conmigo hoy y no sólo en el pasado.

En estos últimos días he leído el proyecto de exhortación apostólica postsinodal. He visto, con satisfacción, que se habla de este "desafío" de preparar modelos de homilías. Al final, la homilía la prepara el párroco en su contexto, porque habla a "su" parroquia. Pero necesita ayuda para comprender y para ayudar a entender este "presente" de la Palabra, que nunca es una palabra del pasado sino que tiene plena actualidad.

Por último, el tercer sector: la cáritas, la diakonía. Siempre somos responsables de los que sufren, de los enfermos, de los marginados, de los pobres. A través del retrato de vuestra diócesis veo que son muchos los que necesitan de vuestra diakonía y también esta es una ocasión siempre misionera. Así, me parece que la pastoral parroquial "clásica" se autotrasciende en los tres sectores y es una pastoral misionera.

Paso ahora al segundo aspecto de la pastoral, tanto con respecto a los agentes como al trabajo que es preciso realizar. El párroco no puede hacerlo todo. Es imposible. No puede ser un "solista"; no puede hacerlo todo; necesita la ayuda de otros agentes pastorales. Me parece que hoy, tanto en los Movimientos como en la Acción católica, en las nuevas comunidades que existen, contamos con agentes que deben ser colaboradores en la parroquia para una pastoral "integrada".

Para esta pastoral "integrada" hoy es importante que los otros agentes que hay no sólo sean activos, sino que además se integren en el trabajo de la parroquia. El párroco no debe actuar él solo; debe también delegar. Deben aprender a integrarse realmente en el trabajo común de la parroquia y, naturalmente, también en la autotrascendencia de la parroquia en dos sentidos: autotrascendencia en el sentido de que las parroquias colaboran en la diócesis, porque el obispo es su pastor común y ayuda a coordinar también sus compromisos; y autotrascendencia en el sentido de que trabajan para todos los hombres de este tiempo y tratan también de llevar el mensaje a los agnósticos, a las personas que están en fase de búsqueda.

Este es el tercer nivel, del que ya hablamos antes ampliamente. Me parece que las ocasiones señaladas nos dan la posibilidad de encontrarnos con los que no frecuentan la parroquia, los que no tienen fe o tienen poca fe, y decirles una palabra misionera. Sobre todo estos nuevos sujetos de la pastoral, y los laicos que viven en las profesiones de nuestro tiempo, deben llevar la palabra de Dios también a los ámbitos que para el párroco a menudo son inaccesibles.

Coordinados por el obispo, tratemos de coordinar estos diversos sectores de la pastoral, de activar a los diversos agentes y sujetos pastorales en el compromiso común: por una parte, ayudar a la fe de los creyentes, que es un gran tesoro; y, por otra, hacer que el anuncio de la fe llegue a todos los que buscan con corazón sincero una respuesta satisfactoria a sus interrogantes existenciales.

La liturgia (Don Vittorio Petruzzi, vicario parroquial en Aprilia):

Santidad, para el año pastoral que está a punto de comenzar nuestra diócesis ha sido llamada por el obispo a prestar atención particular a la liturgia, tanto a nivel teológico como en la práctica de las celebraciones. Las semanas residenciales, en las que participaremos el próximo mes de septiembre, tendrán como tema central de reflexión: "Programar y realizar el anuncio en el Año litúrgico, en los sacramentos y en los sacramentales". Los sacerdotes estamos llamados a realizar una liturgia "seria, sencilla y hermosa", según una bella fórmula recogida en el documento "Comunicar el Evangelio en un mundo que cambia" del Episcopado italiano. Padre Santo, ¿puede ayudarnos a comprender cómo se puede llevar todo esto a la práctica en el ars celebrandi?

BENEDICTO XVI:

También en el ars celebrandi existen varias dimensiones. La primera es que la celebratio es oración y coloquio con Dios, de Dios con nosotros y de nosotros con Dios. Por tanto, la primera exigencia para una buena celebración es que el sacerdote entable realmente este coloquio. Al anunciar la Palabra, él mismo se siente en coloquio con Dios. Es oyente de la Palabra y anunciador de la Palabra, en el sentido de que se hace instrumento del Señor y trata de comprender esta palabra de Dios, que luego debe transmitir al pueblo. Está en coloquio con Dios, porque los textos de la santa misa no son textos teatrales o algo semejante, sino que son plegarias, gracias a las cuales, juntamente con la asamblea, hablamos con Dios.

Así pues, es importante entrar en este coloquio. San Benito, en su "Regla", hablando del rezo de los Salmos, dice a los monjes: "Mens concordet voci". La vox, las palabras preceden a nuestra mente. De ordinario no sucede así. Primero se debe pensar y luego el pensamiento se convierte en palabra. Pero aquí la palabra viene antes. La sagrada liturgia nos da las palabras; nosotros debemos entrar en estas palabras, encontrar la concordia con esta realidad que nos precede.

Además de esto, debemos también aprender a comprender la estructura de la liturgia y por qué está articulada así. La liturgia se ha desarrollado a lo largo de dos milenios e incluso después de la reforma no es algo elaborado sólo por algunos liturgistas. Sigue siendo una continuación de un desarrollo permanente de la adoración y del anuncio. Así, para poder sintonizar bien con ella, es muy importante comprender esta estructura desarrollada a lo largo del tiempo y entrar con nuestra mens en la vox de la Iglesia.

En la medida en que interioricemos esta estructura, en que comprendamos esta estructura, en que asimilemos las palabras de la liturgia, podremos entrar en consonancia interior, de forma que no sólo hablemos con Dios como personas individuales, sino que entremos en el "nosotros" de la Iglesia que ora; que transformemos nuestro "yo" entrando en el "nosotros" de la Iglesia, enriqueciendo, ensanchando este "yo", orando con la Iglesia, con las palabras de la Iglesia, entablando realmente un coloquio con Dios.

Esta es la primera condición: nosotros mismos debemos interiorizar la estructura, las palabras de la liturgia, la palabra de Dios. Así nuestro celebrar es realmente celebrar "con" la Iglesia: nuestro corazón se ha ensanchado y no hacemos algo, sino que estamos "con" la Iglesia en coloquio con Dios. Me parece que la gente percibe si realmente nosotros estamos en coloquio con Dios, con ellos y, por decirlo así, si atraemos a los demás a nuestra oración común, si atraemos a los demás a la comunión con los hijos de Dios; o si, por el contrario, sólo hacemos algo exterior.

El elemento fundamental de la verdadera ars celebrandi es, por tanto, esta consonancia, esta concordia entre lo que decimos con los labios y lo que pensamos con el corazón. El "sursum corda", una antiquísima fórmula de la liturgia, ya debería ser antes del Prefacio, antes de la liturgia, el "camino" de nuestro hablar y pensar. Debemos elevar nuestro corazón al Señor no sólo como una respuesta ritual, sino como expresión de lo que sucede en este corazón que se eleva y arrastra hacia arriba a los demás.

En otras palabras, el ars celebrandi no pretende invitar a una especie de teatro, de espectáculo, sino a una interioridad, que se hace sentir y resulta aceptable y evidente para la gente que asiste. Sólo si ven que no es un ars exterior, un espectáculo —no somos actores—, sino la expresión del camino de nuestro corazón, entonces la liturgia resulta hermosa, se hace comunión de todos los presentes con el Señor.

Naturalmente, a esta condición fundamental, expresada en las palabras de san Benito: "Mens concordet voci", es decir, que el corazón se eleve realmente al Señor, se deben añadir también cosas exteriores. Debemos aprender a pronunciar bien las palabras. Cuando yo era profesor en mi patria, a veces los muchachos leían la sagrada Escritura, y la leían como se lee el texto de un poeta que no se ha comprendido.

Como es obvio, para aprender a pronunciar bien, antes es preciso haber entendido el texto en su dramatismo, en su presente. Así también el Prefacio. Y la Plegaria eucarística. Para los fieles es difícil seguir un texto tan largo como el de nuestra Plegaria eucarística. Por eso, se han "inventado" siempre plegarias nuevas. Pero con Plegarias eucarísticas nuevas no se responde al problema, dado que el problema es que vivimos un tiempo que invita también a los demás al silencio con Dios y a orar con Dios. Por tanto, las cosas sólo podrán mejorar si la Plegaria eucarística se pronuncia bien, incluso con los debidos momentos de silencio, si se pronuncia con interioridad pero también con el arte de hablar.

De ahí se sigue que el rezo de la Plegaria eucarística requiere un momento de atención particular para pronunciarla de un modo que implique a los demás. También debemos encontrar momentos oportunos, tanto en la catequesis como en otras ocasiones, para explicar bien al pueblo de Dios esta Plegaria eucarística, a fin de que pueda seguir sus grandes momentos: el relato y las palabras de la institución, la oración por los vivos y por los difuntos, la acción de gracias al Señor, la epíclesis, de modo que la comunidad se implique realmente en esta plegaria.

Por consiguiente, hay que pronunciar bien las palabras. Luego, debe haber una preparación adecuada. Los monaguillos deben saber lo que tienen que hacer; los lectores deben saber realmente cómo han de pronunciar. Asimismo, el coro, el canto, deben estar preparados; el altar se debe adornar bien. Todo ello, aunque se trate de muchas cosas prácticas, forma parte del ars celebrandi. Pero, para concluir, este arte de entrar en comunión con el Señor, que preparamos con toda nuestra vida sacerdotal, es un elemento fundamental.

La familia (Don Angelo Pennazza, párroco en Pavona):

Santidad, en el Catecismo de la Iglesia católica leemos que "el Orden y el matrimonio, están ordenados a la salvación de los demás. (...) Confieren una misión particular en la Iglesia y sirven a la edificación del pueblo de Dios" (n. 1534). Esto nos parece realmente fundamental no sólo para nuestra acción pastoral, sino también para nuestro modo de ser sacerdotes. ¿Qué podemos hacer los sacerdotes para llevar a la práctica pastoral esta afirmación y, según lo que usted mismo ha reafirmado recientemente, cómo podemos comunicar de forma positiva la belleza del matrimonio, de forma que siga siendo atractivo también para los hombres y las mujeres de nuestro tiempo? La gracia sacramental de los esposos, ¿qué puede dar a nuestra vida sacerdotal?

BENEDICTO XVI:

Se trata de dos grandes preguntas. La primera es: ¿cómo comunicar a la gente de hoy la belleza del matrimonio? Vemos cómo muchos jóvenes tardan en casarse en la iglesia, porque tienen miedo de hacer una opción definitiva. Más aún, también tardan en casarse por lo civil. A muchos jóvenes, y también a muchos no tan jóvenes, una opción definitiva les parece un vínculo contra la libertad. Y su primer deseo es la libertad. Tienen miedo de fallar al final. Ven muchos matrimonios fracasados. Tienen miedo de que esta forma jurídica, como ellos la perciben, sea una carga exterior que apague el amor.

Es preciso ayudarles a comprender que no se trata de un vínculo jurídico, de una carga que se asume con el matrimonio. Al contrario, la profundidad y la belleza radican precisamente en el hecho de que es una opción definitiva. Sólo así el matrimonio puede hacer madurar el amor en toda su belleza. Pero, ¿cómo comunicarlo? Creo que es un problema que afrontamos todos nosotros.

Para mí, en Valencia —y usted, eminencia, podrá confirmarlo— un momento importante no sólo fue cuando hablé de esto, sino también cuando se presentaron ante mí diversas familias con más o menos hijos; una familia era casi una "parroquia", con muchos niños. La presencia, el testimonio de estas familias fue realmente mucho más fuerte que todas las palabras. Esas familias presentaron ante todo la riqueza de su experiencia familiar: cómo una familia tan grande resulta realmente una riqueza cultural, una oportunidad de educación de unos y otros, una posibilidad de hacer que convivan juntas las diversas expresiones de la cultura de hoy, la entrega, la ayuda mutua también en los momentos de sufrimiento, etc...

Pero también fue importante el testimonio de las crisis que han sufrido. Uno de esos matrimonios casi había llegado al divorcio. Explicaron cómo habían aprendido a superar esa crisis, el sufrimiento ante la alteridad del otro, y cómo habían aprendido a aceptarse de nuevo. Precisamente al superar el momento de la crisis, del deseo de separarse, creció una nueva dimensión del amor y se abrió una puerta hacia una nueva dimensión de la vida, que sólo podía abrirse soportando el sufrimiento de la crisis. Esto me parece muy importante. Hoy se llega a la crisis en el momento en que se constata la diversidad de temperamentos, la dificultad de soportarse cada día, durante toda la vida. Entonces, al final, se decide: separémonos.

A través de estos testimonios hemos comprendido que en la crisis, soportando el momento en que parece que ya no se puede más, realmente se abren nuevas puertas y una nueva belleza del amor. Una belleza hecha sólo de armonía no es una verdadera belleza; le falta algo; es deficitaria. La verdadera belleza necesita también el contraste. Lo oscuro y lo luminoso se completan. La uva para madurar no sólo necesita el sol, sino también la lluvia; no sólo el día, sino también la noche.

Los sacerdotes, tanto los jóvenes como los mayores, debemos aprender la necesidad del sufrimiento, de la crisis. Debemos aguantar, trascender este sufrimiento. Sólo así la vida resulta rica. Para mí el hecho de que el Señor lleve por toda la eternidad los estigmas tiene un valor simbólico. Esos estigmas, expresión de los atroces sufrimientos y de la muerte, son ahora sellos de la victoria de Cristo, de toda la belleza de su victoria y de su amor por nosotros.

Tanto los sacerdotes como las personas casadas debemos aceptar la necesidad de soportar la crisis de la alteridad, del otro, la crisis en que parece que ya no se puede convivir. Los esposos deben aprender juntos a seguir adelante, también por amor a los hijos, y así conocerse de nuevo, amarse de nuevo, con un amor mucho más profundo, mucho más verdadero. Así, en un camino largo, con sus sufrimientos, realmente madura el amor.

Me parece que nosotros, los sacerdotes, podemos también aprender de los esposos, precisamente de sus sufrimientos y de sus sacrificios. A menudo pensamos que sólo el celibato es un sacrificio.

Pero, conociendo los sacrificios de las personas casadas —pensemos en sus hijos, en los problemas que surgen, en los temores, en los sufrimientos, en las enfermedades, en la rebelión, y también en los problemas de los primeros años, cuando se pasan casi todas las noches en vela porque los niños lloran— debemos aprender de ellos, de sus sacrificios, nuestro sacrificio. Y aprender juntos que es hermoso madurar en los sacrificios y así trabajar por la salvación de los demás.

Usted, don Pennazza, con razón ha citado el Catecismo, que afirma que el matrimonio es un sacramento para la salvación de los demás: ante todo para la salvación del otro, del esposo, de la esposa, pero también de los niños, de los hijos y, por último, de toda la comunidad. Así el sacerdote madura también al encontrarse con los demás.


Así pues, creo que debemos implicar a las familias. Las fiestas de la familia me parecen muy importantes. Con ocasión de las fiestas conviene que aparezca la familia, que se destaque la belleza de las familias. También los testimonios, aunque quizá estén demasiado de moda, en ciertas ocasiones pueden ser realmente un anuncio, una ayuda para todos nosotros.

Para concluir, a mi parecer sigue siendo muy importante que en la carta de san Pablo a los Efesios las bodas de Dios con la humanidad a través de la encarnación del Señor se realicen en la cruz, en la que nace la nueva humanidad, la Iglesia. El matrimonio cristiano nace precisamente en estas bodas divinas. Como dice san Pablo, es la concretización sacramental de lo que sucede en este gran misterio. Así debemos seguir redescubriendo siempre este vínculo entre la cruz y la resurrección, entre la cruz y la belleza de la Redención, e insertarnos en este sacramento. Pidamos al Señor que nos ayude a anunciar bien este misterio, a vivir este misterio, a aprender de los esposos cómo lo viven ellos, a ayudarnos a vivir la cruz, de forma que lleguemos también a los momentos de la alegría y de la resurrección.

Los jóvenes (Don Gualtiero Isacchi, responsable del servicio diocesano de pastoral juvenil):

Los jóvenes son objeto de una atención especial por parte de nuestra diócesis. Las Jornadas mundiales los han puesto al descubierto: son muchos y entusiastas. Sin embargo, por lo general, nuestras parroquias no están adecuadamente preparadas para acogerlos; las comunidades parroquiales y los agentes pastorales no están suficientemente preparados para dialogar con ellos; los sacerdotes, comprometidos en las diversas tareas, no tienen el tiempo necesario para escucharlos. Sólo nos acordamos de ellos cuando resultan un problema o cuando los necesitamos para animar una celebración o una fiesta... ¿Cómo puede un sacerdote expresar hoy la opción preferencial por los jóvenes, a pesar de una agenda tan cargada? ¿Cómo podemos servir a los jóvenes a partir de sus valores, en vez de servirnos de ellos para "nuestras cosas"?

BENEDICTO XVI:

Ante todo, quisiera subrayar lo que usted ha dicho. Con motivo de las Jornadas mundiales de la juventud, y también en otras ocasiones, como recientemente en la Vigilia de Pentecostés, se pone de manifiesto que en la juventud hay un deseo, una búsqueda también de Dios. Los jóvenes quieren ver si Dios existe y qué les dice. Por tanto, tienen cierta disponibilidad, a pesar de todas las dificultades de hoy. También tienen entusiasmo. Por tanto, debemos hacer todo lo posible por mantener viva esta llama que se manifiesta en ocasiones como las Jornadas mundiales de la juventud.

¿Cómo hacerlo? Es nuestra pregunta común. Creo que precisamente aquí debería realizarse una "pastoral integrada", porque en realidad no todos los párrocos tienen la posibilidad de ocuparse suficientemente de la juventud. Por eso, se necesita una pastoral que trascienda los límites de la parroquia y que trascienda también los límites del trabajo del sacerdote. Una pastoral que implique también a muchos agentes.

Me parece que, bajo la coordinación del obispo, por una parte, se debe encontrar el modo de integrar a los jóvenes en la parroquia, a fin de que sean fermento de la vida parroquial; y, por otra, encontrar para estos jóvenes también la ayuda de agentes extra-parroquiales. Las dos cosas deben ir juntas. Es preciso sugerir a los jóvenes que, no sólo en la parroquia sino también en diversos contextos, deben integrarse en la vida de la diócesis, para luego volver a encontrarse en la parroquia. Por eso, hay que fomentar todas las iniciativas que vayan en este sentido.

Creo que es muy importante en la actualidad la experiencia del voluntariado. Es muy importante que a los jóvenes no sólo les quede la opción de las discotecas; hay que ofrecerles compromisos en los que vean que son necesarios, que pueden hacer algo bueno. Al sentir este impulso de hacer algo bueno por la humanidad, por alguien, por un grupo, los jóvenes sienten un estímulo a comprometerse y encuentran también la "pista" positiva de un compromiso, de una ética cristiana.

Me parece de gran importancia que los jóvenes tengan realmente compromisos cuya necesidad vean, que los guíen por el camino de un servicio positivo para prestar una ayuda inspirada en el amor de Cristo a los hombres, de forma que ellos mismos busquen las fuentes donde pueden encontrar fuerza y estímulo.

Otra experiencia son los grupos de oración, donde aprenden a escuchar la palabra de Dios, a comprender la palabra de Dios, precisamente en su contexto juvenil, a entrar en contacto con Dios. Esto quiere decir también aprender la forma común de oración, la liturgia, que tal vez en un primer momento les parezca bastante inaccesible. Aprenden que existe la palabra de Dios que nos busca, a pesar de toda la distancia de los tiempos, que nos habla hoy a nosotros. Nosotros llevamos al Señor el fruto de la tierra y de nuestro trabajo, y lo encontramos transformado en don de Dios. Hablamos como hijos con el Padre y recibimos luego el don de él mismo. Recibimos la misión de ir por el mundo con el don de su presencia.

También serían útiles algunas clases de liturgia, a las que los jóvenes puedan asistir. Por otra parte, hacen falta ocasiones en que los jóvenes puedan mostrarse y presentarse. Aquí, en Albano, según he escuchado, se hizo una representación de la vida de san Francisco. Comprometerse en este sentido quiere decir entrar en la personalidad de san Francisco, de su tiempo, y así ensanchar la propia personalidad. Se trata sólo de un ejemplo, algo en apariencia bastante singular. Puede ser una educación para ensanchar la propia personalidad, para entrar en un contexto de tradición cristiana, para despertar la sed de conocer mejor la fuente donde bebió este santo, que no era sólo un ambientalista o un pacifista, sino sobre todo un hombre convertido.

Me ha complacido leer que el obispo de Asís, mons. Sorrentino, precisamente para salir al paso de este "abuso" de la figura de san Francisco, con ocasión del VIII centenario de su conversión convocó un "Año de conversión" para ver cuál es el verdadero "desafío". Tal vez todos podemos animar un poco a la juventud para que comprenda qué es la conversión, remitiéndonos a la figura de san Francisco, a fin de buscar un camino que ensanche la vida. Francisco al inicio era casi una especie de "playboy". Luego, cayó en la cuenta de que eso no era suficiente. Escuchó la voz del Señor: "Reconstruye mi casa". Poco a poco comprendió lo que quería decir "construir la casa del Señor".

Así pues, no tengo respuestas muy concretas, porque se trata de una misión donde encuentro ya a los jóvenes reunidos, gracias a Dios. Pero me parece que se deben aprovechar todas las oportunidades que se ofrecen hoy en los Movimientos, en las asociaciones, en el voluntariado, y en otras actividades juveniles.

También es necesario presentar la juventud a la parroquia, a fin de que vea quiénes son los jóvenes. Hace falta una pastoral vocacional. Todo debe coordinarlo el obispo. Me parece que, a través de la auténtica cooperación de los jóvenes que se forman, se encuentran agentes pastorales. Así, se puede abrir el camino de la conversión, la alegría de que Dios existe y se preocupa de nosotros, de que nosotros tenemos acceso a Dios y podemos ayudar a otros a "reconstruir su casa". Me parece que, en resumen, nuestra misión, a veces difícil, pero en último término muy hermosa consiste en "construir la casa de Dios" en el mundo actual.

Os agradezco vuestra atención y os pido disculpas por lo fragmentario de mis respuestas. Queremos colaborar juntos para que crezca la "casa de Dios" en nuestro tiempo, para que muchos jóvenes encuentren el camino del servicio al Señor.
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en el Viaje Apostólico a Alemania
Basílica de Santa Ana de Altötting, 11 de septiembre de 2006

Queridos amigos:

En Altötting, en este lugar de gracia, nos hemos reunido —seminaristas que se preparan para el sacerdocio, sacerdotes, religiosas y religiosos, y miembros de la Obra pontificia para las vocaciones de especial consagración— en la basílica de Santa Ana, ante el santuario de su hija, la Madre del Señor. Nos hemos reunido aquí para considerar nuestra vocación al servicio de Jesucristo y comprenderla mejor bajo la mirada de santa Ana, en cuyo hogar maduró la vocación más grande de la historia de la salvación. María recibió su vocación a través del anuncio del ángel. El ángel no entra de modo visible en nuestra habitación, pero el Señor tiene un plan para cada uno de nosotros, nos llama por nuestro nombre. Por tanto, a nosotros nos toca escuchar, percibir su llamada, ser valientes y fieles para seguirlo, de modo que, al final, nos considere siervos fieles que han aprovechado bien los dones que se nos han concedido.

Sabemos que el Señor busca obreros para su mies. Él mismo lo ha dicho: "La mies es mucha y los obreros pocos. Rogad, pues, al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies" (Mt 9, 37-38). Por eso nos hemos reunido aquí: para dirigir esta petición al Dueño de la mies. Sí, la mies de Dios es grande y espera obreros: en el llamado tercer mundo —América Latina, África y Asia— la gente espera heraldos que les lleven el Evangelio de la paz, la buena nueva de Dios que se hizo hombre.

Pero también en el llamado Occidente, aquí en Alemania, al igual que en las vastas regiones de Rusia, es verdad que la mies podría ser mucha. Sin embargo, hacen falta personas dispuestas a trabajar en la mies de Dios. Hoy sucede lo mismo que aconteció cuando el Señor se compadeció de las multitudes que parecían ovejas sin pastor, personas que probablemente sabían muchas cosas, pero no sabían cómo orientar bien su vida. ¡Señor, mira la tribulación de nuestro tiempo, que necesita mensajeros del Evangelio, testigos tuyos, personas que señalen el camino que lleva a la "vida en abundancia"! ¡Mira al mundo y compadécete también ahora! ¡Mira al mundo y envía obreros! Con esta petición llamamos a la puerta de Dios; pero con esta misma petición el Señor llama a la puerta de nuestro corazón.

¿Señor, me quieres? ¿No es tal vez demasiado grande para mí? ¿No soy yo demasiado pequeño para esto? "No temas", le dijo el ángel a María. "No temas: (...) te he llamado por tu nombre", nos dice Dios mediante el profeta Isaías (Is 43, 1) a nosotros, a cada uno de nosotros.

¿A dónde vamos, si respondemos "sí" a la llamada del Señor? La descripción más concisa de la misión sacerdotal, que vale análogamente también para las religiosas y los religiosos, nos la ha dado el evangelista san Marcos, que, en el relato de la llamada de los Doce, dice: "Instituyó Doce, para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar" (Mc 3, 14). Estar con él y, como enviados, salir al encuentro de la gente: estas dos cosas van juntas y, a la vez, constituyen la esencia de la vocación espiritual, del sacerdocio. Estar con él y ser enviados son dos cosas inseparables. Sólo quienes están "con él" aprenden a conocerlo y pueden anunciarlo de verdad. Y quienes están con él no pueden retener para sí lo que han encontrado, sino que deben comunicarlo. Es lo que sucedió a Andrés, que le dijo a su hermano Simón: "Hemos encontrado al Mesías" (Jn 1, 41). "Y lo llevó a Jesús", añade el evangelista (Jn 1, 42).

El Papa san Gregorio Magno, en una de sus homilías, dijo una vez que los ángeles de Dios, independientemente de la distancia que recorran en sus misiones, siempre se mueven en Dios. Siempre permanecen con él. Y al hablar de los ángeles, san Gregorio pensaba también en los obispos y los sacerdotes: a dondequiera que vayan, siempre deberían "estar con él". La experiencia confirma que cuando los sacerdotes, debido a sus múltiples deberes, dedican cada vez menos tiempo para estar con el Señor, a pesar de su actividad tal vez heroica, acaban por perder la fuerza interior que los sostiene. Su actividad se convierte en un activismo vacío.

¿Cómo se puede realizar el "estar con él? Lo primero y lo más importante para el sacerdote es la misa diaria, celebrada siempre con una profunda participación interior. Si la celebramos como verdaderos hombres de oración, si unimos nuestras palabras y nuestras acciones a la Palabra que nos precede y al rito de la celebración eucarística, si en la Comunión de verdad nos dejamos abrazar por él y lo acogemos, entonces estamos con él.

La liturgia de las Horas es otra manera fundamental de estar con él. En ella oramos como personas que necesitan hablar con Dios, pero implicando también a todos los demás que no tienen ni el tiempo ni la posibilidad de hacer esa oración. Para que nuestra celebración eucarística y la liturgia de las Horas estén llenas de significado, debemos dedicarnos siempre de nuevo a la lectura espiritual de la sagrada Escritura; no sólo descifrar y explicar palabras del pasado, sino también buscar la palabra de consuelo que el Señor me está diciendo a mí aquí y ahora. El Señor me interpela hoy por medio de esta palabra. Sólo de esta forma seremos capaces de llevar la Palabra sagrada a los hombres de nuestro tiempo como palabra de Dios actual y viva.

La adoración eucarística es un modo esencial de estar con el Señor. Gracias a mons. Schraml, Altötting ha obtenido una nueva "cámara del tesoro". Donde antes se guardaban tesoros del pasado, objetos preciosos de la historia y de la piedad, se encuentra ahora el lugar para el verdadero tesoro de la Iglesia: la presencia permanente del Señor en el santísimo Sacramento.

En una de sus parábolas el Señor habla del tesoro escondido en el campo. Quien lo encuentra —nos dice— vende todo lo que tiene para poder comprar ese campo, porque el tesoro escondido es más valioso que cualquier otra cosa. El tesoro escondido, el bien superior a cualquier otro bien, es el reino de Dios, es Jesús mismo, el Reino en persona. En la sagrada Hostia está presente él, el verdadero tesoro, siempre accesible para nosotros. Sólo adorando su presencia aprendemos a recibirlo adecuadamente, aprendemos a comulgar, aprendemos desde dentro la celebración de la Eucaristía.

En este contexto, quiero citar unas hermosas palabras de Edith Stein, la santa copatrona de Europa. En una de sus cartas escribe: "El Señor está presente en el sagrario con su divinidad y su humanidad. No está allí por él mismo, sino por nosotros, porque su alegría es estar con los hombres. Y porque sabe que nosotros, tal como somos, necesitamos su cercanía personal. En consecuencia, cualquier persona que tenga pensamientos y sentimientos normales, se sentirá atraída y pasará tiempo con él siempre que le sea posible y todo el tiempo que le sea posible" (Gesammelte Werke VII, 136 f).

Busquemos estar con el Señor. Allí podemos hablar de todo con él. Podemos presentarle nuestras peticiones, nuestras preocupaciones, nuestros problemas, nuestras alegrías, nuestra gratitud, nuestras decepciones, nuestras necesidades y nuestras esperanzas. Allí podemos repetirle constantemente: "Señor, envía obreros a tu mies. Ayúdame a ser un buen obrero en tu viña".

Aquí, en esta basílica, nuestro pensamiento se dirige a María, que vivió su vida completamente "con Jesús" y por consiguiente estuvo y sigue estando totalmente a disposición de los hombres: los exvotos que hay aquí lo demuestran en concreto. Pensamos también en su madre, santa Ana, y con ella en la importancia de las madres y los padres, las abuelas y los abuelos; pensamos en la importancia de la familia como ambiente de vida y oración, en donde se aprende a rezar y donde pueden madurar las vocaciones.

Aquí, en Altötting, pensamos naturalmente, de modo especial, en el hermano Konrad, que renunció a una gran herencia porque quería seguir a Jesucristo sin reservas y estar totalmente con él. Como el Señor recomienda en una de sus parábolas, él escogió el último lugar, el de un humilde fraile portero. En su portería realizó precisamente lo que san Marcos nos dice de los Apóstoles: "estar con él" y "ser enviado" a los hombres. Desde su celda siempre podía mirar hacia el sagrario, "estar con Cristo" siempre. Así, mirando al sagrario, aprendió la bondad ilimitada con la que trataba a la gente, que casi sin cesar llamaba a su puerta, a veces incluso de forma maliciosa, para molestarlo, y a veces de forma impaciente o ruidosa. A todos ellos, por su gran bondad y humanidad, sin grandes palabras, les dio siempre un mensaje más valioso que las mismas palabras. Pidamos al santo hermano Konrad que nos ayude a mantener nuestra mirada fija en el Señor, para llevar el amor de Dios a los hombres. Amén.
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